septiembre-octubre 2023, AÑO 22, Nº 89
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Por el título, pensé que al abrir este libro me encontraría con un ensayo basado en el estudio de los archivos de Emily Dickinson (1830-1886): los poemas, cartas y papeles en los que anotaba versos y pensamientos. No es así: se trata de 78 poemas en prosa (¿anotaciones, apuntes?) de la propia María Negroni, hechas “a la manera de” la poeta norteamericana. Me hacen acordar de las célebres cartas (a su cuñada Sue, el amor de su vida; a Austin, su hermano; a sus primos Norcross; a sus amigas de la infancia y la adolescencia; a sus mentores, el Reverendo Charles Wadsworth y Thomas W. Higginson, entre otros) en las que Emily solía incluir poemas (a veces, “escondidos” en la prosa epistolar), como las flores disecadas, los insectos, los pequeños objetos que también enviaba entre los pliegues del papel.
El epígrafe de San Agustín, “Dios es más íntimo en mí, que yo”, resume la paradoja de la conciencia. Así como Dios quizás nos conozca mejor que nosotros mismos, Negroni conoce tan bien a Dickinson que se anima a “habitarla” en su cuerpo, a hablar con su voz: una especie de “apropiación” que crea un sujeto poético (en inglés, poetic persona) híbrido. El efecto es extraño: se reconoce a Emily en el léxico, los temas y las escenas, pero su modo de uso es, también de manera reconocible (al menos, para quienes hayan leído sus libros de poesía), muy propio de Negroni. Quizás se trate, como sugiere el juego de palabras al final del poema “Preparativos”, de una “Magnífica fuga en mí menor”: una composición que une las notas musicales (mi) con la reflexión personal (mí):
Se pondrán diez pájaros sin rama en la nación más blanca del pasado. Se harán listas de aromas, de lluvias, de verbos que asustan. Avanzaré a campo traviesa, en charla animadísima con seres interiores, sonriendo en diagonal. Seré un salmo que canta al desabrigo. Un asombro muy muerto, entre heliotropos. Un secreto que habrá alcanzado mucho su comienzo, tal vez. Magnífica fuga en mí menor.
En este sentido, Negroni va un poco más allá que Christian Bobin, que en La dame blanche (Paris: Gallimard, 2007) narró la vida de Emily, pero tomando la distancia que asegura el uso de la tercera persona gramatical. La escritora argentina Paola Kaufmann, anteriormente, había ensayado un experimento semejante en su novela (no estoy seguro de que esta categoría describa por completo su libro), La hermana (Madrid: Ediciones Siruela, 2004), pero haciendo de su narradora central a Lavinia, “Vinnie”, la hermana de Emily. Kaufmann también basó su novela en los archivos dickinsonianos. Finalmente, otro antecedente es Amor infiel (Madrid: Losada, 2004), de Nuria Amat: el título indica que, aunque se trata de una traducción de poemas y fragmentos de cartas de Dickinson, es una versión libre y a la vez otro caso de “apropiación” por parte de otra poeta de otra época (contemporánea) y en otra lengua (española). Tantos ejemplos de reescritura nos hacen pensar en la vitalidad de la poesía de Dickinson, que suscita esta pasión por su estilo.
Tampoco es la primera vez que Negroni centra su interés en la obra de Dickinson. Hace dos años, en Carta al mundo y otros poemas (Buenos Aires: Libros del Zorro Rojo, 2016) aparecieron sus traducciones de siete poemas de la autora norteamericana, algunos de los más conocidos (“This is my letter to the World”; “There’s a certain Slant of light”; “Because I could not stop for Death”; “I’m Nobody! Who are you?”; “I felt a Funeral, in my Brain”; “I cannot live with You”; y “‘Hope’ is the thing with feathers”), bellamente ilustrados por la artista Isabelle Arsenault. El primero de los citados es poema lírico, carta y testamento poético a la vez; dice (en la versión de Negroni):
Esta es mi carta al Mundo
que nunca me escribió—
la simple Nueva que la Naturaleza—
con tierna Majestad contó
Su Mensaje envía
a Manos que no puedo ver—
por amor a Ella—Dulces—compatriotas—
juzguen con ternura—de Mí
Por analogía, pensamos que Archivo Dickinson es la “carta al mundo” de María Negroni. También en 2016, apareció su libro de ensayos, El arte del error (Madrid: Vaso Roto Ediciones), uno de los cuales se titula “Emily Dickinson. La miniatura incandescente”. Este ensayo se abre con la imagen del fuego y la incandescencia (y la revalorización que T. S. Eliot hizo de la poesía dickinsoniana), una metáfora que sin duda le habría gustado a la bella de Amherst, que en varios poemas creó una poetic persona en cuyo corazón ardía un volcán. En comparación con Whitman, su contemporáneo, Negroni contrasta el “gran aliento prosódico” de aquél con “la concisión de las impresiones, la obsesiva trama de materias” de la poeta. También destaca la disonancia o irregularidad (en la métrica, en el tono, en el léxico) que caracterizan sus piezas líricas, como un modo de socavar las convenciones y garantizar que el poema viva y respire. “La ironía y el ascetismo moral”, afirma Negroni, eran su “antídoto contra la veleidad del canto y los peligros retóricos”.
Negroni también efectúa una comparación con Donne y con Melville, pero me interesa más otra breve observación, dicha como al pasar: que Emily tiene una “Aptitude for Bird”, y que lo sabe. Esta palabra, “aptitud”, y su opuesta son caras a Negroni: lo demuestra el título de su libro, La ineptitud (Córdoba: Alción Editora, 2002), en cuyo prólogo resume el libro del místico Ibn-Arabi, El Árbol del Mundo, una teogonía en prosa rimada, y concluye: “No sé de inspiración o desamparo tan brusco y tan solidario: como Dios, los seres se exilian de sí, buscan en reiteradas desapariciones el secreto adentro del Secreto, añorando algo que llevan oculto adentro.” ¿Acaso no es esto una continuación, una respuesta, o el comienzo, de la imagen contenida en el epígrafe de San Agustín que Negroni eligió para los poemas del libro que ahora nos ocupa?
Como si fuera poco, dos poemas se refieren directamente a ambas nociones opuestas: “Aptitud”, que es un “arte poética” sobre tres aptitudes —”moverse en nada que no sea la nada”, “flirtear con la altura” y “ser pájaro, música en la jaula, brevedad”— que, al final, se revelan paradójicamente como útiles e inútiles a la vez: “Nada de esto y todo esto alcanza para vivir, por supuesto”. El poema sobre la noción antitética se titula “Duda”, y vale la pena citarlo entero:
¿Tendré tiempo de morir? Cuando se escribe un poema por día, durante 2956 días, no es fácil dejarse tocar. Una acaba, repleta de ignorar a qué atenerse, por defender la ineptitud, la vocación —atroz— de pasar la vida en celdas. Así, cada poema oculta un cuerpo y cada cuerpo, un dolor —sin alicientes o paliativos— y así sucesivamente, y en la boca y en la garganta. Poco más ocurre. Tan solo un ave de proa, sonando hacia adentro, avanzando como un trompo hacia el final, no importa cuál.
La escritura de poesía se concibe así como una paradójica ineptitud que permite la supervivencia. La paradoja, la antítesis, y el oxímoron son esenciales en la visión de la realidad de Dickinson. Para Negroni, también. El poema de apertura, “Dolor”, une el sentimiento del título con el amor. Negroni vuelve extraño el eros sáfico, transformándolo en un “irresistible bicho” y cambiando las reglas de sus sintaxis: “¿Qué hacer para amar sus heridas doquier?”.
A partir de aquí, y siempre con el uso de la primera persona del singular como recurso, se suceden los poemas en una variedad de tipologías textuales (confesión, escena, anécdota, descripción, lista, comparación, instrucción, meditación, expresión de deseos) que reflejan especularmente los que usó —y renovó, y distorsionó genialmente— la misma Dickinson. Casi todos los poemas llevan un sustantivo singular o plural como título (“Dolor”, “Extravagancia”, “Sueño”, “Peligro”, etc.). En algunos pocos casos, se trata de sustantivos de personas, incluso nombres (“Maestro”, “Hermana”, “Primas”, “Madre”, “Sue”, “Hermano”, “Higginson”). En tres casos, adjetivos (“Aéreo”, “Matutino”, “Incorregible”). La simplicidad de este recurso no llega a enmascarar —o lo hace muy levemente— la complejidad y profundidad de las ideas y sentimientos que encierra cada poema. Aquí hay una de las diferencias con la poeta inspiradora: Emily no ponía títulos a sus poemas. Una anécdota significativa es que se sintió estafada cuando publicaron uno de sus famosos “poemas-adivinanza” (riddle poems) con un título, “The Snake”, que revelaba el acertijo, sustrayendo al poema gran parte de su encanto metafórico.
Varios poemas, además del mencionado más arriba, sugieren un arte poética diseminada aquí y allá, del mismo modo en que Emily fue dejando intuiciones sobre la escritura de poesía en sus breves poemas.
Por ejemplo, “Alfabeto” implica cierto cansancio o decepción respecto del poder del lenguaje: “Las palabras, como animales parcos, tropiezan, dejan estelas huecas. […] Años designando cosas que han dejado de ser o comiéndose imágenes sin ton ni son.” Y concluye: “Cabe preguntarse hasta qué torre seguirán durando, con qué declive en la gramática, bajo qué luz herida por la luz para llegar a un goce más concéntrico”. En el explícitamente titulado “Poética”, se sugiere una solución al problema anterior: “Por un segundo —cuando el árbol reina de manzanas— ceder a la Artimaña. Que el cuerpo alce los labios en dirección a la avería. Que los labios alarguen el hilo del sentido”. El poema “Pesar” expresa un deseo melancólico: “Hubiera querido ser la Abeja Reina”, que “urde lo que debe, recostada en la miel callada que escribe, no escribiendo, y vuelve antífona todo lo que toca”. La imagen evoca un personaje recurrente en las dramatis personae de la poesía dickinsoniana, la queen bee de sus jardines, que “hace poesía” aun sin escribir, que convierte en música su vuelo y su comercio con las flores. Finalmente, otro texto de título explicativo, “Programa”, une las normas de escritura con otras preocupaciones vitales, como el amor y el dolor: “No escribiré a bocanadas. Lo mío será siempre adentrarme, como si estuviera para amar. ¿A quién? No sé. […] Alguna vez, tal vez, podré sobrevenirme. Quién sabe si doler no es la manera de nacer de una alegría”. Inevitablemente, el programa poético se extiende hasta convertirse —¿quién no lo habría adivinado?— en programa de vida.
Cuando no se trata de la poética misma, encontramos poemas en que se advierten los temas, los “motivos” o los rasgos de estilo típicos de la obra de la poeta norteamericana. A la famosa declaración, “My business is circumference”, que Emily anotó en una carta a Higginson (julio de 1862), Negroni la completa con su poema “Circunferencia”, que concluye: “Yo misma, algún día, emitiré luz y volaré, no con alas sino con muchas cintas, y cambiar de lugar será, para mí, cambiar de mundo suavemente”. Disfrazado como uno de los “clasificados” de los periódicos, “Aviso”, anuncia la publicación de la novela Moby Dick, de H. Melville, en una sutil alusión a los géneros y los estilos en que Emily prefirió no incursionar. Asimismo, Negroni juega con la paradoja, tan cara a Emily, en el poema más breve de la colección, “Riqueza”: “Poseer es imposible. Ese es el premio”. La concisión es perfecta, y logra (pero sólo por un momento) distraernos de la profunda ironía y desencanto de la idea que se da a conocer.
Finalmente, otra serie de poemas se centra en algunos episodios de la vida de la poeta de Amherst:
Me llamo Emily. Nací en Nueva Inglaterra, un 10 de diciembre muy blanco y altivo, y otra vez blanco. Mi padre nos leía la Biblia con ojos de Pentateuco, afirmando que ese libro, que es el Libro de los Libros, contiene cuanto existe de inhallable en lo real. Tuve que buscar cómo engendrarme de algún modo, recurrir al silencio que es nido muy vacío, muy en paz. Así inventé los bosques, el desquiciado mundo, la antigüedad del agua. Esa fue mi forma de partir. Aún no he regresado. (“Biografía”)
Todavía los expertos en la obra de Dickinson no han podido descifrar si las tres “Master letters” halladas tenían al reverendo Wadsworth o a Higginson como destinatario, o se trataba de “ejercicios de estilo”, según la atractiva hipótesis de Susan Howe. Emily fue eligiendo diferentes “mentores” a lo largo de su vida de escritora secreta (su padre, su hermano Austin, el periodista Samuel Bowles, además de los arriba mencionados), y Negroni, en un gesto osado, inventa una cuarta “carta al mentor” o “Maestro”:
No sabría definir qué sed de todo, qué adoctrinada eternidad, se pone —en este caso— en juego. Tampoco sé qué isla llega y parte cada vez que pronuncio —con vocales turbias— la alegría de algún sí oscuro. Me lo diga. Eternamente agradecida y
—Suya—
E.
El “sí oscuro” de este poema tiene un eco en otro, en el que se mezcla, como en la gran tradición mística, lo religioso con lo erótico:
Un hombre me visitó en sueños. Apareció en línea recta desde la luna de sus ojos. […] ¿Quería mi amor? ¿Mi desconfianza? ¿El éxtasis, que todo lo pervierte? Él, que, apenas posado, ya no estaba, me clavó en su plegaria. Tuve miedo de pedir que me acabara. (“Sí”)
Pero no todo era afirmación en la vida de Emily Dickinson. Algunas veces tuvo que decir “No” con voz firme, con convicción, con la conciencia plena de las consecuencias que su respuesta (su negativa a ser conformista) tendría. Por ejemplo, cuando rehusó pasar por la ceremonia de la “conversión”, un ritual casi obligatorio en la iglesia calvinista a la que pertenecía su familia: “Parada en el centro de la palabra templum, entre sombras que se cuidan solas, como una reina sin corona, espero a que me inicien. No sé qué diré de mí cuando pregunten.” (“Ritual”).
En lugar de la conversión, un acto público, Emily elige (en esta versión de Negroni) la confesión, un acto privado, íntimo, restringido: “Quise unirme a la secta de los cazadores, buscar la herida discordante, al margen del lenguaje, o arriba, o de espaldas, pero nunca tarde, ni siquiera con violencia amable o miedo homicida a mi presa amorosa” (“Confesión”).
Para concluir, quisiera enlazar dos poemas que dibujan una melodía, trazan un hilo entre el comienzo y el final del libro. En “Peligro”, Negroni nos hace escuchar la “memoria y balance” de boca de la propia Emily:
Yo no quería depender de un solo ser. Me hubiera muerto de temblor, de espera. Preferí balbucear como una idiota en el jardín manchado del lenguaje, esperar su sentencia —de Muerte— con mi laúd de música mía. Yo quise que la mente dictara las palabras, no lo oscuro que sentía. Yo quería ver Amherst a la luz de septiembre, cuando el aire deja de ser aire y la boca está plena de lo que no tuvo. Dulce vino mucho que se da de beber, siempre más, en el bosque de al lado. Nada como una música que no se puede tocar.
Nos repetimos, en voz baja: “Nada como una música que no se puede tocar”, y nos damos cuenta de que eso es lo que intuimos al leer a Dickinson: podemos escucharla, pero pocos pueden “interpretarla” de manera definitiva. En una “Epístola” a un “Pájaro de Agua”, Emily finalmente se resigna: “Quién sabe si, al final, me espera alguna música para no ser escuchada”, pero a sabiendas de que, al mismo tiempo, esa resignación es afirmación triunfante de sus elecciones: “La insolvencia es un fervor desnudo, escribe un cuaderno sin páginas”. Y aquí lo tenemos: un archivo con la voz de Emily, más allá de las páginas de un libro.
(Actualización mayo – junio 2018/ BazarAmericano)