diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Desde hace dos años más o menos, planeo una narración breve que enfoque la relación de un padre y de un hijo a través del cine, basándome en mis experiencias y mis primeros recuerdos de cinéfilo. Cada vez que merodeo la sala Lugones, pienso que el proyecto se aplazará mientras cada domingo, como un asesino serial que sale en busca de una víctima nueva a la hora señalada, mantenga el rito: ese peregrinaje semanal no es más que una excusa para no escribir. El mundo está poblado de excusas para no escribir, pero para casi cualquier escritor –y particularmente para mí– el cine es una instancia de reposo, una (im) postura a través de la cual la prosa se airea.
Esa narración, me digo, en realidad se presentará como un cruce de géneros: diario, nouvelle y ensayo. Será una conclusión para mi pasión de cinéfilo. Fantaseo en voz alta: escribir ese texto poroso, me daría acceso a nuevas novelas, a la posibilidad de ser otro. Quisiera, en ese texto, componer un retrato de mi padre a través de recuerdos ambientados en esos días atemporales por excelencia –los domingos– que, en mi infancia y juventud, por ser hijo de una pareja separada, pasaba siempre a su lado. En lugar de llevarme a parques o a lugares de recreo destinados a infantes, me paseaba por los submundos humosos de los Cine Clubs de Buenos Aires. Así, mi primer recuerdo cinematográfico a su lado está ambientado en un cine club ya extinguido, en el subsuelo de una galería, sobre la calle Sarmiento, donde se proyectó “Rocco y sus hermanos” y había todavía un par de hombres que usaban sombrero.
Ese texto, además de funcionar como un mapa afectivo, va a ser por un lado un diario de recuerdos cinematográficos junto a mi padre, y por otro un homenaje a una Buenos Aires que fue transformándose al punto de que cuando mi padre murió, sobrevivió una ciudad que no tiene ninguna relación con esa otra, atiborrada de Cine Clubs, librerías de usados y bares viejos de fines de la década de los ochenta y principios de los noventa. En ese momento, cuando nace –o se falsifica– una memoria afectiva, es posible escribir. En el fondo se escribe sobre esa declinación: paisaje-pasaje.
Este ejercicio arqueológico de nostalgia, me digo, claramente se deformará, como casi todo lo que escribo, y terminará siendo un plagio a las formas que Guillermo Cabrera Infante estiliza en La Habana para un infante difunto. Como todo ejercicio de nostalgia, la forma ideal será el triángulo: cine, experiencias de iniciación y ciudad extinguida. Pero una ciudad verdaderamente se extingue en el exilio. Sólo en el exilio los recuerdos, como en un duelo, se asientan. Estoy en un callejón sin salida, porque exiliarse en el recuerdo es, paradójicamente, exiliarme en la ciudad que habito.
Mientras, cada vez que el mismo domingo vuelve, dos ciudades se superponen en ese día atemporal por excelencia. A pesar de la extinción de muchos cines, todavía dos santuarios de mi infancia siguen en pie: el Cosmos, asociado en mi memoria a Bergman y a Tarkovski, y la Lugones, asociado a la nouvelle vague y al neorrealismo italiano.
La Lugones a lo largo de los años nunca decayó, y aunque tuvo ciclos reiterativos –de neorrealismo y nouvelle vague precisamente– fue en los últimos años una puerta de acceso al nuevo cine europeo, al cine coreano, a las reliquias del cine japonés moderno, a Alexander Kluge, a la monumental Berlín Alexanderplatz de Fassbinder, a algunos cineastas argentinos como Lisandro Alonso...
El Cosmos tuvo su apogeo y una posterior declinación afortunadamente cubierta por cine clubs cercanos, como el Eco o Núcleo; por épocas tuvo memorables ciclos de cine soviético inédito al mediodía; en su última época intentó transformarse en una especie de Arteplex, en el que desembocaban buenas películas exprimidas ya por otras salas, lo cual terminó de decretar su cierre. Recién ahora, en manos de la UBA y con la dirección estelar de Juan Becerra, presenta una programación que lo remonta a sus mejores épocas y apuesta a ser, a la vez, una sala de estrenos. En este momento, mientras escribo, pueden verse dos películas: Música para astronautas del íntegro cineasta experimental argentino Ernesto Baca, y Morir como un hombre, de Joâo Pedro Rodrigues, que desde El fantasma en cada film viene imponiendo un sello personal que lo sitúa, al menos por su exquisitez dramática, en la genealogía lusitana de Manuel de Oliveira y Pedro Costa.
(Actualización marzo-abril 2011/ BazarAmericano)