diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La chinche
que cae
de la enramada
solo te toca
con la mirada.
Chispero, el libro de poemas de Diego Colomba y dibujos de Laura Oriato, está pensado como un libro para niños. La estética de la tapa -diseñada como una hoja de carpeta cuadriculada, con el dibujo de una etiqueta de papel-, y la tipografía, tienen la impronta de los libros del Quirquincho y los infantiles o escolares de los ochenta. Pero mirándolo bien, Chispero es un cuaderno de campo. Uno de esos donde expedicionarios o científicos, o paseantes curiosos registran (o registraban ¿se siguen haciendo?) sus notas y observaciones. Aquí, la expedición es al campo; aunque bien podría pensarse en el fondo de una casa de barrio, lejos del centro. Por un lado, poemas e ilustraciones se distribuyen en la página siguiendo esa lógica de composición visual: un catálogo con cascarudos, cardos, hojitas, calandrias, colibríes, grillos, mariposas, palas, regaderas, entre una variedad de plantas e insectos. Por otro, el gesto de la escritura es como el de quien pasea y va tomando nota de lo que encuentra a su paso. Así, el libro reúne una serie de poemas de tres versos titulados “Ocurrencias” y algunos poemas más largos.
¿Literatura para niños?
Hay una discusión en torno a la clasificación “literatura para niños” que resumo más o menos así: están los que piensan que la literatura infantil es sobre todo, un invento del mercado, que nada bueno puede salir cuando se escribe con la intención expresa de “captar” o “hablarle” a un lector determinado, y están los que responden con ejemplos de escritores y libros que son oportunidad de las lecturas más exigentes (Ema Wolf o Roald Dalh serían hoy los nombres paradigmáticos); o con el entusiasmo e interés que esos textos generan en sus lectores niños; o con el argumento de la accesibilidad (son escrituras que juzgan adecuadas al modo en que representan a los lectores y las que creen son sus posibilidades: comprensibles, con un lenguaje acorde a una edad determinada, etc.).
No es esta reseña el espacio para desarrollar esta disputa, pero necesito introducir algunas cuestiones que Chispero me impulsó a revisar. Aunque nada nuevo señalo si digo que la cosa es compleja, prefiero insistir y recordarlo. Por un lado se trata, creo entender, de una clasificación necesaria para el mercado editorial: los libros se venden mejor cuando pueden identificarse en colecciones y géneros. Las diferentes etiquetas orientan al lector, le dan alguna clase de información sobre lo que puede encontrar en ese ejemplar que tiene ante sí. Y las clasificaciones funcionan en todo (todo) lo que se imprime, la etaria es solo una más (no sería raro que en algún momento haya literatura para ancianos, si es que ya no existe). En este sentido, podría decirse que como toda clasificación arrastra supuestos fuertes sobre los gustos, intereses, posibilidades, etc. de ese lector. Más allá del estante en el cual quien decide acomodar esos libros lo haga (el de literatura infantil, el de la juvenil, por autor, para niños de cero a tres años, para mujeres, narrativa, ciencia ficción, filosofía, libros álbum, etc.), lo más probable es que en todos haya textos hechos a pedido o escritos a medida y que también haya escrituras vinculadas a algún tipo de búsqueda y de deseo del sujeto que escribe (de esas búsquedas que nunca terminan y testifican el movimiento hacia la experiencia que la hace posible). Por otra parte, además de las clasificaciones que ordenan constantemente al conjunto de la literatura, en la discusión están funcionando supuestos muy fuertes, y no siempre explicitados sobre la lectura, sobre qué es leer literatura y sobre los lectores. Es más: diría que la discusión sobre la literatura infantil encubre en cierta forma un debate que no damos sobre lo que los lectores pueden y la necesidad de control sobre la lectura del otro.
Permítanme agregar un ejemplo. Hace algunas semanas leímos con niños de once años, junto con su maestra de sexto grado, en una escuela pública, “Reflexión de pequeñas partículas en el espejo” de Leónidas Lamborghini (era la primera vez que leían poesía en la escuela, después leyeron a Pacheco y a Pizarnik; esos mismos niños arrancaron el año leyendo a Saer, a Di Benedetto, a Felisberto Hernández, por nombrar solo algunos autores). Lo que interesa es que en esa clase ocurrió algo no muy diferente a lo que sucede cuando leemos a Lamborghini en la facultad: lectores descolocados, eufóricos, dejándose afectar por las palabras, advirtiendo que algo o mucho no se entiende y volviendo a leer. Pero queriendo volver, con ese querer que se parece a la necesidad o como se dijo alguna vez, a la sed. Lectores pensando sus experiencias, intentando hipótesis y discutiéndolas. Sujetos leyendo. Claro que unos y otros ponen en juego diferentes saberes, sin embargo los modos en que leen no difieren tanto. No sé si es necesario decirlo, pero por las dudas: esto no habla bien de unos ni mal de otros. Lo que ocurre en esas conversaciones pareciera ser simplemente, lo que constituye la lectura de literatura cuando el docente no media y en cambio, se asegura de que el lector se encuentre con lo escrito.
“Chispero”
En una entrevista que le hace Cristian Molina, Colomba dice que escribió las “Ocurrencias” sin pensar en un público infantil y jugando con la lógica del haiku. Aunque el tono de estos pequeños textos podría emparentarse con el de la notación científica donde también, el sujeto busca borrarse. Como el foco de una cámara recorta un objeto y la imagen parece construirse a partir de lo que hay (“Entre las piedras/ que cubren el camino/la flor del cardo” y “Rama cortada:/al sol te volverás/madera seca”). Apelando a la literalidad del lenguaje, se detienen en lo que pudiera considerarse obvio, lo que vemos todos o mejor, lo que encuentra el explorador en su excursión. Como en un cuaderno de campo, parecieran estar en primer plano los objetos; sin embargo, lo que asoma con insistencia es la mirada. A diferencia de la copresencia neutra que Barthes identifica en el haiku, aquí los elementos están vinculados por una relación causal establecida por esa mirada. Es ante la imagen de la rama cortada que aparece el sujeto con su reflexión sobre el paso del tiempo.
En el espacio de la literatura destinada al público infantil, estos poemas se identificarían con las tradiciones contemporáneas que la desvinculan del imperativo moral y pedagógico: no se enseña nada, ni se elabora una temática asociada a contenidos escolares. El juego que señalamos entre literalidad y mirada, espera a lectores atentos. Hasta hace unos años, la poesía que con mayor frecuencia se destinaba a los niños era la de patrones más tradicionales: anécdotas o pequeños relatos con un ritmo marcado, generalmente por algún estribillo o abundantes reiteraciones, con rima, onomatopeyas y la serie de imágenes y adjetivos que se identifican como pertenecientes a un lenguaje “bello”. Contra ese sentido común de lo poético, las “Ocurrencias” arriesgan un uso del lenguaje que las inscribe en una literatura sin atributos.
(Actualización septiembre – octubre 2016/ BazarAmericano)