diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Como se sabe, no hay trampa más peligrosa para un escritor que creerse uno; ser parte del club congela la obra en un punto determinado de su desarrollo. Por eso es que la consideración de tal o cual escribiente como escritor, esa especie de acto público de investidura, corre por cuenta de los otros, y quien recibe la membresía, si quiere seguir escribiendo, desconfía del elogio al punto, por momentos, de la paranoia.
Todo escritor dispuesto a no perder el aliento de su trabajo ha encontrado su propia manera de seguir en el proceso, lo que significa que todo escritor ha dado con su propia imposibilidad para considerarse uno. Entre ellas, la más frecuentada (y la que goza de mejor prensa) corresponde al ideal, la porfía de medirse con los más grandes, prepotencia cuyo subproducto llamamos “tradición”. La coartada es perfecta en razón del abismo que nos separa de nuestros ídolos literarios, un pozo hondo del que no deja de emanar el negro combustible de nuestra desesperación. (Con todo, también los desmarques por defecto parecen funcionar: “no soy más que un granjero”, dijo Faulkner; “nunca me la creí”, soltó Leónidas Lamborghini al final de su vida, cuando el teléfono no paraba de sonar; “¡soy del interior!”, gritan los escritores del interior).
Si el lector atendiera a la solapa de Lisiana –una de las tres novelas de Carlos Ríos aparecidas en tanda por el sello Bajo la luna–, e hiciera el rápido cálculo de los libros publicados por el autor, el resultado se presentaría poco menos que sorprendente: nada en 35 años y, de golpe, en catarata, unos veinte libros en poco más de diez años. El cálculo, de hecho, asombra y, de inmediato, despierta cierta sospecha, como si lo prolífico fuera a esa urgencia de la obra lo que la bondad, según la canción, es a la gordura. Porque si bien es cierto que se le concede a lo prolífico, a la proliferación de textos bajo el nombre de un mismo autor, cierta cualidad de vocación: el deseo, el talento y la constancia, no es menos cierto que a la urgencia se la vea precedida por cierto impedimento: ¿por qué un autor se vería en la necesidad de no dejar nunca de escribir o, en todo caso, de publicar sus libros? ¿Qué imposibilidad específica se habría impuesto Ríos para continuar escribiendo?
Una respuesta posible la encontramos en la imposibilidad tramada por Lacan y que comenta Jacques Alain Miller en su Vida de Lacan, breve y delicada biografía dedicada a su maestro. Al final del escrito “La instancia de la letra” de 1957, Lacan anota una “misteriosa” secuencia de letras, T.t.y.y.m.u.p.t., misterio que Miller, a principios de los sesenta, se ocupa de develar abordando directamente a su autor. Cómo, ¿no lo ha entendido?, le dice Lacan. Se trata de un mensaje a mí mismo. Las iniciales significan "Tu t´yes mis un peu tard". "Te has puesto a la obra un poco tarde".
Según la interpretación de Miller, esta amonestación contra sí mismo tiene un sentido doble o, en todo caso, un sentido único, personal, del cual deriva una consecuencia práctica. El sentido único: el de haberse encontrado a sí mismo, haber llegado a ser él mismo en un momento en que era ya, si no demasiado tarde, al menos "un poco tarde". Su consecuencia práctica: la premura que animaba al maestro, aquel sentimiento de urgencia que difundía a su alrededor.
Es de esta forma, a la manera de un atropello, como la obra se impone y propone. "Lo serio es la serie", decía Lacan en su seminario: no aflojar, darle para adelante; pensar siempre en las consecuencias, tantearlas con antelación, pero asumirlas cueste lo que cueste. Para Lacan, remata Miller, un analista que se excuse en nombre de las buenas intenciones es para cagarse de risa.
Pero este encuentro con el ser-sí-mismo que, a la postre, desencadena la serie, tiene una trayectoria propia al interior de cada obra: para escribir, para seguir escribiendo, el escritor deberá abjurar de lo escrito, siempre que los comienzos de una obra funcionan por identificación (por sujeción a un modelo que viene dado desde afuera: por la necesidad de convertirse en escritor) y no por el deseo mismo de escribir. Abjurar de lo escrito significa revelarse ante las propias virtudes, volver a estar, una vez más, a ciegas, al principio del largo camino. El ser-sí-mismo del escritor entonces se encuentra allí donde el escritor se pierde. Y bien, la propia obra de Carlos Ríos es sensible a este trayecto.
Manigua, de 2009, primera novela, narraba el viaje iniciático de su personaje con el fin de encontrar, una vez de vuelta, un lugar propio en la tribu. Este relato mítico era procesado por una voz extraña, hipnótica, cuyo magnetismo residía en la inestabilidad de un mundo referencial identificable diluido en una solución fría. Una “antropología del desastre”, lo llamó el propio Ríos en su momento: la “antropología” está en el dato; el “desastre”, en la voz, en el fragmento como corte.
Esta voz tiene su continuación en Cuaderno de Pripyat, de 2012, el relato de Malofienko, quien vuelve a la zona de exclusión después del desastre de Chernobyl siguiendo el rastro de su familia muerta. La continuidad con la novela anterior es claramente reconocible, al punto de recurrir a ese plus clásico que se espera de los textos que proponen un estilo: la leve desviación.
Entonces, cuando el universo narrativo de Ríos parecía cerrarse en un sistema definido y definitivo –un tono, un conjunto de temas, unos personajes, una editorial, en fin, un modo de presentarse ante el lector y ante el público– el autor se decide a quebrar, a torcer el rumbo, multiplicar los temas y los personajes, abrir canales y desvíos en la circulación de sus libros, establecer una relación cuerpo a cuerpo con el lector. Ríos abjura y con eso se desmarca, se destraba, ríos de tinta vuelven a correr. En este cuadro de situación, Lisiana, además de representar este desvío en el recorrido de su autor, viene a instalarse en la pregunta por el ser-escritor a principios del siglo XXI.
La novela nos cuenta las desventuras de Montalbetti, oficinista y coordinador de un taller literario de magra concurrencia –apenas tres asistentes– entre los cuales uno de los talleristas, para colmo, muere: la propia Lisiana. Entre los papeles que ella ha dejado en manos de su maestro, con quien mantuvo un romance furtivo, Montalbetti descubre, con envidia y frustración, a una gran poeta.
Montalbetti nos mata de risa: es el prototipo del escritor amarrete, patológico, que escribe por pura manía, del mismo modo en que los obesos comen, sin hambre (así se lo dice la gorda Lisiana: “No podés hacer otra cosa que escribir; a mí me pasa lo mismo con la comida”). Pero el grotesco crece cuando comprobamos los ideales a los que aspira nuestro personaje: Montalbetti cree todavía en la investidura del escritor y en su paroxismo, el poeta. Y todavía más (o todavía peor), cree en los escritores en la medida en que expliquen su propio fracaso, territorio en el cual la poesía, con su repertorio de héroes oscuros y autodestruidos, reina.
Hoy, esta confusión (la del escritor como aquel hombre distinto a sus compañeros de oficina), ya ni siquiera constituye un equívoco sino que se ve reducida al más puro ridículo: “Acá hay un boludo que dice que es escritor”, dice de Montalbetti un personaje marginal en la historia.
La del escritor, nos dice Lisiana, es, a todas luces, una imagen anacrónica. Escribir es alejarse de su zona de influencia, de los lugares que lo tientan y lo amenazan. Entre ellos, según leemos en la novela de Ríos (y también en su supersolapa), hay un lugar más anegadizo que otros, el lugar donde un escritor no podría sino empantanarse, donde estaría condenado a callar o a repetirse, a trabajar sin riesgo: la idea de autenticidad, de la identidad consigo mismo, la idea, en fin, de la voz.
Con Lisiana y las desventuras de su neurótico personaje, Ríos se ríe pero también se aleja de la treta del escritor, del artificio de la voz. Aunque parezca mentira, nos diría Ríos si se viera obligado a explicarnos su chiste, todavía asistimos a los estertores de la voz, todavía existen coordinadores jóvenes que, como Montalbetti, se proponen descubrir la voz de los talleristas. Y cobran por eso.
En el otro extremo, un narrador es quien se entretiene, quien procura hacer lo que el libro necesita y no lo que él mismo necesitaba para cubrir la distancia que lo separaba de la autoría. Con esto, no solamente cuida su libro de su propia intervención, cuida además, y ante todo, el deseo, la felicidad de escribir.
(Actualización noviembre 2015 - febrero 2016/ BazarAmericano)