diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Lleva mucho tiempo reponerse de leer a Clara Muschietti. Sobre todo en su libro más reciente. Ya desde La campeona de nado (Irojo, 2007) —tan cerca, por cierto, a ser la campeona de nada, como una estética del fracaso vital que se insinúa pero tan bien se resiste líricamente— y Karateka (El fin de la noche, 2009) estaba presente la fascinación por las imágenes de infancia, de la familia y la casa, pero acá se asientan con rotundidad, con la fuerza de un golpe seco sobre el suelo.
Hay en este poemario una caminata en la cuerda floja que, sin embargo no es nunca dubitativa: su lírica se afirma decidida y singular pero oscila entre un tono dramático, de cosas atroces que pueden suceder en el seno de lo más íntimo, y un aire cómico que resuelve de buena manera la gravedad que podría resultar demasiada sin esos guiños. Es la voz de una mujer que busca en la infancia —súbitamente tan lejana, tan ajena— el origen de cierta convicción en que las cosas salen mal, que no marchan como deben:
La psicóloga me dejó esperándote para no subir conmigo y tener que bajar por vos después. Ella hizo un gesto así, como de sostener. Trabé la puerta con mi pie, la pesada puerta de madera maciza. La sostuve los diez minutos que tardaste en estacionar. Sostener, sostener, sostener. Cuando la vida se pone literal lo que siento es desconfianza.
Y para que la vida no se ponga literal entonces construye una escalera de signos, de postales que tienen sentido individualmente pero que vistas en conjunto devuelven el retrato de una niña que sonríe mostrando los dientes pero al mismo tiempo atrapa el miedo y la tristeza con unos ojos enormes, atónitos. Ser niña es sostener esa pesada puerta de madera maciza, y sostener siendo frágil.
Se trata de preguntar cómo, en qué momento, quién torció algo o se equivocó. Un efecto mariposa en la persona. Pequeños acontecimientos o sucesos muy fuertes, todo se conjuga para hacer un imaginario en el que se sabe que hay cosas inventadas (¿qué poema no es al final un escenario inventado?) que llevan todas al lugar de lo ominoso.
Tendría que haber otra naturaleza: esto que es ahora ahora, la aliteración, la repetición obsesiva del recuerdo como un chasquido de dedos para crear el ritmo de una música a punto de iniciar. Tendría que haber otra naturaleza en nosotros: lo que se inventa para sostenerse, lo que dice para sufrir y efectivamente sufre. Ella dijo que yo estaba y que mi ropa tenía una estampa: lo que le han dicho y lo que elige acomodar en los entrepaños de la memoria. Las tres secciones se abren como un conjunto dialéctico en el que se une lo evidente con lo inentendible, con lo casi absurdo.
Una reseña sobre el día en el que apoyé la cabeza sobre una biblioteca en donde había una vela y mi pelo se prendió fuego, sobre cómo no me di cuenta y sobre cómo lo apagaron, por favor, que no me acuerdo.
No saber qué sueña, qué inventa o qué recuerda, eso también hace el encanto del conjunto que se forma así como algo difuso, indescifrable tras la niebla que separa al yo-presente a ese yo-de-criatura que depende del primero para sobrevivir y, sobre todo, para darse sentido. ¿Cuánto de lo que se construye en los primeros años late en las manos que luego se aferran a los objetos y a otros niños?
Ocupo el tiempo que me sobra inventando historias en donde soy la protagonista, tengo una hija de cinco años, es hermosa, le puse un nombre largo. Mi marido me quiere pero atraviesa una crisis personal muy importante. Soy buenísima y lloro, lloro mucho, sufro. Me hago sufrir hasta que me doy cuenta de que no me sobra tanto tiempo.
Hay mucho de melodrama resuelto con humor. Y con tiempo bien empleado. Cada escena se encuentra como enmarcada en una cajita negra en la que el instante se sostiene como debe, dura lo necesario para devolvernos con preguntas, con un animal lindo pero peligroso y vivo encerrado en el puño.
Al final todo aparece intacto en la memoria porque ésta es cada vez un suceso distinto, un guijarro de carbón encendido más que una llama, la luz del fuego más que el fuego en sí:
Una reseña sobre el fuego ardiendo en la ventana de mi cuarto, sobre el día en el que falté a educación física porque un linyera nos prendió fuego el auto; y sobre mi cara, iluminada por el fuego
Muschietti quiere reseñas de ciertas escenas, y las crea cuando las pide: en el pedir está el hacer. Cuando las enuncia las afirma pero al mismo tiempo las desestabiliza, las vuelve interrogantes, la esquina de un muro para chocar con él, girar un poco y seguir la ruta.
El viaje en auto con todo a punto de romperse no puede dejar de recordarme a eso de Fabián Casas que parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia, a los paseos con los hijos que Laura Wittner también hace poemas. Sólo que acá la perspectiva es distinta, es la de una adulta que un día tuvo cinco o seis años e iba en el asiento trasero, que repite como mantra aquello que le obsesiona, que le duele, que no recuerda pero sabe que la marca.
Algo que se quiebra. Algo entrañable. Algo mío y de todos que igual que un boomerang sale del poema, nos golpea y vuelve a él a quedarse quieto, manso, disfrutable. Algo que lastima y que no se explica pero al mismo tiempo titila, destella, disuelve lo oscuro. Algo como ser esa niña con miedo pero al mismo tiempo no perder la fe en que las cosas sean distintas. Por suerte existe lo indescifrable.
(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)