diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
/  Carlos Battilana

Adriana Kogan
/  Ulises Cremonte

Antonio Carlos Santos
/  Julio Schvartzman

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Matías Moscardi

La dimensión desconocida.
Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, Buenos Aires, Editorial Entropía, 2010.

No sé/ si el amor/ es para/ mantenerlo”.

      Ximena Sariñana Rivera, “Martes”, Ciencia de los inútiles.

 

 

Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010) es la primera novela de Ignacio Molina y empieza así: “Aunque la habitación estaba en penumbras, por la intensidad de la luz que entraba por las rendijas de la persiana supe que era un día soleado”. El enunciado de apertura tiene un poder expansivo, ya que en el mundo de la novela todas las transparencias aparecen opacadas, los objetos que puede atravesar o refractar la mirada (ventanas, vidrieras, pantallas, espejos, parabrisas) están siempre sustraídos de su función visual: “A medida que el ambiente se iba llenando de vapor vi cómo mi imagen desnuda se iba haciendo borrosa en el espejo”; o en la otra punta: “Achiqué los ojos para ver mejor, pero la gente que pasaba por la vereda y las letras pintadas en el vidrio me molestaban”. De este modo, la niebla, el vapor, el exceso de enfoque, los obstáculos, las interferencias atentan contra la posibilidad de completar apenas un indicio visual del mundo, ya que las imágenes que circulan en la novela de Molina están tramadas sobre su propia disfunción, una zona borrosa que va dando lugar al extrañamiento. Esta “dimensión desconocida” en la que se desarrolla la novela –adelantemos– es nada más y nada menos que la vida cotidiana en pareja: Luciano (el narrador) y Cecilia son dos personajes pendulares que fluctúan entre la soledad y la vida conyugal.

Las imágenes han perdido, entonces, su legibilidad, su contingencia. Luciano parece un narrador con los ojos entrecerrados que ha optado, como una persona que está a punto de quedarse ciega, por agudizar el oído: “Cerré los ojos para dejarme guiar por los sonidos”. Pero al comienzo todo es ruido: “Escuchando los gritos y los motores que pasaban detrás de sus palabras, me retiré en la cama para subir el volumen del televisor”. Por eso, a lo largo de la novela, asistimos a un entrenamiento del oído narrativo, que intenta decantar, del trasfondo de distorsiones de la vida cotidiana en pareja, un resto de sonido que sea la constatación de aquel mundo de imágenes mutiladas: “Sólo me convencí de que ninguna moneda era falsa cuando escuché cómo se imprimía el boleto”. El sonido, luego, viene a suplantar la legibilidad perdida del plano visual y, en ese movimiento, traza las únicas huellas de la cartografía cotidiana por donde circula el protagonista, en donde los sonidos son el último ticket de regreso: “un bocinazo lo volvió a la realidad”.

La primera y la última parte de la novela están ordenadas, de manera progresiva, de la A a la Zeta, como si el orden de las letras fuera el índice de una cesación, de un límite, pero también como si en esa serie pudiera leerse una dirección temporal irreversible: la temporalidad del lenguaje, eso que Saussure llamaba la linealidad del significante, pero con una carga metafísica que, si se quiere, daría como saldo el peso irrevocable de las cosas dichas, el carácter sentencioso y definitivo de todo acto verbal. En este orden solapado del relato, confluyen la centralidad del sonido, los ruidos de fondo y las palabras de intercambio en una pareja que –intuimos desde un comienzo– está a punto de separarse.

En la punta del lenguaje que Luciano estira con esfuerzo para tantear los bordes de lo real, encontramos el complemento del sonido: ecos de microescrituras diseminados a lo largo de la novela, como si fueran las migajas del cuento infantil, esparcidas por un bosque oscuro para saber cómo volver a casa: escrituras reencontradas de la escuela secundaria, en el reverso de un mapa de Buenos Aires, una palabra invisible en la ventanilla de un ómnibus, una nota pegada en la heladera, el aviso de búsqueda de un perro extraviado, escrito a mano, y así hasta llegar, incluso, al título de la novela, que el narrador bosqueja como una cavilación frente a la reciente situación de desempleo en la que se encuentra su novia: “Durante una tanda publicitaria, y en los espacios libres de la revista del cable me puse a hacer una lista. Los modos de ganarse la vida, anoté con el capuchón en la boca. Hice un cuadro de doble entrada y alcancé a escribir oficios, empleos, servicios antes de que sonara el teléfono”. Como si esas microescrituras incorporaran una temporalidad intersticial, a contrapelo del lenguaje, de su orden alfabético, cronológico: una temporalidad en definitiva anacrónica, que se mueve como en una máquina del tiempo, teletransportando sentidos en el devenir de los personajes: desde el pasado hacia el presente (Luciano se reencuentra con un mapa de Buenos Aires escrito en el dorso con palabras sueltas que usaba como índice para no quedarse mudo mientras hablaba por teléfono con las chicas que le gustaban en la secundaria; o también recuerda la palabra invisible en una ventanilla de colectivo, como huella de su historia con Marina, que actualmente es la novia de su mejor amigo); pero también desde el presente hacia el futuro, como alteración del rumbo de los personajes (una nota de Cecilia pegada en la heladera, en donde le avisa a Luciano que pasará la noche en otra parte o las escrituras a destiempo que la pareja intercambia por chat).

En esta temporalidad de los sonidos y las microescrituras, se produce el efecto “máquina del tiempo”, el efecto “dimensión desconocida”, que hace que los personajes no puedan comunicarse entre sí, porque parecen vivir en bloques que laten a distinta frecuencia: de ahí que Luciano siempre se encuentre con la sensación de “estar viajando hacia el pasado” y perciba que el barrio donde vive “parecía quedado en el tiempo”, mientras que otras cuadras “parecen vivir en constante renovación”; o que los titulares vertiginosos de las noticias sean “lo único que me daba noción del paso del tiempo”.

El vértice transversal que une estos planos superpuestos es la idea latente que circula en la pareja: la posibilidad, afirmada o negada, de tener un hijo es el tema que recorre fluvialmente la novela con un pulso subterráneo imperceptible pero que de todos modos erosiona los lenguajes en común, reforzando la alienación en la que están enfrascados los personajes, sin posibilidad. Porque un hijo es, finalmente, aquello que divide el mundo de las imágenes del mundo de las palabras. Tener un hijo: “una escena que me costaba concebir: una imagen que sólo podía poner en palabras”.

 

(Actualización mayo-junio 2011/ BazarAmericano)






9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646