diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Adentro de un triángulo, imaginemos, hay una Bestia. El triángulo es escaleno, pero obtusángulo, de modo que las líneas rectas que lo cortan no se separan hacia los tres puntos de intersección con la misma apertura. Podríamos decir que es como si una línea respecto de la otra no se cortara de la misma manera. Y la Bestia, adentro, sin embargo, se empeña en hacer que las tres se encuentren. Por momentos, salta y, en otros, se queda quieta. Domesticada. Y el lenguaje que emplea para comunicarlas, a veces, fluye. Otras, se corta. Como una puntuación intermitente de gritos violentos que se contienen en la línea de la página escrita. Esa figura describiría no solo el trío amoroso de Mi perdición (1968), de Alfred Hayes, sino, sobre todo, la escritura de la relación entre esos tres personajes que parecen haber sido arrojados en un plano mudo del universo para cortarse con engaños el deseo entre sí. En efecto, toda la novela, traducida por Martín Schifino, se sostiene en el encuentro entre un escritor reconocido aunque en retroceso (Asher), un poeta porno joven (Michael) y una muchacha con los mismos gestos de una Marilyn Monroe literaria (Aurora).
La historia de los triángulos amorosos y de la relación con el arte es un tema recurrente en la literatura de lengua inglesa, sobre todo desde la escritura de El retrato de Dorian Gray. Desde entonces, cuando hay un triángulo y un artista, el ambiente de decadencia y el decálogo sobre la vejez y la juventud insisten. Pero si Wilde fue un punto de inflexión que retorna afantasmado en la escritura de Hayes, lo fue en un efecto de mi lectura previa de la novela Sale el espectro (2007), de Phillip Roth, en la que ya había advertido la recuperación, casi en una misma sintonía, de todos los tópicos que están presentes en la novela de Hayes que, a su vez, recuperaba los tópicos de Wilde. Es como en “Kafka y sus precursores”, de Borges, donde el presente o la contemporaneidad de una obra solo en retrospectiva funda la serie de sus precursores.
Y si Phillip Roth apareció con evidencia conectado con esta novela de Hayes es, sobre todo, por ese gran personaje que a mediados de S. XX y a principios de S. XXI coincide en un idéntico diagnóstico: Nueva York. Para los narradores de ambos autores, la ciudad de Nueva York se ha transformado en una ruina habitada por espectros. De modo que, pareciera, Nueva York se convierte en la literatura norteamericana en una sombría ruina en permanente devenir. No es casual que Paul Auster haya poblado de epifanías y apariciones espectrales a los personajes de su Trilogía de Nueva York. Quizá porque, como en Mi perdición, Nueva York es siempre una ciudad en ruina, que revela, antes que un presente, un pasado muerto por un futuro que nunca llega y que siempre está llegando. Y lo que se filtra en esa ciudad inconclusa son los destinos y avatares de una decadencia del sueño americano que deja a sus habitantes asediados por el engaño, el artificio y la desesperación. Incesante.
Por eso, Mi perdición arranca con una huida hacia el Bronx como espacio de la infancia. Una que está orquestada en el ritmo del fraseo, del lenguaje, entrecortado, que la traducción repone, y que toma a bocanadas sus respiraciones porque no puede, aunque dificultosa, dejar de correr. Una lengua violenta y agitada que, cuando controla esa bestialidad, descansa en largos momentos de claridad y de equilibrio. Pero al principio, en plena huida de lo que acaba de presenciar, el narrador advierte, incluso, que no quiere convertirse en un animal, ni aullar como una bestia. Huye. De una historia. De un amor frustrado y de una traición conyugal. Quizá para no matar, o para no convertirse en la Bestia que quiere salir. Desde el lenguaje. Con una sintaxis exasperada. Que no alcanza a saturar la frase por la interrupción –quizá la violencia desesperada– de escape. Y esa huida, como en los mejores personajes anónimos del brasileño João Gilberto Noll, se convierte en el cierre circular del libro: son los otros dos personajes, Michael y Aurora, quienes también huyen después de haber enredado al narrador en una seguidilla de mentiras. La huida, como esa ciudad que no deja de desaparecer, de escapar de un sueño irrealizable, envuelve a todos. Y es como el dinero. Porque lo que ata todos los cabos (las frustraciones del escritor, los engaños del triángulo, el presente pobre y el pasado rico del narrador y de la ciudad) es, siempre, el dinero cuya cualidad central es el intercambio de una mano a otra. Una huida también irrefrenable.
El dinero envuelve a los personajes con su halo fantasmático: su fetichismo artificial, iluso y mentiroso. No solo el escritor finge un éxito que ya ha perdido, sino que su matrimonio ha sido un engaño y luego cae en la red de mentiras perversas e histéricas del dúo compuesto por Michael y Aurora, quienes, además, también se traicionan entre sí. Por eso, Asher sabe que “yo estaba condenado a una ficción de mí mismo” por “Niños: en realidad, eran niños; y hacían juegos terribles”. Unos juegos que consisten en actuaciones –teatrales– macabras, orquestadas, en las que el dinero y el deseo median todo, hasta convertir al narrador en un “juguete porno” de los otros dos. Por eso, esa cualidad artificial del dinero que transforma a todos en actores y a todos en juguetes se corresponde con la mujer de plástico que arman Michael y Aurora como regalo de cumpleaños de la segunda, o con la “Mujer Visible” gigante en la cual entra a jugar Asher en un sueño. Es decir, mujeres juguetes, artificiales, prótesis. Porque la mujer (Aurora misma) deviene un juguete del deseo homoerótico de los dos varones, y queda interactuando con –y a veces desafiando– el poder masculino. La mujer media las relaciones entre los dos hombres, los separa, al tiempo que, histéricamente, los acerca en un juego de tensión sexual.
Tal es así que la novela –casi escribo película, por la imposibilidad de separar esta escritura de los guiones cinematográficos de Hayes–; decía, la novela culmina haciendo foco en un maricón que pasea dos perros. ¿Por qué el narrador y Hayes fijaron la escritura en ese personaje para cerrar el relato? Justamente, otra vez un triángulo: un maricón con dos bestias a las que arrastra. Un personaje que funciona como prótesis y maquillaje femenino, al ser puro artificio lleno de joyas, y de cuyas bestias desconocemos el sexo. Y que está ahí, cruzando la calle, para confirmar que lo que unía al triángulo-trío era algo que ponía en cuestión el orden heteronormativo que el narrador ve desestabilizado por esta figura que irrumpe del otro lado de la ventana y a la que califica homofóbicamente. Pero –histeria en el medio, de nuevo– para ello necesitaba una ficción, un engaño que entre todos tejen y destejen y se lo pasan. Como el dinero o las joyas del paseador de perros. Eso es la novela de Hayes: una maquinita de circular mentiras y artificios que hacen caer al narrador –y al lector– en la decadencia inquietante de la vida –y la escritura– norteamericana.
(Actualización marzo – abril 2014/ BazarAmericano)