diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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María Martoccia está de regreso con sus voces, sus pueblos, sus señoras, sus rutas accidentadas, sus perros, sus sierras, sus velorios y sus niños. En Campo Santo, su más reciente libro, publicado por Beatriz Viterbo, nos entrega más de veinte relatos donde el chisme y la muerte funcionan como siameses. Es la muerte la que habilita el chisme o es el chisme el que permite que un nombre sobreviva a la muerte. Y a cada muerte, le siguen sus exequias, sean estas bajo la forma de un rumor solapado, de una anécdota o de una emulación. Porque si bien, los muertos hablan, más lo hacen los vivos. Y justamente el libro comienza con “Las Promesas” un relato que gira en torno a los lugares donde sus protagonistas preferirían no morir. Lo consiguen aunque quizás no de la manera que suponían. O sí, porque si hay algo que no encontraremos en estas páginas son certezas, ni verdades con mayúsculas. Lo esmerilado, esa premisa fundante de “Un caballero” donde un viudo logra sortear la muerte dudosa de su mujer para volver a nacer en el esplendor de una vida reinventada. Todo esto sazonado con las habladurías de pueblo, como las que aparecen en “Parapente”. Esta vez un muerto irrumpe en el paisaje del pueblo, pero no modifica su ecosistema, cada uno de aquellos que se acercan, leen lo que quieren leer y lo hacen siempre respondiendo a su lógica. El otro como excusa para hablar de lo mismo. En “Los amigos” también hay un muerto, y un secreto resguardado, porque las cartas ya están echadas y la partida se cerró con el golpe de la tapa de la tumba, porque se sabe, el silencio es salud. Al muerto de “Enemigas” le preparan un velorio en una comisaría, excusa para que dos enemigas íntimas se lancen sus dardos. Como bien se dice en “La sirena” los hombres tienen una maldad concreta y las mujeres maldad de palabras. En “Rabia heredada” la rabia o enojo obra como una juguetona maldición gitana y en “El biombo” se usa como excusa la vieja lógica proustiana, pero esta vez, el recuerdo tiene una encarnación desviada, de segundo orden. Ni la señora de la casa, ni Mónica, la mujer que la cuida, que la cuidaba, fueron testigos de las desventuras del biombo, pero ambas, a su manera, se apropian de la anécdota. Y es que, lo que prevalece son las interpretaciones y no los hechos, como en “Primera princesa” y su monólogo telefónico, donde no solo está anulada la voz al otro lado del teléfono, sino también toda chance de diálogo que modifique su percepción de las cosas. Hay una persistencia unívoca en la mayoría de los personajes, una cierta tozudez. Y sin embargo, en el final de “Esmeralda”, alguien dice “El amor es cambiar para el otro”. Aunque estos cambios por momentos se traducen en resignaciones, en perder lo propio, como en esa mujer de “El ascensor”, una suicida latente, cuya concreción de la fatalidad se ve demorada por un encuentro casual con una niña. Hay otro suicidio, el del hombre que llega a un hotel en “Personaje de novela”. Dice contar con una promesa bajo el brazo. Acá Martoccia nos ofrece una novela envuelta en una cápsula de relato que concluye con el protagonista ahorcado “como hacen en las sierras con los perros que matan cabras”. La muerte equipara, como en “El sol y la luna” ya que al fallecimiento reciente de un anciano, se le antepone una muerte pasada, la de una niña picada por un escorpión y una luna que ilumina hasta lo que no se conoce porque se sabe, hay una fuerza natural, a la cual el hombre le resulta indiferente. Son esas fatalidades que exceden a todo atisbo de albedrío, como en los accidentes de ruta, un tópico recurrente en Martoccia, que esta vez encuentran su lugar en “Hijo paraguayo” y en “Al revés”. En ambos casos, más allá del infortunio, lo verdaderamente importante son las cosas que acontecen después, sus trámites y sus tramitaciones. El problema no es la muerte, sino lo que ocurre con los que siguen vivos eso que en “Niño japonés” se muestra con un pulso falsamente gore, mucho humor y algo de la crueldad del manga.
Uno de los relatos más bellos es “La sole”, donde la muerte de una perra vieja funciona como una buena excusa para contar del día que cruzó la tranquera y vivió en una sola jornada las aventuras de toda una vida. Es que la potencia de Martoccia apuesta a no limitarse a la simplicidad de una anécdota, sino en responder a otra lógica, la de la tonalidad de las palabras, no en función de la arquitectura de un cuento, sino como la manifestación de un latido vital. Algo de lo que recomendaba Marcelo Cohen en “Lo que un buen cuento ofrece”:
La médula de los cuentos que siempre quise emular, me parece, es una imagen en la cual tienden a confluir varios contenidos mentales, o entran en relación percepciones diversas. Si el cuento consigue reunirlas, el efecto en el lector es el de un despertar a la experiencia, algo que en el mundo siempre está a punto de perderse.
Si la experiencia se escurre entre los dedos, Martoccia la trae bajo aquella textura que en los canales de noticias se anunciaba como “material sin editar”. Pero detrás de estos narradores de “baja intensidad”, sabemos que en Campo Santo hay un lúcido ejercicio de escritura. A contramano del lugar común el estilo de María Martoccia encuentra su rasgo distintivo en el contagio. Narradora porosa, deja que su voz se pueble de otras voces, aunque no con el propósito embaucador de un ventrílocuo, sino con la generosidad de una propaladora. Un volver a Puig o más bien a su impulso amoroso. El cariño por los personajes se cimienta en escucharlos, en dejarlos hablar, en darles la palabra. La originalidad de Martoccia consiste en ser, no siendo o siendo a pesar de su ser. Esa paradoja es la que justamente la posiciona como una de las escritoras con mayor autoridad política y estética de la actualidad.
(Actualización julio- agosto 2024/ BazarAmericano)