diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Jorge Fondebrider (Buenos Aires, 1956) es autor de los libros de poesía Elegías (1983), Imperio de la luna (1987), Standards (1993) y Los últimos tres años (inédito). Como ensayista y antólogo publicó La Buenos Aires ajena. Testimonios de extranjeros de 1536 hasta hoy (2001), Versiones de la Patagonia (2003) y Licantropía. Historias de hombres lobo en Occidente (2004). Junto con Pablo Chacón escribió el ensayo La paja en el ojo ajeno. El periodismo cultural en Argentina 1983-1998 (1998). También publicó el libro de entrevistas Conversaciones con la poesía argentina (1995) y una antología que seleccionó y tradujo, Poesía francesa contemporánea 1940-1997 (1997). Junto con Gerardo Gambolini publicó la antología bilingüe Poesía irlandesa contemporánea (1999) y, en sendos volúmenes, el ciclo del Ulster (2000), una antología de baladas angloescocesas (2000) y otra de cuentos folklóricos irlandeses (2000).
Clickee aquí para leer un poema de Edmond Jabes traducido por Jorge Fondebrider, acompañado del original francés.
–¿Podrías señalar un episodio de iniciación en tu trabajo como traductor?
–No me gusta pensar las cosas en esos términos porque la mitología alrededor de la literatura (circunstancias iniciáticas, relaciones entre escritores, importancia de los editores, fobias, rutinas, etcétera) me aburre. Puedo decir, sí, que lo primero que traduje fueron letras de canciones para saber qué era lo que decían, condicionando de esa forma la futura audición porque, de hecho, en muchos casos, al descubrir que lo que decía la letra no era interesante, la canción dejaba de interesarme. De ese modo terminé con buena parte del rock de mi tiempo y con no pocas arias operísticas. De a poco, las letras de las canciones cedieron su espacio a los poemas y estos, a otro tipo de textos en prosa. Más allá de que haya habido épocas de mi vida en que esa práctica estuviese ligada a mi sustento material, puedo decir que conservo intacta la curiosidad por querer saber qué se dice y cómo en un texto que se me propone para traducir o con el que sencillamente me encuentro.
–¿Cómo incide la traducción de poesía en tu propia obra poética? ¿Traducís también a los fines de tu escritura de poesía? ¿Señalarías alguna traducción que haya sido particularmente importante en tu formación como poeta?
-Supongo que pensar en términos pedagógicos es algo estructural en mí. Con esto quiero decir que no sólo traduzco lo que me gusta, sino también lo que, sin gustarme, entiendo que debe ser traducido. Doy un ejemplo: no me interesa la poesía que se basa en malabarismos verbales, pero, como en el caso de muchos de los poetas que integran mi antología de la poesía francesa actual, he traducido esa especie con el objeto de dar cuenta de un fenómeno que, más allá de mi propio gusto, tiene peso en el marco de una lengua determinada y, por lo tanto, debe ser conocido.
Ahora bien, desarmar un objeto para volver a armarlo revela sus mecanismos y traducir tiene mucho de eso: de tratar de comprender cómo funciona un texto en una lengua, tratando de que también pueda funcionar en otra. Y aquí, pedagogía o no, evalúo cuánto de lo que descubro en un texto ajeno puede servir para mis propios poemas. Debo decir que haber traducido poesía irlandesa me fue de mucha utilidad porque allí encontré no pocas soluciones para problemas que me planteaba, a saber: establecer una suerte de mínima ficción que sirva de apoyo estructural, hablar de cosas concretas que remitan a lugares concretos y a un momento específico, no perder de vista la propia circunstancia, poner en juego la subjetividad sin tratar de ocultarla.
–¿Cómo se concilia traducir por gusto y por otra parte traducir por encargo?
–Traduzco por encargo cuando detrás de la traducción hay una relación de naturaleza profesional que implica un contrato y, por supuesto, un pago. El pago en la Argentina se fue haciendo francamente miserable porque en la cadena de producción, a pesar de que los editores se llenen la boca, el traductor casi no importa, aun cuando su nombre conste en la cubierta. Por lo tanto, traduzco más bien para España. A veces tengo suerte y me envían textos más o menos buenos, pero la mayor parte de las veces no es así porque esos quedan reservados para españoles. Como lo que yo quiero es el dinero con el que pueda mantener a mi familia, no me queda otra alternativa que padecer por un tiempo algún libro mal elegido y peor escrito hasta recibir mi cheque. Y aunque soy respetuoso de los textos sean estos los que fueren, no siempre los textos me respetan a mí como yo los respeto a ellos.
Dicho esto, todos los proyectos que verdaderamente me importaron los hice por hacerlos o, volviendo a la pedagogía, porque pensé que había que hacerlos. Nadie me lo pidió, pero, de tanto escuchar burradas del tipo “Yves Bonnefoy es el último gran poeta francés” yo sentí que era necesario traducir un cuerpo considerable de poesía francesa para demostrar que la poesía de ese país, buena o mala, no se había interrumpido; que lo que, en última instancia, pasaba era que, a consecuencia de una serie de hechos completamente externos a la literatura, carecíamos de la información adecuada. Otro tanto me pareció que ocurría con la poesía irlandesa –de la cual, hasta la antología que hicimos Gerardo Gambolini y yo no existía ningún volumen–, o con la mejor obra de teatro de Bernard-Marie Koltès, o con las antologías de Henri Deluy, Yves Di Manno y, en un futuro muy cercano, de Paul-Louis Rossi y de Marie Etienne, entre muchos otros autores que me interesaron. Con el trabajo más o menos bosquejado, en cada oportunidad busqué una editorial, ayudé a conseguir el dinero bajo la forma de subsidios y doné mis hipotéticos honorarios que, por otro lado, resultarían muy difíciles de evaluar. Mi antología francesa, por ejemplo, me tomó siete años de trabajo. La irlandesa, unos cinco. En el medio hay viajes, cientos de libros consultados, cartas, e-mails, etc. Es una desmesura que a priori no podría justificar. ¿Quién me pagaría todo eso? ¿Una editorial argentina? Las cosas no funcionan así en los países periféricos. ¿Una española? Tampoco en España, aunque supone integrar el primer mundo.
–En tu libro Standards presentás poemas al modo de las ejecuciones de jazz. ¿No hay ahí como una traducción doble, en el sentido de incorporar procedimientos de otra lengua y a la vez de otro género artístico?
–Gracias por verlo de esa manera. En realidad, aunque quisiera pensarlo así, no tengo otro remedio que admitir que terminó pesando más la recreación del ánimo que me despertaban ciertas interpretaciones precisas que se sumaban al título de tal o cual standard. Algo así como lo que Keith Jarrett hizo en uno de sus discos de standards, donde justamente especificaba según qué versión él realizaba la suya propia. Confieso que allí, más que una traducción hay un cierto estado al que yo llamaría propicio, y que en oportunidades puede depender de la música (jazz u otra: con las composiciones de Vaughn Williams o Britten me pasa seguido, pero también con el folklore inglés en general), de la visión de un cuadro (Andrew Wyeth, por ejemplo, o Rothko), de las escenas de una película (me ocurrió con Bergman, con Fellini y también con John Huston y David Lean) o de un paisaje determinado (en lo posible, otoñal). Esas son las cosas que me gustaría poder traducir.
–En la interpretación de standards “es donde mejor se revela la calidad de invención de un músico de jazz”. La palabra standard también designa la lengua neutra, el castellano impuesto por las grandes editoriales. ¿Cuál es tu posición respecto de esa lengua neutra?
–No pienso que las grandes editoriales estén tratando de imponer una lengua standard, que es la que desde siempre uno lee en una traducción mexicana del Fondo de Cultura Económica, en una venezolana de Monte Avila o en una argentina de la Emecé histórica. Creo que lo que en todo caso se está tratando de imponer es un criterio más bien imperial de las tantas versiones del castellano de España que, para colmo, no es uniforme, y eso es mucho peor. Lo que en el mejor de los casos están tratando de imponer las grandes editoriales es a escritores standards; vale decir, a aquellos que se ocupen de temas poco localizados en una realidad determinada, sin que en su expresión prevalezcan marcas estilísticas demasiado netas, creyendo que, por la vastedad y simpleza de lo que cuentan, van a alcanzar un mayor número de lectores.
–¿Cuáles serían los problemas específicos de la traducción de poesía?
–Supongo que cada traducción tiene sus propios problemas específicos, por lo que no sé si vale la pena hablar en abstracto. Me imagino que quien traduce debe conocer muy bien la lengua del original y mucho más que muy bien la propia lengua.
–¿Cómo te preparás para hacer una traducción? ¿Lo hacés en forma metódica, tenés algún rito propiciatorio?
–Como señalé más arriba, la literatura no entra dentro del espectro de mis supersticiones. Es una actividad que, en sí misma, me resulta muy placentera siempre. Si no, no escribiría y mucho menos traduciría. Así que nada de ritos propiciatorios. Eso sí, me aseguro tener algunas horas por delante y los diccionarios a mano.
–A propósito de una traducción concreta, ¿leés textos ajenos al que te proponés traducir?
–Sólo cuando es necesario que sepa algo más (referencias culturales o lingüísticas) que no esté necesariamente explicitado en el texto que voy a traducir.
–¿Se puede llegar a una versión definitiva en la traducción de un poema?
–Lo único definitivo es morirse. Cada quien llegará a “su” traducción definitiva, lo cual no obsta para que venga otro y demuestre que se puede mejorar, que hay más. Siempre ocurre de una a otra época, pero también sucede en el contexto de unos pocos años o, para ser directos, de una a otra orilla del Atlántico.
–La traducción mantiene el nombre del autor, pero añade, a veces en pie tanto o más destacado, el del traductor. ¿Pensás que traducir es apropiarse de un texto ajeno?
–Sí, pero no lo digo demasiado fuerte. Me explico: la práctica artística va acompañada, en cierto modo, de implicancias terapéuticas. Cuando el acento se pone en lo terapéutico, lo artístico tiende a desaparecer. Diría otro tanto de la idea de lo ajeno y lo propio. Si uno insiste demasiado en la apropiación, el original tiende a desaparecer, pero en verdad está ahí, denunciando la operación. El Whitman de Borges o el de León Felipe son menos Whitman que Borges o León Felipe haciendo de Whitman. Vale decir, son otra cosa que toman a Whitman como excusa. A mí, eso no me convence.
–¿Se le presenta al traductor de poesía la tentación de inventar, es decir, de hacer decir algo que el texto, fuera de duda, no dice? Inventar, ¿no sería continuar un impulso que está en la base misma de la traducción?
–Para eso están los propios poemas. Muchos de mis mejores versos (si los hubiera) se deben a haber leído mal versos ajenos. Al descubrir el error, con toda impunidad, me apropié del resultado. Traducir mal también lleva a eso.
–Has traducido a autores que escriben fuera de los géneros convencionales: el caso de Jabès, de Ponge, de Perec (en este caso destacando que sólo había sido traducido “al castellano de Madrid”). ¿Qué aspecto destacarías de ese trabajo?
–Son tres autores muy diferentes. Jabès está en el borde de lo que tolero, pero lo puedo decir sólo después de haberlo traducido. Ponge, en cambio, me planteó todo tipo de desafíos porque exige ponerse en una frecuencia de onda que le es propia: usar un determinado diccionario, investigar las etimologías, ceñirse a sus caprichos como si estos fueran ciencia. Perec, en cambio, es un escritor con el que la paso muy bien. Me gustan sobre todo sus textos más laterales, aquellos que apelan a lo autobiográfico y al deseo de nombrar por el nombre mismo. Nunca pensé, en el caso de los tres autores mencionados, a qué género respondían sus textos. Me alcanzó saber que los tres lo hacían en francés. Borges mediante, carezco también de la superstición del género (aunque, en general, no leo novelas).
–En la introducción al dossier de poesía de Irlanda, que apareció en el Diario de Poesía, Gerardo Gambolini dice que el traductor conserva a menudo la impresión de que algo no se ha logrado. ¿Compartís esa impresión?
–Por regla, me gusta pensar que el original siempre es más que el texto traducido, aunque admito que, a veces, uno tiene sorpresas. “Otra vuelta de tuerca” resulta más redondo que “The turn of the screw”: José Bianco entendió tan bien a Henry James que terminó por mejorar su idea. Pero eso ocurre con cuentagotas. Bianco nunca dijo que su título es mejor que el de James. Yo jamás diría que ningún poema que yo haya traducido es mejor que el original.
Sí, conservo la impresión de que mis traducciones no están logradas. Pero lo mismo me pasa con mis poemas y con tantas otras cosas, así que termino por sacarme el asunto de la cabeza y seguir para adelante.
–¿Cómo interviene la tradición en la traducción? ¿Es la tradición de las traducciones anteriores? ¿O la tradición literaria de las lenguas entre las que opera la traducción?
–Nunca me lo plantée. Sé que mi castellano proviene de lo que leí en castellano y en el castellano de las traducciones, que no son la misma cosa. Y sé que algo de las lenguas extranjeras se termina filtrando en la propia, incluso a sabiendas.
–Traducir a poetas que a su vez son traductores, ¿facilita tu trabajo?
–Sólo cuando les puedo consultar directamente.
–Traducir, de modo sistemático, a poetas franceses e irlandeses, como es tu caso, debe ser como moverse entre dos mundos diferentes. ¿Cuáles serían los nexos entre ambos?
–Me gustaría pensar que el nexo entre esos dos mundos tan diferentes soy yo. Pero la sistematicidad aludida depende muchas veces del azar. Un libro trae a otro y, de repente, uno está instalado en un lugar que no se piensa como tal, aunque los demás así lo vean. También traduje a poetas ingleses, a estadounidenses y a brasileños, pero con un perfil más bajo, publicándolos en revistas. Es curioso que no se haya percibido.
–Quería decir que, en el caso de los franceses y los irlandeses, hiciste abordajes de conjunto de una literatura, en un período determinado.
–Porque me pareció necesario. En el primer caso –y ya lo adelanté más arriba– porque durante muchos años no se tradujo prácticamente nada, lo cual había llevado a equívocos importantes. Uno de ellos: muchos lectores creían que el surrealismo seguía siendo el movimiento más importante de la poesía francesa cuando, de hecho, estaba debidamente enterrado. Me ocupé entonces de investigar qué había pasado desde ese momento hasta la actualidad, revisando entretanto la obra de algunos precursores, relegados por no haber sido parte del surrealismo.
En el caso de los irlandeses, tuve indicios previos de que había ahí un gran número de escritores de primer nivel, indebidamente ocultos detrás de la poesía inglesa. Haciendo el trabajo de espigarlos aparecieron otros y, con ellos, una de las poesías más deslumbrantes de Occidente.
Si se exceptúa el odio histórico contra los ingleses, nada vincula a los franceses con los irlandeses, dos pueblos cuyo pensamiento y tradición se ubican en las antípodas. El nexo, entonces, es trivial: mi propio interés por unos y otros.