diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1.
Una elegía para un artista estadounidense, nacido en 1903 y fallecido en 1972; un artista que vivió toda su vida, como dice Negroni, en su casa de la avenida Utopia, en Queens, y que recolectaba en la calle objetos viejos, basura urbana con la que luego construía sus obras, sus cajas e incluso, a veces, sus películas; un artista relacionado con las vanguardias del 20 (aunque Negroni lo pone bajo una doble negación, ni realista ni surrealista). Pero ¿se trata de una elegía para Cornell o de la elegía de Cornell? La definición de elegía abre el libro de Negroni como recorte de un diccionario en inglés (ahí, ya en el inicio, el collage); abre, entonces, con la indicación de un tono, reflexivo, se dice, pensativo, tramado por la melancolía o la nostalgia. Vuelvo a preguntarme, ¿se trata de la melancolía ante una pérdida a modo de homenaje a Cornell, o del arte de Cornell como un modo de la nostalgia? La falta de preposición entre el sustantivo y el nombre propio pareciera inclinar la balanza hacia este segundo sentido: un libro que recupera la melancolía del arte de Cornell y, además, la hace suya. Pero no se trata de cualquier elegía porque tanto en las obras de Cornell como en la poesía de María Negroni lo desaparecido, lo que está a punto de perderse, retorna y se transforma. La operatoria del ready made tiene sentido en este movimiento pero también la del objet trouvé, la del objeto encontrado que se distingue, que es puro resplandor, que asombra y embelesa. Así, en uno de los textos poéticos de este libro, se insiste en la fascinación de Cornell por los juguetes ópticos “donde lo trascendental y lo inmutable se le aparecían en medio del lugar común, lo que normalmente no vemos porque es trivial o meramente ordinario” (“Talleres del provenir”); así también funciona el collage, partiendo de lo cotidiano porque al “otorgar a los productos del azar el rango de objetos artísticos, logra abolir la separación entre arte y vida. También logra que la imaginación haga su juego, que se incentiven las grietas del mundo, descalabrando, una vez más, la razón a favor del deseo.” (“Now voyager, thou forth to skeed and find”).
Entonces la elegía parece ser el tono sin grandilocuencias y, sin dudas, sin excesos melodramáticos, que permite entrar al mundo Cornell, un mundo melancólico por cómo se abre allí el pasado, o mejor dicho por cómo el presente se abre a una temporalidad distinta, en la que todo está suspendido, en la que todo está por perderse, como en una de las películas de Cornell en la que los niños juegan a atrapar manzanas con la boca, en un fuentón con agua: “Joseph Cornell trabaja ahí, en ese límite, cuando la manzana se le escapa de la boca al chico para que pueda seguir jugando. Toda la vida el mismo movimiento: atrapar, perder, atrapar, perder. El niño: cazador solitario. Su corazón lo elude y en esa ausencia, se confabula el destino, se ilumina lo inmenso” “(Cotillion, 1940)”. En esa grieta, en ese instante, está el poema. Un poema que es siempre elegía en tanto posesión y desposesión permanente.
2.
¿Y de qué está hecho este mundo? En Pequeño mundo ilustrado, el libro anterior de María Negroni, ese excéntrico diccionario o enciclopedia, hay una entrada “Cornell, Joseph”. En un ejercicio de compresión, Negroni elige distinguir sus películas y sus cajas. En ambas se destaca el gesto artístico, el trabajo con “fragmentos de películas clase B o footage encontrado al azar” con el que Cornell arma, entre otras, Children`s Party, Cotillion y Midnight Party, tres piezas de su Chidren`s Trilogy, en la década del 30; o la disposición de basura urbana y artificialia, de objetos y figuras dentro de cajas, soportes de extrañas constelaciones a las que Negroni define como “relicarios laicos o juguetes para adultos, como hoteles líricos o ‘cementerios hermosos’ donde quedarse a vivir”. Tal vez es momento de decir que esta definición de las cajas Cornell, aunadas a los gabinetes de curiosidades, a ciertos mapas, a las ferias o los circos, a los panoramas por un índice caprichoso que escandaliza el orden en Pequeño mundo ilustrado, es la definición de Negroni del arte, o de la literatura, incluso del poema. Está dicho en Elegía Joseph Cornell: “Déjame tolerar la incertidumbre, convivir con mis cajas de madera y de vidrio, que son trampas para asir las cosas (como los poemas)”. Y de hecho, uno podría pensar en un corte en la poesía de Negroni desde esta idea: algo, por no decir mucho, de caja que resguarda lo dispar y lo convierte en elemento sagrado pero laico, como las iluminaciones profanas de las que habla Benjamin. La infancia no como tópico poético sino como estado (la niña de La jaula bajo el trapo -1991- no es la misma niña de Elegía Joseph Cornell) poético; en ese círculo (como en una cajita, como en una pista de circo o en un gabinete) la apertura del poema que crea un mundo que, como leemos en “Wonderlust”, tiene efectivamente la forma de un relicario:
El azar objetivo, en Cornell, no alcanza,
Es preciso encapsular el secreto, rodearlo de silencio, cristalizarlo
En un relicario.
Es preciso también que el relámpago –el coup de foudre barroco y surrealista- invente su mansión privada, íntima donde el objeto
Hallado reverbere en su propia red de constelaciones.
En la caja se comparte la pasión del sueño.
También se ponen en marcha las codicias de un mago, su credo
Que dice:
El más alto teatro del mundo, soy yo.
También hay que decir que ese mundo está tramado por tradiciones ausentes en los primeros libros de Negroni, como De tanto desolar (1985) o per/canta (1989). Me refiero al Romanticismo, el gótico, a ciertas corrientes artísticas la de fines del siglo XIX y principios del XX, como el fantástico, el non sense o las vanguardias. En este sentido, también, las cajas Cornell encierran esas tradiciones, o partes de ellas como “dioramas ensoñados donde mezclaba sus hallazgos con los ecos de su lectura. No exagero si digo que John Donne, Baudelaire, Dickinson, Nerval, Apollinaire, Rimbaud, Mallarmé y Proust son tan importantes en sus cajas como las bagatelas que traía de la calle” (“Apuntes para una biografía mínima. III”).
3.
Sobre las cajas Cornell se lee también en el libro que se asemejan al Museo Romántico y que van “más allá del altar privado, inaugurando un ciclo laberíntico que deja vagar lo imaginario, en su versión más serial”. Negroni no se rinde ante un altar personal sino ante los modos de una imaginación de época: “De Cornell me atraía, sobre todo, su imaginación enraizada en el siglo XIX: su pasión por las divas y las ballerinas; por Novalis y Rimbaud; Berlioz y Emily Dickinson; por el junk urbano y los artificialia; los mapas y los sueños, las pompas de jabón y los juguetes, los hoteles y lo profusamente literal. Pero, sin duda, lo que más me sedujo entonces –acaso porque yo misma no cesaba de explorarla– fue su relación con la ciudad, a la que su avidez concebía como gabinete fantástico, como sitio privilegiado donde se puede, al abrigo del anonimato, ejercer la observación y el saqueo o, lo que es igual, abrirse a infinitas representaciones del mundo y, sobre todo, de uno mismo.” Una serie que hace pie en lo serial, porque de la imaginación importan no sólo los objetos que recupera sino el modo de disponerlos. Ahí es donde podría decirse que Negroni escribe un tono melancólico pero la melancolía está lejos de ser un lamento, una simple queja. Se trata de una melancolía activa, sometida al movimiento de la imaginación que parece coincidir con el armado de constelaciones y con el montaje. En este sentido, el artista mira a través de filtros (todas sus lecturas) y manipula lo que ve armando nuevos conjuntos. Por eso en “Por un cine menor” aparece el relato de las infinitas veces que Cornell cortó los fotogramas de un film clase B y los reensambló para ver, junto a su hermano paraplégico, una nueva película cada vez. Un relato del que “Nunca sabremos si es verdad”, porque la narración no importa, sino la puesta en acto de lo imaginario.
4.
En Elegía Joseph Cornell hay una serie de poemas que parten de aquello que quedó del montaje. Toman un fotograma de su película Children`s Party, el de la niña desnuda sobre un caballo, con el pelo cubriéndole el cuerpo, una pequeña Lady Godiva. Desde allí, desde ese fotograma, desde ese resto, Negroni construye de nuevo y así surge una figura que puede asociarse a la de la escritora o pensarse en el hilo de la biografía artística. Porque la niña vive en un castillo y parece salida (también) de los cuentos fantásticos como la Bella Durmiente, pero con características de gótico. La escena encantada está siempre al filo del desencanto, la inocencia pegada a la sensualidad infantil y, en parte, a la perversión. El que le abrirá la puerta en uno de los textos es, de hecho, un conejo, que parece haberse escapado del Alicia de Lewis Carroll.
La niña de Children`s Party tiene ahora una voz ensoñada pero también reflexiva (otro de los sentidos de la elegía); habla, y por esa voz pasan las obsesiones artísticas de María Negroni, aquellas que ya estaban en Pequeño mundo ilustrado, pero antes en Museo negro (1999), en El testigo lúcido (2003), su ensayo sobre Alejandra Pizarnik y en Galerías fantásticas (2009).
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)