diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Por momentos, La obsesión del espacio, como dice el título del libro, procura fijarse en la oralidad de ciertos refranes, descomponiendo frases hechas que se leen literalmente, o apelando a palabras que recuerdan un tono de la gauchesca; no a partir de su idioma artificial, artificioso, ni tampoco por el personaje felizmente inexistente llamado “gaucho”, sino en el acto de tomar la palabra, en un gesto que expresaría: “acá me pongo a escribir, acá estoy escuchando, acá interrumpo el silencio...”. Pero en el poema central la representación del lugar no contiene ningún color local, para usar una denominación en desuso aunque todavía significativa. La escritura trae una y otra vez imágenes, recuerdos o construcciones de la Salina, o meramente su nombre repetido, como una serie de interrupciones de los sucesos casuales que rodean a quien está escribiendo: mudan un piano en un piso doce, un sastre tiene su metro colgando del cuello, el salero sobre la mesa. A su vez, estas interrupciones o distracciones no impiden el retorno de la imagen de la Salina Grande, más bien intensifican su carácter inexplicable: “Pero yo no me explico/ y hasta ahora nadie ha podido explicarme/ por qué me sorprendo pensando/ en la Gran Salina.” Y por otro lado, la imagen de la inmensa superficie de sal, ya calcinada por el sol, ya mojada por una lluvia nocturna, ya vista desde un avión de día o atravesada en un tren de noche, interrumpe también la percepción inmediata del yo y lo desvía hacia breves relatos que en principio parecen tan aleatorios y casuales como los objetos y las personas que se cruzan en la ciudad. Algunos de esos relatos digresivos son: una azafata que se cayó de un avión al abrirse accidentalmente la puerta, sobre Santa Fe; los últimos días del músico Ravel, “con un tumor en la cabeza que ya no lo deja componer”; el hundimiento del barco alemán Graf Spee en el Río de la Plata durante la Segunda Guerra. La azafata desgraciada se asocia con la idea de la vista aérea de la salina. El poeta, digámosle así, recuerda haber escuchado por radio un concierto de Ravel mientras pasaba por la salina. ¿Y el barco hundido? Se hundió en Punta del Este, donde el Río de la Plata se habrá convencido de ser salado, como el río cerca de la salina. Leemos: “No puedo dormir cuando viajando de noche/ sé que tengo a mi derecha/ el río Salado./ Pero aun así sigo escapando del gran misterio…/ del misterio de la sal inagotable de la Gran Salina.” ¿Entonces el lugar, en este caso un lugar preciso, geográfico, el paisaje más vacío posible, menos decorativo posible, es un misterio? Para ahorrarnos esta pregunta fácil e irresoluble al mismo tiempo, al principio del poema se nos explica el problema de la inexplicabilidad de una obsesión: “La palabra misterio ya no explica nada./ (El misterio es nada y la nada no se explica por sí misma.)/ Habría que reemplazar la palabra misterio/ (al menos por hoy, al menos por este ‘poema’)/ por lo que yo siento cuando pienso en los trenes de carga/ que pasan de noche por la Gran Salina.” Y este pensamiento puede vaciarse, volverse tan blanco que se identifica con las sensaciones: lo que se ve, lo que se escucha, las imágenes recordadas; pero también y sobre todo el temblor, la trepidación del tren sin pasajeros que estremece la blancura desierta. No es nada, no significa nada, pero ese temblor imaginado hace trepidar el plato en la mesa frente al poeta, hace dudar al que escribe, y le imprime su ritmo a las palabras y a la repetición de lo mismo. A tal punto que en un irónico momento el yo planea ponerle pimienta en vez de sal a su comida, para aplacar un poco el pánico de lo inexplicable que se resumiría en la pregunta: ¿por qué pensar en ese lugar y no en otro? Y que revelaría el verdadero interrogante de toda obsesión: ¿por qué haber nacido en un lugar, por qué ser el que se es?
Después de una triple línea de puntos, que señala la interrupción “real” del flujo de digresiones o interrupciones asociadas que representarían la escritura del poema, éste concluye con una recapitulación o comentario. Leemos: “Este poema (llamémoslo así),/ partido en dos por el almuerzo/ y reanudado después”. Este corolario a lo ya escrito desemboca en una explícita ironía sobre el lugar de origen y sus posibilidades clasificatorias. Porque el verdadero lugar estaría más bien en la obsesión y en la negación de la obsesión, que es la forma más aguda de su retorno, antes que en la arbitrariedad nominal de la geografía. Y al menos en ese supuesto “poema”, en lo escrito partido por un almuerzo cualquiera en la ciudad, mientras se interrumpe por un momento la obsesión lejana pero que trepida, que hace temblar el idioma del que escribe, el lugar es un desierto, un espacio vacío, blanco, nunca habitado, que la técnica atraviesa o sobrevuela con sus aparatos sin dejar huellas. Zelarayán termina así: “Tímidamente, entre cinco porteños y un chileno izquierdista,/ metí una frase de Lautréamont/ que como buen franchute es uruguayo/ y si es uruguayo es entrerriano./ Una frase (salada) para terminar (o interrumpir) este poema:/ ‘Toda el agua del mar no bastaría para lavar una mancha de sangre intelectual.’” No sería difícil leer alegóricamente esta última sentencia y diríamos entonces que la llamada actividad intelectual, la discusión político-intelectual que insiste sobre todo y que interrumpe la obsesión, tiene algo del crimen y de la podredumbre necesarios para detentar cualquier clase de poder, incluyendo la simple capacidad de armar frases que registren la obsesión. Pero quizás fuera más acertado leer la frase sobre el pecado del pensamiento, que el mar no puede lavar, en contraste con los gentilicios enumerados antes. Las denominaciones de porteño, chileno, uruguayo, francés, entrerriano, no remiten a ningún lugar. El espacio es un intervalo entre las palabras, y el lugar construido en el espacio obsesivo del poema mancilla todo lugar supuestamente natal con el goteo obsesivo de esa construcción. El poema, llamémoslo así, termina hablando, y ya no escribiendo, porque ha vuelto a la prosa de los gentilicios y ha dejado de abrirse en su fuga ilimitada por la Gran Salina, pero queda lo escrito, como un espacio más real que el azaroso de una ciudad donde sin embargo es posible interrumpirlo todo y ponerse a escribir como un obseso.
Más que bien leída, una obra que consta de un par de libros poco reeditados ha tenido una incidencia capital en la poesía del presente. Me parece que de todos modos los poetas de los 90, en lo que a mí respecta (empecé a publicar en los 90 aunque nunca estuve en grupos “de los 90”), recibieron el mensaje de esa obra, de su importancia, de los poetas de los 70 y 80 (la crítica batalladora de Literal y Sitio, los elogios del entusiasta Fogwill, etc.). Y supongo que con las ediciones recientes al fin la obra podrá ser leída más que adivinada, sobre todo por nuevas generaciones, los poetas del 00 y del 10. En cuanto a la ubicación académica (que no mide importancias, ya que lo importante es lo que se escribirá, los poetas que vendrán), la historia argentina de Martín Prieto le da un espacio muy significativo a Zelarayán, casi una promoción si se mide con los dedicados a otros escritores destacables.
(Actualización abril-mayo 2010/ BazarAmericano)