diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
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Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Diseño

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Puentes
Parajes, de Cristina Iglesia, Córdoba: Editorial Nudista, 2021.

Informar, como ya lo hicieron varias reseñas que se ocuparon de él, que Parajes es el último libro de cuentos publicado por Cristina Iglesia es, por supuesto, informar algo cierto. En Parajes esta autora exhibe una vez más, como lo había hecho antes en Justo entonces y Corrientes, su destreza con la narración breve. Quiero, no obstante, proponer algo diferente, que no pretende refutar la afirmación anterior –que Parajes es un libro de cuentos– sino en todo caso complementarla. Lo que quiero proponer es esto: Parajes es además una novela autobiográfica, la novela autobiográfica de quien, en una de las últimas páginas, antes de las dedicatorias, los agradecimientos y el índice, se nos comunica, en un texto titulado “De la autora”, que “vive entre Buenos Aires y Corrientes”, que fue profesora titular de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, que también dio clases en Roma, Nueva York y Nueva Orleans, entre otras ciudades, que vivió un año en Berlín gracias a una beca y que publicó varios libros: algunos de literatura, a los que ya mencioné, y algunos sobre literatura: La violencia del azar o Dobleces, entre otros. En efecto, quien lea los cuentos de Parajes advertirá que en su totalidad funcionan como una ampliación novelesca de esa información biográfica lacónica que ofrece esa página final y que a ella le suma otros pormenores de diversa índole sobre la vida de la autora o la de sus amigos o parientes (por ejemplo, y muy en especial, de su padre). El libro –la novela autobiográfica– narra fragmentariamente esa vida desde la infancia hasta hace muy poco: poquísimo. O quizá deba postularse algo un poco diferente: como su autora, que vive entre un lugar y otro (Buenos Aires y Corrientes), este libro se ubica entre la colección de cuentos y la novela de un modo similar a como lo hacen Winesburgh Ohio, de Sherwood Anderson, o Los desterrados, de Horacio Quiroga, por dar dos ejemplos clásicos. Con la diferencia de que si en esos libros de Anderson –un autor que aparece mencionado en Parajes– y de Quiroga la cohesión entre los relatos está dada principalmente por la unidad de lugar, en este de Cristina Iglesia, que ocurre en varios lugares, está dada por la unidad que otorga la primera persona de la mujer que protagoniza y narra cada texto.

Parajes –un libro que se terminó de escribir en el encierro al que nos obligó la pandemia– pasea a su lector por buena parte del mundo: está protagonizado por una mujer en constante movimiento. Por ello, habría que decir que este libro tiene ecos de la literatura de Juana Manuela Gorriti, a la que Cristina Iglesia leyó con fervor, y que se caracteriza, como lo advirtió, aunque despreciativamente, Ricardo Rojas, por ser una literatura “errabunda”. Cada uno de los relatos de Parajes instala al lector en la ciudad de Buenos Aires o en la provincia de Corrientes, pero también en Roma, Grecia, Nueva York, Berlín, Nueva Orleans o la China (la lista no es exhaustiva). Parajes erra de un lugar al otro. Y elegí el verbo instalar porque ese es el efecto que la lectura de este libro nos depara: que se nos instala, una y otra vez, en cada uno de los diecinueve relatos que lo conforman, en un lugar, y en un tiempo, en el que somos testigos de algo. Uno de los últimos relatos, titulado “Coffe to go”, empieza así: “Ahora estamos en Perissa, en una casa blanca y azul como las de las películas”. Enseguida el lector se entera de que ese verbo en primera persona del plural refiere a la narradora y a una amiga que la acompaña, y no a él. Sin embargo, puede decirse que cada relato de Parajes funciona de ese modo: traslada al lector de un lado a otro y al inicio, como bienvenida, le anuncia dónde se encuentra: “Ahora estamos en…”. 

En el primer relato, “Fuegos”, el libro postula una situación que, de diversos modos, se repite en casi todo el resto: la existencia de un más acá, en el que está la narradora, y de un más allá que de algún modo presiente, pero al que no siempre puede acceder. Entre eso dos lugares hay siempre algo que está entre –recordemos aquí la información acerca de que la autora vive “entre Corrientes y Buenos Aires–, que une y separa a la vez, y que se puede o no atravesar, por ejemplo, un puente. En este texto inaugural la narradora está en el campo, en Corrientes, en la “tranquera que da al camino”, y desde ahí percibe, muy a lo lejos, “varios fuegos cubriendo de un modo inesperado la línea del horizonte en el bañado”. De qué se trata esa quemazón es algo que nunca sabrá con precisión: “nada es seguro en el campo”. Lo que sí sabe es que es indicio de la existencia de “otro lado”: uno que será siempre pura conjetura e incertidumbre. En otros cuentos ese otro lado –o ese “Más afuera”, como se titula, sarmientinamente, uno de ellos– puede ser, por caso, lo que aparece luego de cruzar el río en Nueva Orleans: Algier (“La mañana”). En “Mahon” y “Cofee to go”, ese otro lado es aquel, ahora inaccesible, al que refiere una fotografía que se observa intensamente. Y en “Nada que ocultar”, por su parte, ese otro lado es el que la narradora entrevé durante una llamada telefónica que le hace un amigo, a miles de kilómetros de distancia: “El rumor de Manhattan brotaba de mi teléfono en Buenos Aires”. Sobre el final, una modulación más de esa misma circunstancia –un acá y un allá– es la que se postula en “Isleña”, el relato que cierra el libro, a propósito de la existencia en la Isla del Cerrito, en la que el padre de la narradora dirigió el hospital para leprosos, de una parte “sana” y otra “enferma” separadas por una “línea de pintura roja”. Y, por supuesto, ese más allá es, y acaso en primer lugar, la muerte, y en especial una a la que se alude varias veces en este libro. Una muerte de la que Parajes es, también, el duelo. Por ello, la frase con la que culmina el relato “Île flottante” –otra isla, entonces, además de la del Cerrito– puede leerse como la clave de todo el libro: “Y yo estoy, del otro lado del mundo, caminando su muerte”. 

Un elemento más que les da cohesión a los relatos, o a las diversas partes de la novela autobiográfica, es un color: el rojo. Hay, por cierto, dos cuentos sucesivos que se titulan “Rojos I” y “Rojos II”, pero ese color está presente además desde las primeras páginas hasta las últimas en los “varios fuegos cubriendo de un rojo inesperado la línea del horizonte en el bañado”, en el relato inicial (“Fuegos”), o en el final, en la ya mencionada “línea de pintura roja” que separa y confunde a sanos y enfermos en la Isla del Cerrito (“Isleña”). 

Uno de los textos de Parajes, “Rojos II”, dedicado a Juan Moreira y al Gauchito Gil, con el título “Rojos al por mayor”, ya había aparecido en uno de los libros de Cristina Iglesia consagrados al estudio de la literatura argentina: La violencia del azar. Ensayos sobre literatura argentina, publicado en 2003. Habría que decir por tanto que ese texto que migra de un libro a otro –de uno sobre literatura argentina a otro de literatura argentina– refiere a la existencia, una vez más, de dos lados. Se trata, en este caso, de dos lados entre los cuales Cristina Iglesia se mueve con fluidez. Su escritura, entonces, la de unos y otros libros, es, fue siempre, el resultado de esa ubicación entre un lado y el otro: un puente transitadísimo entre lectura y escritura. La protagonista de Parajes es, antes que nada, una lectora. Este libro también es, por tanto, no solo una evocación de algunas de sus lecturas –las novelas de Stieg Larsson o la poesía de Evgueni Evtuchenko, entre muchas otras– sino además el testimonio de cómo están anudadas inextricablemente con sus experiencias. Y entre ellas, y en primer lugar, la de escribir. 

 

(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646