diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Un síndrome particular

El Libro, La Mola, El Monstruo, de Mario Bellatin, La Plata, Club Hem, 2020.

En un bello pasaje de El intruso, Jean-Luc Nancy señala: “Aislar la muerte de la vida, no dejar a una íntimamente trenzada en la otra, introduciéndose cada una en el corazón de la otra, eso es lo que nunca hay que hacer.” Surgida a partir de su experiencia personal con un trasplante de corazón, de la convivencia obligada junto a ese “múltiple extraño” impuesto por el saber médico, la reflexión de Nancy atenta contra un sentido común bien arraigado: la idea de que la vida no puede sino tender a la vida, perpetuándose más allá de cualquier interrupción. Por el contrario, lo que este órgano disfuncional nos indica con su ritmo cada vez más entrecortado, que amenaza con interrumpirse para siempre es justamente lo contrario: la muerte inquieta a la vida desde adentro, provoca una “suspensión de la continuidad del ser”. Como si dijésemos: el yo se escande, cualquier certidumbre respecto de la propia identidad estalla en mil pedazos. “Hay un intruso en mí, y yo me vuelvo extraño a mí mismo”, anota Nancy. Descrita en términos de una escisión profunda del ser, lo que se intenta poner en palabras es un contacto con lo irreconocible. “Un corazón que late a medias es un corazón a medias. Ya no estaba más en mí. Vengo de otra parte, o ya no vengo más”, reflexiona el filósofo, dando cuenta de una experiencia de lo inconmensurable que, llevada al terreno literario, no haría sino referir a la intrusión misma de la escritura.

De hecho, si recurro a esta figura de Nancy es para señalar el carácter radicalmente intrusivo de una literatura como la de Mario Bellatin que, con cada nuevo libro, con cada recomienzo, vuelve para recordarnos la potencia de una obra irreductible, fuera de serie. Como sabemos, desde Efecto invernadero (1992) hasta el presente, Bellatin no ha cesado de indagar la relación entre creación y alteridad. Y lo ha hecho del mejor modo posible: haciendo de cada nuevo texto un manifiesto estético sobre el arte de la desaparición; o, mejor dicho, sobre el continuo obrar y deshacerse de una escritura en estado de mutación proliferante. Pero vayamos a lo que nos ocupa. El Libro, La Mola, El Monstruo comienza con una escena de gran potencia visual: alguien observa a un grupo de perros teckel corriendo por el bosque. La acción dispara la rememoración de una prueba; aquella que debió atravesar una madre al engendrar a un hijo fuera de serie. “Al regresar / a su ciudad / de origen, esa / mujer hubo de / mostrar, a los suyos, / que el hijo era víctima de un síndrome / particular.” Nacida en el extranjero, la criatura es una verdadera anomalía, depositaria de una diferencia que solo admite ser nombrada con mayúsculas: Mola, Monstruo, Excrecencia, Mutante. Tal como podría esperarse, las dudas en torno a este Hijo se repiten: ¿qué es?, ¿cómo se explica su singularidad? Alguien evoca el rastro de un pariente enfermizo, otros elucubran en torno a la madre; las habladurías cercan a la criatura desde un comienzo y describen un panorama en donde nadie sabe muy bien qué hacer con su diferencia. Rodeada de médicos, de tiendas de oxígenos, de medicamentos y de paliativos para los bronquios, la Mola nunca deja de ser objeto de requisa. Incluso se la exhibe en carteles de gran tamaño a cambio de una enorme suma de dinero, convertida en publicidad callejera en Times Square como si se tratase de una especie de freak salido de una feria de atracciones.

Un poco como el corazón implantado de Nancy al que los cardiólogos inspeccionan con dedicación, atentos a cualquier desbarajuste que el intruso pueda ocasionar en el cuerpo hospedador, el Hijo altera la cotidianidad de un modo imprevisto. Incluso Olaf Zumfelde ese médico excéntrico que ya había hecho su aparición en títulos anteriores de Bellatin, como Bola negra (1995) y Flores (2000) recibe la visita de estos padres asombrados, quienes viajan con la Mola a Heidelberg para que el médico pueda diagnosticarla. Pero no hay caso, el Monstruo persiste en su radical diferencia; se regenera y adquiere nuevas formas: hace de su cuerpo (¿su cuerpo?) el espacio de una alteridad irreductible, resistente a cualquier intento de catalogación. “Una suerte de libro / dijeron algunos”. En efecto: en algún momento, la Cosa Informe comienza a ser llamada de esa manera, con ese término igualmente opaco e indescifrable: Libro. Y es en este sentido que El Libro, La Mola, El Monstruo puede ser leído, también, como una intensa reflexión en torno al acto de escribir. Intercaladas a lo largo de todo el texto, entre comillas, como si fuesen cita extraídas de algún diario de la propia Mola, las anotaciones orbitan alrededor de una idea recurrente: la escritura como “imposibilidad del ser”. Como ya ocurriera en Underwood portátil. Modelo 1915 (2005) aquí vuelve a invocarse la figura de una máquina de escribir como correlato objetivo de un deseo y también, por qué no, de una desgracia: “Empezó / allí / la execrable tarea de escribir.” Condenados a repetirse una y otra vez, los “textos sin sentido” de la Mola, “ejecutados / sólo por el afán de marcar la presencia en el mundo”, adquieren la forma de una repetición proliferante. Muerte, belleza, creación, enfermedad: escribir es combinar cada uno de estos elementos dejando que se superpongan unos a otros, sin necesidad de llegar a una síntesis afirmativa. Como bien señala Maurice Blanchot en “L´étrange et l´étranger”, la literatura a diferencia de la filosofía, pero también de la poesía es “el espacio de lo que no afirma, no interroga, donde toda afirmación desaparece y sin embargo regresa… a partir de esa desaparición”. Siguiendo a Blanchot, para Bellatin, la literatura persigue el sueño de la desmaterialización, su realización a partir de la puesta en acto de su propia imposibilidad.

Desde la contratapa, Daniel Link señala que además de ser un Libro-Mutante, El Libro, La Mola, El Monstruo es un libro asmático: “respira con dificultad, entrecortadamente, pero respira”. En efecto, la escansión de la escritura le otorga un ritmo entrecortado, como si fuesen oleadas de sentido que avanzan y retroceden, encontrando leves diferencias en cada nueva acometida. En este sentido, la inclusión de algunos motivos reconociblemente bellatinianos los galgos, el Poeta Ciego, las referencias a Mishima, el ya mencionado Zumfelde nos remiten al universo de libros anteriores. Experto en el arte de la transfiguración, Bellatin sabe que es imposible escapar de ciertas obsesiones (“Escritura: ‘nuevamente los temas’”), porque es justamente allí, en la repetición de lo Mismo, donde tiene lugar lo inesperado (“Variaciones absurdas: / una vez sin brazo, otras sin pierna / o cabeza”). Es por eso que se escribe en contra de lo que se recuerda; o, mejor dicho, poniendo en práctica “el Sello de la No Memoria”. Para la Mola, la escritura no se opone al olvido, porque su razón de ser es, justamente, el olvido. Esto explica que la “aparición del Libro” no represente, para la Mola, un punto de llegada; no hay teleología del relato ni prosecución de objetivo alguno. “¿Será la misma escritura, vuelta a realizar / una y otra vez?”, se pregunta alguien en algún momento de este libro fascinante. Vuelvo a Nancy: “jamás hubo una sola intrusión, desde el momento en que se produce una, ésta se multiplica”. Expuesto a una “ley general de la intrusión”, en el límite de lo humano, el Libro-Mola abre un vacío de sentido: acontece. Menos un antídoto para el dolor que un síndrome una tara, una mutación, la literatura de Mario Bellatin es un Monstruo que trabaja en contra de la lengua.

 

(Actualización diciembre 2020 – febrero 2021/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646