diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El puente de las brujas, de Juan Fernández Marauda, La Plata, Estructura Mental a las Estrellas, 2020.
Entré a la primera novela de Juan Fernández Marauda (Lanús, 1988) con el propósito de seguirle frase a frase el hilo narrativo, escucharle el modo a su composición inaugural. Yo diría que hay, en principio, cincel y cautela; frase corta, espacio en blanco, cuatro capítulos decrecientes y una escritura que se arma desde el ejercicio de un ralentamiento y la atención puesta en la sobredimensión de una atmósfera, como si la eficacia descansara en trabajar a fondo ese recurso para que se lea más con menos. Las ilustraciones austeras de Analía Godoy, por un lado, y los epígrafes de Alfredo Zitarrosa y Esteban Rodríguez Alzueta por el otro, amplifican a la vez que delimitan con justeza las inscripciones argumentales de este libro.
La historia –acaso clásica: un regreso, el reencuentro con un fragmento del pasado, la muerte que activa un juego de fuerzas que parecía dormido y el desenlace– se narra en el presente, un tiempo del relato que va disolviéndose a medida que se enuncia; Fernández Marauda, consciente del efecto, ubica la casa a la que regresa Javier cerca de otro movimiento incesante, el río. Las palabras se aproximan, tantean, son apenas una circunstancia y Javier se hace cargo de una misiva telepática que pareciera enviarle el autor: “no tengo nombres para lo que veo” (p. 34); “abro libros al azar, en cualquier página, y los abandono un par de párrafos después” (p. 19); “las formas se volvieron difusas y existen sólo hasta donde llega el reflector” (p. 44). Lo que se ve es una apariencia y el ojo, en ella, superpone y dibuja, mezcla, suma realidades (suena, acá, un propósito, el aire de una poética):
“A veces confundo a la gata con la efigie de una gata. Algo en la posición, a cierta hora, bajo cierta luz, la vuelve traslúcida. También podría ser un jarrón. Sobre el cuerpo se le cruzan las licencias artísticas, trazos abandonados. Como si la mano que la hizo, buscando el tigre, hubiera perdido el interés, apurando la tarea. De a ratos peca de irreal.” (p. 64)
Si se escribe para entender, el protagonista de El puente de las brujas escribe en el libro de su mente como quien busca un salvoconducto que lo retire de escena. Y en ese monólogo interior –que registra la realidad y la empuja al soliloquio– se produce la tensión narrativa, el desajuste que hace posible el relato: es preciso desmenuzar ese terrón seco de lo real para salirse de su sistema de control, sus coerciones. En los arrebatos líricos hay una forma de limar las asperezas y de sobrevivir, en un mundo a punto de derrumbarse en su inalterabilidad, como esa casa que permanece igual a sí misma –parafraseo el comienzo de la novela– donde el oído se ajusta para conjurar las murmuraciones.
Javier logra ingresar en el circuito cerrado de los animales y cuando pareciera que se instala ahí, con las credenciales que le otorga ser el hijo que regresa a casa y camuflado en las ropas de su padre, algo se quiebra. Es la muerte que acecha. Como se quiebra la trama a partir del hallazgo de una zapatilla –el punctum de la escena central– o al entrar en contacto con aquellas personas que creen conocerlo a fondo por “las cosas en común”, la coincidencia inexorable de una sola carta natal escrita para todos los habitantes de ese pueblo sumido en un paisaje desolado (en ese vacío de paisaje sus habitantes se asimilan, pierden el cuerpo hasta hacerse voces).
Hay un linaje, una tradición de escrituras en la que situar esta primera novela de Fernández Marauda; en la contratapa se consignan algunas de esas voces y podríamos agregar otras; aunque se mencionan con propósitos igualadores, prefiero evitarlas y así dejar que el libro se abra limpio, sin deudas antes de comprar y nuevo en sus propuestas. Leerlo, de ser posible, bajo el alero propio. El sesgo narrativo, el esquive del asunto central por la vía del detalle y la elipsis son marcas de época que vienen de lejos y a la vez imponen un territorio donde plantar la performance narrativa; Fernández Marauda le adiciona una fuerte línea de sustracción para no andar explicando lo que la gente ya sabe.
Lo que queda, entonces, es escarbar con minucia en los efectos, las complicidades y la trama de sospechas que se despliegan cuando aparece un cuerpo, un cuerpo de mujer. Allí la sospecha se expande como una niebla, la penetración del olor a basura que descompone. Se activan, ahí, el policía interior, la segregación y el odio social que construye un culpable para no hacerse cargo de lo que le toca (“no son de acá”, p. 62), y en esa trama de voces –que la novela exhibe y contrapone con el tono introspectivo, la emoción controlada de Javier– queda atrapada una certeza: nadie es inocente ni queda al margen ante la escena brutal del cuerpo ya sin vida. Le doy una vuelta: es ese cuerpo de mujer, próximo al puente de las brujas, el que nos encuentra, nos descubre en nuestras miserias sociales y no deja de interrogarnos.
(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)