diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Una antología de la literatura cubana actual
Teoría de la transficción, de Carlos A. Aguilera (ed.), Hypermedia, 2020.

En “Literaturas postautónomas 2.0.”, Josefina Ludmer se refiere a la transformación que se produjo en la literatura y el resto de las artes entre fines del siglo XX y principios del XXI. Para Ludmer, la autonomía sostuvo la producción estética, lo que significa que el arte, la narrativa, el teatro, la poesía e incluso en buena medida el ensayo se caracterizaban por tener reglas y criterios de valoración intrínsecos y desde ese lugar interrogaban la historia y la realidad. A fines del siglo XX, esta forma de producción se disolvió en consonancia con una serie de cambios profundos en lo que consideramos la realidad, ya que ésta se transformó en una red semiótica sin centro, configurada especialmente por Internet y los medios de comunicación. Para Ludmer, la producción estética se vuelve post-autónoma, porque las obras están viajando hacia esta zona abierta y en constante mutación del resto de los discursos sociales. Por ese motivo, en los textos no hay forma de demarcar los géneros ni discernir entre realidad y ficción. ¿Qué se puede decir de libros como Limónov, de Emmanuel Carrère, o La fiesta vigilada, de Antonio José Ponte? El primero cuenta la vida del escritor ruso Limónov y el segundo reflexiona sobre los últimos años del autor en Cuba. No podemos decir mucho más que eso: no sabemos si lo que cuentan sucedió o es una invención ni podemos encuadrarlos en algún género en particular. Lo que sí podemos decir es que producen realidad, porque lo que cuentan pasa a formar parte de los imaginarios que tenemos sobre Rusia y Cuba.

Este año, Carlos Aguilera publicó Teoría de la transficción en la editorial Hypermedia. Se trata de una antología de lo mejor de la literatura cubana actual. En el prólogo, Aguilera articula los textos de los diecinueve autores, que van desde Rolando Sánchez Mejías e Idalia Morejón Arnaiz a Abel Arcos y Carlos Manuel Álvarez, pasando por figuras centrales como Iván de la Nuez y José Manuel Prieto, por medio de una lectura crítica de las ideas de Ludmer que acabo de reponer. Para la crítica argentina, la pérdida de la autonomía se encuentra condensada en la pérdida del componente (y consecuentemente del pacto) ficcional que la caracterizaba y desde la cual podía enjuiciaba la realidad. Los textos circulan, son lenguajes como los otros. En este sentido, Ludmer sostiene que lee “la literatura actual como si fuera una noticia o un llamado de Amelia de Constitución o de Iván de Colegiales”.

Aunque capta desde muy temprano una impresión clave de la actualidad, esa forma de comprender la literatura parece un tanto exagerada, mucho más si tomamos en cuenta una literatura como la cubana, que casi no puede ser otra cosa que una crítica a algo y un posicionamiento políticamente concreto. Aguilera supera esta limitación dando vuelta el argumento de Ludmer: si la literatura se abre al conjunto de los discursos sociales, si por lo tanto en muchos casos no se puede discernir si un texto se mueve en la ficción o la realidad, esto no se debe a que la literatura haya perdido su ficcionalidad, sino al contrario, a que la ficción lo ha invadido todo. Así lo comprueban los medios de comunicación, las redes sociales y las mismas subjetividades, que no son otra cosa que relatos fragmentados. La literatura no viene a disolverse en los discursos reales, sino que pone de manifiesto la condición semiológica de la vida actual.

Para Aguilera, una de las principales consecuencias de esto es que la literatura abandona lo nacional. Hoy en día solemos olvidar que ahí se encontraba, de hecho, una de sus principales funciones. Desde los románticos, géneros como la novelas y el teatro funcionaron como recolectores de tradiciones y símbolos mediante los cuales construir ese sujeto colectivo (ese Gran Sujeto, ese Otro determinante de identidades) que es el ser nacional. Al igual que la filología, la literatura fue una máquina de articulación no sólo de leyendas folklóricas, sino también de formas de creer, vestir, actuar, comunicarse, reír, que permitieron construir eso que el romántico Agustín Durán identificó como la forma de “ver, sentir, juzgar y existir de los habitantes” de una nación. Paradójicamente, la condición autónoma de la literatura le permitía tener una función social muy concreta: construir una lengua nacional, en el sentido más amplio que se le puede dar a esa palabra, porque no se trata solamente de un asunto del léxico, sino también de la definición de temáticas y personajes, en los que se encuentran aquellos elementos que permiten diseñar lo que Benedict Anderson designó con el concepto de comunidades imaginadas.

Surgido en el siglo XIX, este programa se desplegó en buena parte del XX, como podemos verlo en ese texto central de la crítica literaria que es Transculturación narrativa en América Latina. En ese libro, Ángel Rama presenta dos ejes para comprender la literatura latinoamericana: la representatividad y la originalidad. Desde las silvas americanas de Andrés Bello, la literatura buscó ese doble objetivo: representar el continente (de ser posible, todo el continente: Pablo Neruda), destacando su originalidad. La narrativa más latinoamericana es una prueba de esta búsqueda: recordemos lo real maravilloso de Alejo Carpentier, la narrativa del boom, y especialmente Cien años de soledad, novela en la que García Márquez cuenta la historia de América por medio de un pueblo, extremando la originalidad gracias a la invención del realismo mágico.

La transculturación es centrípeta: es una máquina de absorber signos y razas, culturas y lenguas. Como dice Fernando Ortiz en clave metafórica, todo lo que se recolecta va a parar a la olla, de modo que en el ajiaco se funden las razas y las culturas. En cambio, la transficción que propone Aguilera se vuelve diáspora y rizoma, desborde, trasvasamiento e intervención sobre las otras escrituras. Aunque el escritor cubano presenta varias leyes que regulan los textos que recopila, su clave conceptual es la idea de que el origen (el origen nacional) es una falla. Escribe sobre este asunto:

 

De todas las cosas que giran alrededor de la literatura, una de las cosas que más confunde a los que nos ocupamos de ella es la del nacionalismo, la superposición inscripción-propiedad-lugar. Al punto que si leemos, por ejemplo, un texto que se desarrolle en Cuba, solemos pensarlo a groso modo como un texto sobre Cuba (sobre el complejo Cuba, el atractor Cuba, la Cuba privada), y no como un texto sobre su ficción, su producción de esquizoimaginarios, de diagramas íntimos, de falsedades. Y esto se repite constantemente. Ya que un escritor o artista usa muchas veces la inscripción-lugar solo para narrar otra cosa, mostrar un otro (el totalitarismo por ejemplo) y no su pathos o rutina propia de vida. Incluso, cuando tiene intención de hacerlo (mostrar su vida, quiero decir), falla. La escritura, la buena, siempre es cínica. Y bizca. Da en un lugar diferente al que pensábamos.

 

Aguilera piensa el origen como una falla, es decir, es menos una pertenencia que una diferencia. Para él, el origen como falla habla “de una ruta, de la manera en que esa ruta, que es también un inmenso work in progress, ha sido construida más allá de identidades, nacionalismos, ideologías, influencias o leyes, y se pierde en su propia problemática”. La idea recuerda las nociones ambivalentes de Jacques Derrida. Recordemos el farmakon, que es lo que cura y lo que mata, o la diferance, que es una palabra que huye y se evade porque se diferencia al inscribirse; o mejor todavía, porque Aguilera habla de una falla de origen, podemos retomar la idea de la fuente que Derrida trabaja en su texto sobre Paul Valery. Por mucho que nos remontemos al origen de un río, esto es, a su fuente, ya es un río, ya es el movimiento del agua, y por lo tanto un río es aquello que se define por borrar su origen, agua que baja de la montaña, agua que desde la fuente siempre es otra. El origen como falla no es entonces lo que define la pertenencia a un territorio, sino lo que permite señalar un recorrido, una diáspora o un viaje; la falla como origen es la diferencia que une y separa del origen, una marca primera que, al inscribirse, inicia un camino que no se puede detener.

En Aguilera, la cuestión de la diáspora es central, como lo muestra la revista que dirigió y fundó, junto con Rolando Sánchez Mejías, titulada precisamente Diáspora(s), y publicada en La Habana, en fotocopias, entre fines de los años ’90 y principios de los 2000. Teoría de la transficción profundiza en esa cuestión a través de la idea de la diferencia instalada en el tema del origen cubano. Esto cubre a la mayor parte de los escritores que forman parte del libro, desde los mismos Aguilera y Sánchez Mejías a Legna Rodríguez Iglesias, José Manuel Prieto, Michael Miranda e Iván de la Nuez, quienes viven fuera de Cuba, pero también caracteriza a los y las que viven dentro, como Ena Lucía Portela, Ramón Hondal, Ahmel Echeverría y Jorge Enrique Lage. Nada lo refleja mejor que “White trash”, el texto de este último, un relato futurista, post-histórico y post-apocalíptico, de unos personajes que están a la vera de una autopista y descubren los huesos de lo que suponen fue uno de los habitantes de Cuba. ¿Es el futuro o es el presente? ¿Los personajes son racionales o están locos? ¿Son reales o son hologramas, como la psicóloga que atiende a uno de ellos, que sale de un dispositivo electrónico? En esa zona indiscernible se sitúa la transficción, textos que salen del territorio, se colocan en el poscomunismo, incluso varios de ellos en esta zona post-histórica y post-humana.

Ninguno de los textos de Teoría de la transficción lo muestra de mejor manera que “Umbral”, de Sánchez Mejías. Un hombre en silla de ruedas le habla a otro de la vez que charló con Sartre y Simone de Beauvoir, cuanto éstos visitaron Cuba en 1961. Entre otras cosas, el autor de La náusea le contó que una noche, mientras caminaba por la orilla del Sena, pensando en el problema metafísico del Mal, se le apareció un hombre. Sartre se tensó, sacó las manos de los bolsillos, pero sucedió algo inesperado: el hombre pronunció la palabra “Ostraka” y se arrojó al Sena. Sartre estuvo un rato mirando el agua.

 

Pero nada, solo cajas de cigarros, basuras, hasta un perro muerto... No avisé a nadie. Regresé y busqué el significado de la palabra Ostraka. ¿Sabes que son los ostraka? Pedazos de cerámicas utilizados como material de escritura en la antigüedad... Ostraka... Ostraka... La palabra resuena de una manera peculiar en mi cerebro. En medio de mil relaciones metafísicas que urde mi cabeza asoma inevitable esa palabra, unas veces intempestiva, otras veces suave y lasciva como la silueta de una mujer desnuda. Una palabra solitaria que intenta quebrar todas las posibilidades, que corroe como una rata hambrienta todos los sentidos... Tal vez si me hubiera dejado arrastrar por él hacia el fondo del Sena me hubiera burbujeado como un pez su secreto. Pero a fin de cuentas, yo preferí rumiar a la luz del día, donde el secreto definitivamente pierde su gravedad esencial... Y tampoco es que me guste ser arrastrado por un poeta al fondo oscuro de sus propias elucubraciones.

 

Como dice Sartre en el texto de Sánchez Mejías, Ostraka es una palabra griega que designa los pedazos de cerámica rota que se utilizaban para aprender a escribir. También es el pedazo de cerámica que le entregaban a un condenado al destierro. Ese pedazo llevaba el nombre del reo, de modo que, por desplazamiento metonímico, la palabra ostraka pasó a designar “ostracismo”, es decir, el castigo del destierro. El rol que cumple en el Sartre de Sánchez Mejías es igual de importante: es la promesa del significado absoluto, es la articulación de la verdad con la muerte, y al mismo tiempo es la palabra que articula a todas las demás. El suicida le entrega esa palabra, “Ostraka”, de la misma manera que los griegos le entregaban el pedazo de cerámica a los condenados al ostracismo, de modo que el individuo (Sartre o cualquiera) se convierte en un desterrado, alguien que desde el principio se fuga del origen, la verdad y el significado, alguien que, por tener lenguaje, no tiene la significación. Si en el prólogo de Teoría de la transficción Aguilera sostiene la falla (el umbral) como punto de partida, Sánchez Mejías convierte el umbral (ostraka) en foco hacia el cual dirigirse sin posibilidad de alcanzar.

En un plano simétrico se coloca el texto que el propio Aguilera incluye en el libro, “Nuevas revelaciones sobre la muerte de mi padre”. Cuenta allí la historia del padre (¿real? ¿inventado?). Se trata de un dentista gordo que aprendió a reconocer el dolor por los gestos que realizan las personas. Entonces descubrió que para conocer el verdadero pensamiento de los individuos, es preferible estudiar sus actitudes corporales, que escucharlos hablar. Por este motivo, el padre se convirtió en un espía. Anota cada desviación (cada falla) en cuadernos que entrega a la Seguridad del Estado. Hombre monstruoso, minotauro en el laberinto cotidiano, es un paranoico que delata a sus vecinos con el mismo gusto con el que golpea a su mujer y a su hijo. Cada desvío de la norma, por mínimo que fuera, se codifica, siguiendo una lógica paranoica bien estudiada por Deleuze y Gauttari, como traición a la patria. Escribe Aguilera:

 

Si alguien no estiraba suficientemente sus brazos, si alguien no lloraba hablando de su mujer embarazada, si alguien no ponía rostro de emoción al pronunciar ciertos nombres, lo más seguro es que no amara con contundencia su hábitat.

Y el hábitat, según él, era lo más importante que posee el “espantoso miriñaque humano”, susurraba acomodándose en su imponente butacón (cuadrado y con florecitas rojas).

Sin hábitat solo hay traición, gritaba.

 

Para Aguilera, el territorio sólo se puede mantener por medio de una tiranía implacable que elimina todas y cada una de las diferencias, todas y cada una de las fallas que produce la vida. De ahí que el tirano mantenga una relación perversa con lo que lo cuestiona: necesita la diferencia para ejercer su poder.

En Teoría de la transficción, la literatura aparece como separación o diferencia respecto de la política cubana. Hay en el libro lo que podríamos llamar una cierta malignidad que es recurrente en los escritores cubanos y que consiste en detectar el vacío de los discursos oficiales. En “Antihéroe. Un homenaje a José Martí”, Legna Rodríguez Iglesias sitúa un relato abstracto en una plaza, una calle, una librería y el intercambio de un libro que tienen todos como característica llevar el nombre del héroe nacional. “La falta de imaginación hace que las mejores cosas tengan nombres de héroes. Nombres de personas que ya no existen. Personas que fueron necesarias para la ciudad, o para el país, o para el continente. Personas que ya no son necesarias para nada”. La presencia de ese nombre genera comportamientos uniformes (cuatro personas, de diferentes procedencias, hacen lo mismo), pero no genera comunidad: esas personas no llegan a conocerse, a pesar de que están al lado, como si sus vidas se contaran en relatos paralelos. En el espléndido cuento de Ronaldo Menéndez, “Cerdo come hombres, o, el extraño caso de A.”, el protagonista es un historiador de la cultura, especialista en mobiliarios romanos, que desprecia a los negros y, aquejado por la crisis de los años ’90, tiene que criar, como muchos, un cerdo en su casa. Con una maligna sensibilidad hacia el desgaste de los signos, el narrador sitúa una conversación en medio de las celebraciones por el 26 de Julio: “Era una estridente mañana donde los altavoces oficiales anunciaban algo parecido a la conmemoración de la Toma de la Bastilla, con la diferencia de que el lance en cuestión había fracasado, con lo cual se celebraba más bien el valor simbólico del intento”.

En Teoría de la transficción, la literatura se sitúa en la falla, es la diferencia que separa. En “9550”, uno de los mejores textos del libro, Abel Arcos cuenta la historia de un jubilado que perteneció a la Seguridad del Estado y decide convertirse en escritor. Piensa con sentido común: escribe sobre Ernesto Guevara, porque considera que nadie podría ser más interesante que él ni ningún editor se atrevería a rechazar un libro como ese tema. Arcos añade un detalle maligno: este hombre había conocido a Guevara personalmente, pero cuando lo imaginaba se le aparecía la foto de Alberto Korda, de modo que lo que escribe redobla gratuitamente las numerosas historias oficiales. Viejo burócrata, va con el manuscrito a charlar con un conocido, para que el Estado lo edite. Para su sorpresa, esto no es posible, porque “la política editorial del año en curso debe priorizar a Lezama Lima, recientemente víctima de un homenaje post-morten”. Después de leer al autor de Paradiso, el hombre abandona el proyecto inicial y cuenta la historia de cómo fue a advertirle a su hermano que no escapara, porque la seguridad lo teníacercado. Cuenta las miserias del poder, la mancha casi fratricida de su pasado, un episodio terrible, que decidió la política que antes había buscado celebrar. El relato (la literatura) es una separación (una falla) del Estado.

Muchos de los textos de Teoría de la transficción cuentan la historia que produjo este vaciamiento de los signos. En “El atleta que surgió del frío”, Iván de la Nuez habla de la transformación que se produjo después del muro de Berlín. El título anticipa sus argumentos: remite a la novela de John Le Carré El espía que surgió del frío. En ella, el servició secreto británico envía a Alec Leamas a la República Democrática de Alemania. En gran parte, la novela transcurre en el muro, que acababan de levantar cuando escribe Le Carré. En cambio, Iván de la Nuez habla después de que los berlineses lo derribaran, y en ese tránsito los espías de las novelas se han vuelto atletas. No se trata solo del reemplazo de la guerra, aunque sea fría, por esos signos de la guerra que son los deportes. De la Nuez también se ocupa de los deportistas porque de golpe, en el transcurso de un año o poco más, un atleta de la URSS, Checoslovaquia o Yugoslavia empiezan a cambiar de nacionalidad muchas veces de manera involuntaria. La guerra se vuelve signos deportivos, pero al mismo tiempo esos signos muestran que, tras el muro de Berlín, el mundo inicia un proceso de fragmentación y dispersión. Los atletas son los héroes de la diáspora, y por lo tanto los héroes de la transficción.

La misma historia se encuentra en los textos que recuperan la relación que los cubanos mantuvieron con la URSS. Son varios, porque el tema es muy transitado por la literatura cubana: “Absolut vodka”, de Abel Fernández Larrea, “Sin descansar ese verano”, de José Manuel Prieto, “Abedulia”, de Waldo Pérez Cino, y el ya mencionado “9550”, cuyo título marca la distancia que hay entre La Habana y Moscú. El primero se sitúa directamente en la URSS: reúne allí a dos accidentados o dos moribundos o dos muertos que proceden del accidente de Chernóbil y la guerra de Afganistán. La historia de la URSS, y por lo tanto la historia del socialismo clásico, se abisma en ese texto sombrío. Los otros evocan la nostalgia de la experiencia de la juventud, porque la URSS fue, durante mucho tiempo, el lugar al cual muchos jóvenes iban a terminar los estudios, y por lo tanto era, más allá de la política, el territorio de una cierta bohemia cubana.

El extraordinario “Abedulia” representa el conjunto. Castresana recorre la URSS a principios de los años ’80. No hay menciones políticas ni económicas, no hay precisiones militares ni luchas ideológicas, sino el relato del sexo que tiene con mujeres. El texto de Walfo Pérez está escrito desde esa pasión, casi como si buscara trasncribir (inscribir) el erotismo y la vitalidad. Pero casi, porque la perspectiva desde la que el escritor cuenta esa experiencia es la pérdida (de nuevo el umbral, la fuente y la falla). Escribe Waldo Pérez, cuando Castresana decide volver a su país:

 

Cuando tomó el tren Castresana estaba pensando que estaba bien que fuera de ese modo, que ya iba siendo, hacía rato, hora de irse de allí. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que algo a sus espaldas había cambiado o se había roto sin avisar, que algo se había quebrado de improviso como se resquebraja una capa de hielo: puede que eso hubiera ocurrido dentro suyo, quizá afuera o en torno suyo, y no podría decir tampoco si más cerca o más lejos o cuándo, pero sea lo que fuere aquello, y de eso sí estaba seguro, lo involucraba a él sin remedio. El viaje se le hizo larguísimo, interminable, y para colmo no se había traído nada que leer, un viaje tan largo que parecía una caída en cámara lenta, como si se desbarrancara —fue lo que pensó— hacia algún sitio ignoto y oscuro por donde no querría pasar nadie.

 

No he hablado ni de la mitad de los textos que componen Teoría de la transficción. Creo, sin embargo, que he marcado lo que me parece son sus temas principales: la transformación contemporánea de la literatura, la separación del territorio nacional, el umbral y la diferencia, la crítica al poder y la historia que sostiene estas transformaciones. En el libro de Aguilera no está toda la literatura cubana actual. Pero si uno quisiera saber de qué se trata, debería leerlo. Tal vez su mayor mérito se encuentra en que habría que leerlo para acercarse a la literatura actual, así, a secas. Leídos en el marco de la antología, una de las cuestiones más extraordinarias se encuentra en los contrastes que generan un texto visceral como el de Aguilera, que rechaza de manera tajante la territorialidad, y la nostalgia de los textos que evocan la URSS. Entre esos polos se define la escritura contemporánea, porque muestran que no se trata del rechazo de algo que siempre se rechazó, sino la separación respecto de algo en lo que alguna vez se creyó. En esa separación, que aparece en la cita que acabo de hacer de Waldo Pérez, se explica la escritura actual. Algo se quiebra, piensa Castresana, algo que lo separa de la bohemia que acaba de vivir en la URSS, mientras el tren lo lleva a ese lugar ignoto y oscuro por donde nadie querría pasar. Ese sitio es también el umbral del tiempo en el que vivimos, dirigido a un futuro tan incierto que un virus puede borrarnos de la faz de la tierra. En ese tren, en el que va Castresana en los años ’80, viajan también la historia y la escritura.

 

(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646