diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Ese fondo opaco de la lengua: el odio como política de la literatura
Las vueltas de odio. Gestos, escrituras, políticas, de Ana Kiffer y Gabriel Giorgi, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2020. Traducción de Mario Cámara.

Una lectura cruzada, en confluencia doble, Brasil y Argentina. Navegando entre la lectura crítica y la lectura interesada -feminista, militante, disidente- escrita en portugués brasileñx y castellano argentinx. El libro de Ana Kiffer y Gabriel Giorgi se ubica en una zona limítrofe, de umbrales y bordes porosos. Doble inflexión del registro crítico, entre la “clínica de la cultura” (Kiffer) y una «pedagogía pública» (Giorgi) lo que logran enunciar es una crítica de la sensibilidad neoliberal.

Una cámara de eco, Las vueltas del odio. Gestos, escrituras, políticas construye un arte de la escucha (o una analítica microauditiva) que pone el foco en aquello que viene creciendo imperceptible a los sistemas de registro disponible: el odio eléctrico y abrasivo, el odio como fuego y escritura electrónica, el odio como ruido y disonancia, el odio como chirrido anónimo que lastima los tejidos discursivos, el odio como las sumas sentimentales que dominan una época: la inflexión neoliberal de nuestras sociedades. Un punto de partida ¿cómo distinguir estas formas contemporáneas del odio, cómo diferenciar [el ahora] del odio? ¿Qué tiene de nuevo, de retorno desplazado y de pasado futuro, este odio? El odio es una potencia negativa de las figuras de lo nacional, lo popular, del pueblo trabajador porque es un reconversor de modos ancestrales como lo son el racismo, clasismo, masculinismo, la violencia patriarcal y sexista pero que generan pliegues y repliegues en otro sentidos. Y ese es el objetivo primario de la escritura de Kiffer & Giorgi, abordar una discursividad tan novedosa como atávica. La cuestión del odio, las múltiples formas del odio, las mil pequeñas formas del odio en aquello que tiene de expansivo y contagioso, su fuerza vital y abrasiva pero también su fuerza mortificante, odios frontales y asesinos, la muerte y la violencia en los cuerpos: “¡Hay que matarlxs a todxs!”

Una caja de resonancia sensible. Kiffer & Giorgi proponen hurgar en los residuos de la lengua, como traperos de la cultura baja, de allí el desafío de construir otros archivos afectivos-escriturarios sin reponer en un análisis desde la teoría de la ideología o la teoría política. No buscar el odio allí donde el concepto cancela su fuerza productiva, recitando aquella tradición clásica que pretende domesticar las pasiones y encauzar su afectividad hacia una vida prudente, una vida activa y ciudadana, demasiado racional y consciente. El odio, por contrario, es una fuerza centrífuga y disruptiva que lleva “al límite las formas de relación social, los pactos discursivos, las formas y protocolos de la vida civil y las reglas de lo democrático”. En efecto, el odio es una pasión profundamente abyecta y poco noble (un ugly affect, apunta Giorgi) que no logra encajar en los moldes civilizatorios y los pactos democráticos. Una sensibilidad de derecha y reaccionaria, no es la bronca revolucionaria o la furia travesti que proclamara Lohana Berkins. El odio es, en este sentido, un afecto incómodo, ambivalente y bastardo que empuja límites y corroe formas de relación.

Abordar el odio, entonces, pero a partir de las dramatizaciones sociales más recientes. Ese es, precisamente, su recorte estético-político, desde las manifestaciones feministas, negras y de mujeres que ganaron cuerpo en Brasil a partir de 2013, pasando por la marea verde abortera en Argentina hasta la oleada neoconservadora con Mauricio Macri y la elección de Bolsonaro en octubre de 2018. Los dos ensayos que componen Las vueltas del odio se situan en un clima de época (una atmósfera afectiva, un stimmung determinado) que se caracteriza por la rearticulación de los lugares de enunciación como guerras en la lengua pero sobre todo la irrupción de agenciamientos colectivos (“guerras de subjetividad” agrega Giorgi citando a Lazzarato y Alliez) que se leen como un sismo y un temblor a los protocolos de la expresión democrática.  

En Argentina y en Brasil [de modos diferenciados pero similares] es el odio que sacude los marcos de legibilidad y las liturgias de lo democrático, es un chirrido, un grito y una voz inaudible que desborda los canales de representación política disponibles: se reivindicarán la dictadura, el genocidio, el machismo y  el racismo. Kiffer & Giorgi coinciden en este punto, a saber, una sacudida corrosiva que marca un momento límite de cierta normatividad democrática y de su capacidad para gestionar, dar cuenta y absorber los conflictos generados por el dictum neoliberal de lo social. El odio es una escritura de lo incorrecto y de la transgresión de los pactos democráticos y la cultura civil liberal, específicamente, los derechos humanos como repudio al genocidio que antecede las democracias, los derechos humanos como fundamento último y como gramática cultural de las posdictaduras.

[Fuera comunistas de Argentina / El peronismo es el virus / Basta de kuarentena / Patriarcado Unido argentino. Acción celeste Argentina, Córdoba]  Extractos liminares de la marcha 17A en Córdoba”

Un sismógrafo de movimientos vibrátiles, Las vueltas del odio. Gestos, escrituras, políticas está organizado a partir de una breve introducción y dos ensayos largos, primeramente “Arqueología del odio. Escrituras públicas y guerras de subjetividad” de Gabriel Giorgi quien trabaja sobre tres instalaciones artísticas, dos brasileñas y una argentina, Diarios del Odio de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny (2014 y 2016), Odiolândia de Giselle Beiguelman (2017) y Menos um de Verónica Stigger (2014). Y en segundo lugar,  “El odio y el desafío de la Relación. Escrituras del cuerpo y afecciones políticas” de Ana Kieffer [traducido por Mario Cámara] quien trabaja sobre un espacio de tríptico escenográfico: Escena 1-Compulsión (Compulsão: acto de obligación, fuerza que compele), Escena 2- Cuerpos de límites, límites de los cuerpos (Corpos de bordas, bordas dos corpos) y Escena 3-Relación (vínculo, conexión. En francés déliaison palabra que indica también el rasgar, algo que se rompe). 

Así, este libro busca desentrañar no solo el funcionamiento del odio en los regímenes gubernamentales bajo el mandato de personajes celebrities, tan grotescos como ridiculizantes (el nuevo fascismo pop 2.0) sino que busca considerar también ¿qué hace, cómo circula el odio, cuáles son sus movimientos y orientaciones, cuál es su mecanismo interno? la pregnancia que adquiere en los regímenes discursivos y la capacidad de infiltración epidérmica sobre los cuerpos populares. Las redes sociales y lxs haters, los comentarios anónimos (sin rostro, sin firma y sin autorxs), lxs trolls y las fake news “¿Dónde y cómo se escribe el odio? ¿Cómo y dónde escribe el odio?” Los archivos afectivos del odio son otros, parecen insistir Kiffer & Giorgi, las interfaces y los soportes son otros, su terreno es más bien maleable y fluido, su materia es presuntamente más efímera y residual: desde las escrituras precarias de los emojis, los memes y gifs, hasta los mensajes de wsp y el big data, las cadenas y los algoritmos, forwards y los forums on line

Sin caer en simplificaciones o lecturas moralizantes, esto es, el odio como aquello que está fuera del juego democrático o como un atributo de un conjunto de figuras reconocibles, la vida de derecha (apunta Schwarzböck) y el espanto que nos generan bolsonaristas, macristas, profamilia, resentidxs, provida, revanchistas, antivacunas, manipuladxs, fascistas o de la extrema derecha. Por contraste, insisten lxs autores, el odio se convierte en un terreno de proximidad, una pedagogía sensible y un horizonte social. Efectivamente, el odio es una fuerza performativa que se produce a través del gesto, en su dimensión dramatúrgica, repetitiva, coreográfica y teatral, el odio es un afecto que se mide en su materialidad corporal, gestual y en su capacidad expresiva. Lo que aquí cobra especial atención es, como escribe Kiffer, el gesto corporal de poner el brazo en señal de puño como nudo semiótico gestual de la noción de revolución en occidente pero también la manipulación, la repetición desplazada y deslocalización de aquel gesto; y como ejemplo paradigmático la campaña electoral de Jair Bolsonaro que resemantiza y reinventa el puño al elevar el brazo a la altura del hombro en referencia al saludo nazi, citando la cadencia corporal de un cuerpo militarizado.Y en otro gesto, también operado por Bolsonaro observamos que el puño se transforma en dedo índice y de inmediato en arma.

Así, el odio indica un movimiento semántico que pasa por la afección corporal y más aún, va del humor al gesto, lo que traza un contorno de los cuerpos y de sus relaciones, que no se contiene hacia el interior (lo individual y psicológico) y necesita manifestarse para afuera, hacia el entre de la vida en común. Efectivamente, el odio gravita en torno al universo del afecto y esa es precisamente, su potencia política: el afecto en su capacidad de condensación de sentidos y de yuxtaposición, como sedimentos acumulados, experiencias colectivas, de temporalidades e historia.

 El afecto es al mismo tiempo, afirma Giorgi, evento y memoria en su capacidad expresiva. Como sucedió durante las protestas del campo en Argentina (año 2008), el odio se convirtió en laboratorio de lenguajes (reaccionarios y restauradores, seamos enfáticos). El odio trabaja, asimismo, sobre los registros temporales latentes, su potencia radica en la superposición de capas temporales. El odio convoca memorias tanto del Estado disciplinario moderno como de matrices coloniales previas: lo digamos de nuevo, el odio trabaja sobre un tiempo futurista y reproductivo (en un doble sentido, reproducción de la especie y reproducción del capital), un tiempo de crononormatividad [chrononormativity] (un relato hegemónico del tiempo, según explica Elizabeth Freeman), esto es, las memorias de la raza, del macho, de la dictadura y del orden colonial.

 El carácter performático del odio es el gesto y la voz, eso que encuentra en la escritura electrónica una nueva expresividad. La circulación, la velocidad y el contagio del odio es corriente afectiva, un afecto háptico que recorre la red y las escrituras digitales. En el límite de los cuerpos y de nuestras lenguas el odio pertenece al universo de lo táctil que pasa por las manos y por los rostros y que apunta a la relación quiasmática o de copertenencia recursiva entre el gesto y la voz, entre los lenguajes digitales y la materialidad somática o también entre las escrituras que modelizan afectos.

El odio forma parte de las pasiones de los sujetos democráticos y no es una mera afección sublimada en cuanto proceso pacificador, esto es, la transformación oposicional del odio en amor. El odio, en definitiva, como parte constitutiva de lxs sujetxs democráticos (el odio está democratizado como norma y no como excepción, es parte de la nueva normalidad democrática: fig. “odiadores seriales”) y no como aquel límite exterior del juego democrático y sus actores apaciguados, ciudadanos autocontenidos y  racionales.

 Terreno de luchas por la dicción democrática, por los espacios que ocupan los cuerpos en una zona de ambivalencias coincidentes, el odio es un conjunto amplio y expansivo de potencias reactivas (una política del odio) que busca producir lazos y mundo colectivo. En efecto, el odio busca demarcar un colectivo y se quiere capaz de producir lazos en su repudio, de allí su disposición relacional: “el odio quiere hacer mundo colectivo a partir de la segregación de unx otrx y de lo que ese cuerpo representa o encarna” apunta Giorgi. En este sentido, la comunidad imaginada del odio es un tipo de mundo privatizado, reorganizado y restaurado donde cada cuerpo ocupa su lugar, en la casa, el trabajo, en sus clases sociales, en sus razas y en sus identidades sexo-genéricas.

Sin embargo, el odio es también potencia creadora y de resistencia (un odio político), el odio es también líneas de fuga y puntos de desvío que reinventan lo común. Hacer del odio un reconvertor comunitario, de proliferación de alianzas múltiples y heterogéneas. “¿Cómo odiar juntxs y no apenas unxs a lxs otrxs?” apunta Kiffer. Aquí adquieren relevancia las máquinas enunciativas de los feminismos y de las disidencias sexo-genéricas como laboratorios políticos e instancias de experimentación. Como lo indica el lema feminista “al patriarcado lo hacemos concha” para revocar el orden patriarcal y reinventar cuerpos en nuevas formas de prácticas democráticas.

Por último, cabe destacar una operación que nos interesa especialmente. Así como Kieffer señala que el odio se torna legible como escrituras del cuerpo y como inscripción operativa de gestos (Bolsonaro resignificando el puño revolucionario en saludo fascista y como arma), Giorgi por su parte subraya una operación complementaria que es leer qué le hace el odio a la escritura, es decir, pensar la escritura electrónica y digital y pensar la escritura misma como gesto, qué potencias activa el odio en la escritura.

 En efecto, el odio contemporáneo posee también otra inflexión: la cuestión del soporte, de los campos de inscripciones, de sus múltiples registros. Se trata de una reconfiguración radical del universo de lo escrito, de las tecnologías, los circuitos, los enunciadores y los públicos. Considerar estas escrituras permite abordar los modos de inscripción del odio que viene consolidándose como sistema de escritura y de enunciación en países poscoloniales (escribe Kiffer), con altos índices de analfabetismo y exclusión: se trata de la cuestión de la lengua, de hablar una lengua o inventar una lengua menor, hablar mal una lengua en relación a las fronteras rígidas y elitistas del sistema literario.

En torno al odio lo que se mide es una disputa por lo decible, lo enunciable y lo publicable, por los pactos de dicción que definen la posibilidad de la vida democrática –los lugares de enunciación (Lugar de fala agrega Kiffer citando a Djamila Ribeiro), de interpelación, de lectura– y por lo tanto, por las formas de distribución de eso que llamamos “esfera pública”. El odio es un signo de las transformaciones de los sujetos y las prácticas de la escritura, los odios contemporáneos son también nuevas voces y nuevos lugares de enunciación. Si el odio hace temblar un orden del discurso, entonces, estas disputas por la enunciación suponen una guerra en y por la lengua, aunque también por esa institución siempre perimida que es la literatura y su figura paradigmática, el escritor.

Hacia lo electrónico y lo digital se dirige el odio, en otros soportes (los registros de lo oral, lo performático y lo escrito) y en otras interfaces (la publicación y los posteos, los foros de opinión y los comentarios on line como activación de una fluidez que lo impreso tiende a mitigar), sus registros y sus personajes (usuarixs, comentadorxs, trolls, bots, gatekeepers), en un contexto de transformación de las tecnologías de escritura. Y donde emerge, nuevamente, la pregunta por lo literario: las escrituras de odio son “prácticas literarias sin Literatura, de escritorxs/escribas/transcriptorxs sin Escritxr, de heteroglosia sin la Novela” apunta Giorgi. Es decir, una transformación de los límites de la palabra válida que son nuevas luchas y nuevos circuitos de lo escrito pero que además es un contexto donde lo que está en juego son otros modos de pensar lo colectivo y lo público, sobre la base de instancias de relacionalidad más episódicas, efímeras y móviles.

 

(Actualización septiembre – octubre 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646