diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Señoritas, la luz de sus cuerpos encandila
Los caprichos de Leonora, de Mariela Laudecina, Buenos Aires, Caleta Olivia, 2020.

Leer Los caprichos de Leonora sin conocer la obra de Leonora Carrington es como compenetrarse en un partido de TEG sin conocer las reglas. Puedo afirmarlo porque hice ambas cosas. Podemos jugar, comprometernos enteramente y divertirnos durante horas. Pero permanece latente la certeza de lo que no sabemos: intentamos atar cabos, hacemos listas de personajes, de animales, de criaturas en general, y sabemos que hay un sistema de reglas que explican la totalidad de los elementos que estamos manipulando, que existe aunque podamos prescindir de él. El manual de instrucciones del libro de Mariela Laudecina está seguramente en la obra de Leonora Carrington. Podemos ir a buscarlo, o jugar a jugar.

No sé si es porque el encierro me produce esa ya gastada sensación de tiempo detenido, si es porque en apariencia nada pasa y eso me molesta, si es porque mi cabeza necesita historias que se desplieguen como campo abierto para salir a correr como un perro lleno de energía que vivió toda su vida en un departamento. No sé por qué es, pero últimamente cuando leo poesía sólo puedo intentar leer historias, los poemas como porciones aisladas de largas novelas. Y así leí Los caprichos de Leonora. Y de nuevo, como la partida de TEG sin reglas, una cara de la novela se esconde de mí. Lo imagino así: una historia extensa, llena de personajes, narrada oralmente por dos o más de dos juglares, o aedos, o actores que pusieran sus voces para la grabación de un audiolibro. Esa narración grabada en estéreo, y todos los canales perdidos menos uno. A través de Los caprichos de Leonora me llegan sólo fragmentos de algo que ocurre en otro mundo, y en lugar de intentar completar ese relato yo me limito a relevar sus elementos vertebrales, porque creo que esos fragmentos que encontramos en el libro de Laudecina tienen algo para decir.

Voy a tomarme un párrafo más para explicar el misterio en las páginas de Los caprichos de Leonora. Como en esa pintura que evoca la contratapa de Mariana Robles, en que el monstruo se asoma desde debajo de la cama, somos testigos sólo de ese momento. La pintura tiene un modo peculiarísimo de contar historias, que es el modo de la imagen. La mujer que lee y el monstruo que sale de debajo de su cama son un momento, y nosotrxs lectorxs de esa historia no podemos más que adivinar el antes y el después, o inventarlos. Las criaturas y los versos de Mariela Laudecina existen por fuera de las páginas de su libro, en otro mundo, y ese mundo lo tienen en común con la obra de Leonora Carrington. Pero no es como si accediendo a la obra de Leonora Carrington fuéramos a comprender de pronto los pormenores de la historia que se deja entrever en los poemas de Laudecina; accedemos a otros fragmentos de nuestra grabación en estéreo, pero aún estamos lejos de enfrentarnos a la historia completa (y, es hora de asumirlo, jamás lo haremos). Pero claro, un texto echa algo de luz sobre el otro y viceversa.

En los poemas de este libro hay magia, diversos tipos de ella: pócimas, invocaciones, actos de fe. Hay también animales, animales híbridos, híbridos de animales con persona, personas mujeres y personas hombres, mujeres brujas, mujeres de tres ojos y mujeres de sólo un ojo, gobiernos, aliados, astroanimales. Sus poemas construyen un discurso sobre la libertad, sobre la identidad y sus fronteras, y por sobre todas las cosas, sobre el deseo y el capricho.

Es sabido que en la obra (principalmente en la obra pictórica) de Leonora Carrington abundan los animales. En el poemario de Laudecina, como decía, también. El universo viviente de Los caprichos de Leonora parece un reino tripartito: animales, hombres y mujeres se reparten cualidades distintas, conviven, se interpelan. Los animales parecen portar el don de la divinidad (“no hay a quien rezarle / mis gatos conceden paz y juventud”), las mujeres la magia y la potencia, encarnadas algunas veces en brujas; los hombres aparecen inscriptos por fuera de la sociedad mujer-animal tendida a lo largo del libro. Resulta evidente que a pesar de nunca terminar de definirse la referencia de los pronombres de primera persona, la perspectiva, tanto individual como colectiva, de quien habla en el poema es femenina. La identificación con las diversas y a veces híbridas figuras de la mujer es rotunda, y esas figuras establecen a su vez, como decíamos, una sociedad mística con los animales, un vínculo de solidaridad, de complicidad. Como una suerte de plegaria, el primer poema pide a la estrella Alfa Canis Maioris, también conocida como Sirio (y a la que acabo de referirme como astroanimal, claro). ¿Qué pide? Pide cualidades, poderes: la agilidad del coyote, la astucia de la araña, la ferocidad del tigre. (Y al final concede: “Gracias Alfa Canis Maioris, infinitas gracias / Animal tenías que ser”). “Es todo lo que necesitamos”, dice sobre los dones solicitados, y “los hombres se ocupan de asuntos extraños y hostiles”. Los hombres quedan afuera de esa plegaria, no participan casi en ningún momento del plano mágico, místico, instintivo en que se desenvuelven mujeres y animales. Las mujeres tienen el deseo, la pócima y la palabra, y su alianza con el reino animal. Los hombres “escriben la historia, se burlan de la esencia / manipulan significados, la adoran vanamente”.

Por momentos, el conjunto de “los hombres” permite la lectura de especie, de género humano y ya. Sin embargo, la aparición de “las mujeres” y de mujeres específicas es insistente y termina forjando una delimitación entre unos y otros que no puede ser eludida. Encontramos las siguientes menciones de mujeres (y afines): la Giganta rubia (con su huevo), la madre, la divina hermana y la sacerdotisa, la médium, la mujer de tres ojos y la de uno solo, la bruja, la doncella de cabello blanco, la mujer voladora, la mujer sin cabeza, la niña y, claro, la propia Leonora. Además de ellas, en dos poemas diferentes aparecen útero y ovarios (biológica y tradicionalmente asociados a la mujer, claro): “Oh pluma viviente, mi tercer ojo ha visto / el triunfo de miles de ovarios” y “Mi útero proyecta los deseos / claros y directos como flechas”.

Así como el primer poema, también el último constituye una forma de la plegaria. Los últimos versos del libro son: “Nosotras le rezamos al águila roja, patrona de los animales videntes / … que regrese con vida y le devuelva la locura”. El pedido es un tópico recurrente, o más bien omnipresente, a lo largo de este poemario. La manifestación del capricho y el deseo, de la necesidad, de la urgencia. Este pedido se expresa a veces como plegaria, como vimos, y otras veces como exigencia, pero siempre parece tender hacia lo animal. Libertad e identidad se presentan en sus formas más salvajes, muy lejos de todo lo que los hombres hacen, muy cerca de la naturaleza incontrolada e irrestricta. Y como decíamos más arriba, las flechas claras y directas del deseo y el capricho son disparadas desde un útero. El sujeto de la plegaria es siempre el mismo.

El libro de Laudecina termina con la plegaria por el perro de Leonora que se ha perdido, y yo me quedo detenida, como flotante. Apenas conozco a todos los personajes que se amontonan en mi lista, en la lista que hice intentando visualizar algún tipo de patrón de aparición, alguna forma de identificación que me permitiera entender su significado. Y se me ocurre que quizá no sea esa mi tarea, que no deba entender su significado sino asumir sus apariciones sin más. Que las mujeres poderosas y los animales sagrados que corretearon por estos versos, como tomados en préstamo de los cuadros de la pintora, seguirán desfilando a la vista y a escondidas por ese mundo común que inventó a Leonora Carrington, a Mariela Laudecina y quién sabe a quién más que no sabremos. Cuesta creer que cuando devuelva este libro a mi biblioteca vayan a quedarse quietos, quizás sea entonces cuando transcurre la parte de esa novela que nunca terminamos de escuchar.

 

(Actualización septiembre – octubre 2020/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646