diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
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Julio Schvartzman
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Diseño

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El agua y los días
Diarios del agua, de Roger Deakin, Madrid, Impedimenta, 2019. Traducción de Miguel Ros González.

La natación es el arte de moverse en el agua. A pesar de todos los tratados que se han publicado sobre este arte, aún hoy la natación no significa más que lo propio de su pequeño nombre. Esto se debe a que no se supo poner al alcance de todas las inteligencias y de todos los bolsillos los métodos simples y claros de aprendizaje, en poco tiempo, sin cansancio y sin esfuerzos.

Jean Pierre Brisset

 

 

Volver a un estado salvaje: el agua pareciera tener esa propiedad, esa posibilidad, esa potencia. Qué hay en el agua de la ancestralidad, qué hay en el tiempo de su memoria, qué hay en el instante de su propia pérdida. Qué hay de nuestro cuerpo, agua en porcentaje inimaginable, cuando se resiste sin saber al estado mágico de la flotación. Aprendí a nadar poco antes de cumplir cuarenta años. Algo de la efeméride. Algo de una vida sentimental en problemas. Algo de un cuerpo en sensación de pérdida. Algo de una meta necesaria. Algo de un sueño. Algo de un miedo. Un espanto heredado, sin causa. Con todo, aprendí a nadar a los casi cuarenta años. Y en ese aprendizaje, la lectura y la escritura fueron compañía en el camino de las técnicas: el sueño del cuerpo, el recuerdo de los ritmos se hicieron memoria de lo leído. Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada. Viel Temperley y sus brazadas escandidas en las páginas de un largo de crawl.

Aprender a nadar y hacerlo a diario fue una experiencia de literalidad atroz. Me sumergí en la lectura de algunos diarios de nataciones. Primero, Al Álvarez y su diario del nadar en los estanques de Hampstead Heatd en Londres, registrando la experiencia de rejuvenecimiento (producida por el agua fría) de un cuerpo demolido por los años y la actividad física extrema (En el estanque (Diario de un nadador), Entropía, 2018). Luego, me llegó el libro que quizá sea la contrapartida del diario de Álvarez, o su contracara, algo así como el reverso salvaje de un anverso citadino: Diarios del agua de Roger Deakin, libro originalmente publicado en 1996 pero recién editado en 2019 (traducido por Miguel Ros González para la editorial madrileña Impedimenta). Inspirado en el inquietante nadador de ficción, el entrañable y controversial Neddy del cuento “El nadador” de Cheever, Deakin se propone un “viaje a nado” que parte de su propio foso en Suffolk y se dirigirá hacia toda Inglaterra: mares, ríos, lagos, lagunas, estanques, piletas, en suma, una fiesta del agua y del nado sincronizado con la naturaleza y cronicado en la escritura. Y acompaña la edición del libro un mapa de “los grandes baños de Roger Deakin recorriendo el Reino Unido”, instrumento paratextual que en la lectura se hace menos un elemento de consulta de la localización geográfica que una experiencia de lectura simultánea en la ensoñación cartográfica.

La natación salvaje es el deseo: no una natación sin estilo, no una natación sin técnica, menos aún una natación sin experiencia sensible, sin experiencia estética en todos los sentidos posibles; sino el arte del nadar en la libertad del agua. Y hacerlo en el reclamo para sí del ejercicio de una “actividad subversiva”: poner el cuerpo en estado salvaje para experimentar un punto de vista diferente “desde el que observar al resto de la humanidad encerrada en la tierra”. El viaje acuático atesora así la promesa de poner el cuerpo en la materia misma que él es: agua que se mueve y que en el agua hace una experiencia de pasaje, del mundo público del aire al mundo privado del agua, ahí donde los sonidos se ensordinan y envuelven su misterio en el útero primordial de la vida.

Venimos del agua y nadar es un rito de iniciación de cruce de fronteras: la superficie misma del agua debe ser traspasada para que así se produzca el cambio de la atención máxima del cuerpo en gravedad a la elasticidad plástica del cuerpo en flotación. Deakin sabe que su viaje a nado le dará acceso a un mundo tan ancestral (en términos iniciáticos) cuanto contemporáneo (en su fase contaminada). Este viaje le da al nadador la perspectiva salvaje de quienes nadan en agua natural y, al mismo tiempo, la mirada denunciante de quienes saben (conocen y saborean) las aguas contaminadas del progreso. Hacia atrás y hacia adelante, este viaje es una inmersión en el tiempo sin tiempo de la ancestralidad de los úteros y en el tiempo sin tiempo de la aceleración de las máquinas. En este sentido, las aguas naturales que Deakin buscará nadar serán “naturales” sólo por oposición al artificio de las piletas; no obstante, nada menos “natural” que las aguas que exhalan el olor de los pesticidas, que exudan su color químico, que ofrecen sin querer su sabor ácido, producto de las ambiciones económicas.

¿De quiénes son los ríos? ¿Acaso no son de quienes lo nadan? El nadador de este diario registra, cada vez que surge una prohibición o imposición en su viaje acuático, su crítica a la propiedad, a la malversación, a la injusticia, a la contaminación, al descuido imperdonable del agua. Así, leemos el registro de la enfermedad o la desaparición de distintos tipos de peces y plantas, la dificultad actual en el avistaje de la fauna y la flora que era típica de cada lugar, la mutación de diversos usos y costumbres que hacen de cada margen de río, de cada orilla de playa o de cada borde de piscina, auténticos espacios de multiplicidades temporales, umbrales de la historia de un país, vórtices de nombres donde se arremolina el agua de las historias mínimas.

No obstante, hay que decir que este nadador dispone de recursos varios para llevar a cabo su viaje, recursos tanto de bolsillo cuanto de inteligencia, para usar los términos del epígrafe de Brisset. De todos modos, es fascinante la repercusión que una definición simple de natación como la del arte de moverse en el agua (también de Brisset) cobra dimensión en este diario; y cómo se abre a múltiples experiencias, técnicas, localizaciones, temperaturas. De lo individual a lo tribal, del estilo “pecho” (o “braza”, como leemos en la traducción) al buceo, del estanque al mar, del agua caliente al agua fría, de la desnudez de la piel al traje de neopreno, del acampe a la intemperie a las habitaciones de hoteles locales, toda una gama de detalles, toda una fiesta puntillista de la oscilación, ese vaivén al que nos lanza la experiencia de la natación, casi como emulando la ondulación continua de las aguas.

Que nunca se nade dos veces en el mismo río parece ser aquí una idea menos importante que la experiencia de nadar un río, una y mil veces, en el despliegue de una libertad; “libertad” cuya noción nos es familiar al cuerpo aunque su concepto sea inusitado o incluso ajeno a las acepciones de los vocabulario de las reglas. Libertad a la letra y en la letra, podríamos decir; libertad al cuerpo y en el cuerpo, también. Porque aquí no se trata de una natación como ejercicio (a lo Álvarez) sino de una natación como amplificación. En la fuerza del agua, en su peso, en su densidad, en su desobediencia, el cuerpo calibra su espesor y, tan díscolo como soberano en el desconocimiento de un valor que no se mide por su peso, emula una libertad desconocida, “como si la fluidez del agua fuera contagiosa”.

Empecé a leer este diario justo cuando aprendía a nadar, sumergida en mi historia de miedos que buscan su fin; terminé de leerlo durante el acontecimiento inédito de una pandemia mundial, aislada no solo del agua que nado a diario, sino también de la posibilidad de la atenuación de los miedos. Me había propuesto terminarlo en el verano y por primera vez agradezco que otras cosas (no siempre lecturas) se hayan interpuesto en mi plan. Porque terminé de leerlo en este tiempo de aislamiento, donde lo que vivimos oscila entre la suspensión y la precipitación. Leer este diario supuso la experiencia de un vórtice perfecto: entre la ancestralidad del agua y la aceleración de la técnica, entre la tensión del cuerpo que entrena y la debilidad de los músculos que se distienden, entre el paisaje recortado de la visión de un cuerpo que se desplaza por el agua y la perspectiva esquiva de la mirada que ve el mundo detenido por la ventana. En el centro del vórtice está la alquimia de la escritura, la magia de las ficciones, la plasticidad de la lectura: viajar en la quietud de la letra, nadar en la vertiente escrita de la imagen helada, andar en la playa caligráfica de las corrientes peligrosas; en suma, leer la escritura del agua en el agua de la escritura. Y así, tal como lo dice y lo confirma el nadador subversivo de este diario, nadar y soñar se hacen algo indistinguible.

 

(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646