diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Hay de todo en esta novela de Ariel Luppino (Monte Grande, 1985): control, enfermedad, cárcel, violación, complot, poder, drogas, castigo, descontrol, amenazas, manipulación, guerra tecnológica, tortura, sobornos, dinero, sadismo, transformaciones, religión, narcotráfico, prostitución, esoterismo, enajenamiento, fraude, escritura (el protagonista escribe), y muchísimo más. Todo esto, digamos, está naturalizado y sedimenta por debajo de una estructura hecha de capas de pasados y futuros que confluyen hacia un capítulo final denominado “El fin de los tiempos”; sus grandes trazos argumentales avanzan a dosis sostenidas en el llano del mundo, en un día a día donde cualquier trivialidad es operada por un efecto de distorsión masiva.
Podríamos describir de qué va la cosa a medida que el protagonista/narrador/escribiente –detenido por presunto vampirismo– las va conociendo por boca de distintos personajes: en resumen, el Dr. Ku introduce máquinas que se filtran en el Sistema para dañarlo; colonizan el cerebro de los humanos y lo “desequisan”, le roban su identidad. Esto, claro, no explica nada; en realidad, no hay nada que explicar porque Luppino somete sus materiales a una velocidad que arrastra los acontecimientos hacia un paso de falseo de rosca y en la lectura las cuestiones centrales emergen, se abandonan, más adelante se recuperan, casi irreconocibles, en estado de descomposición. Lo que ya estaba presente en su primera novela Las brigadas (2017) acá se reversiona y amplifica. Si el estatuto aún en pie de la novela es su organicidad, hay en este libro zonas pudriéndose al mismo tiempo que otras surgen o reverdecen.
Las máquinas orientales también puede leerse como una fábula teñida de crueldad que teje su entresijo de carne y fierrerío con el pespunte de una fricción desatada que no decae –se tensa, se destrenza y otra vez a darle– porque hace cancha política en su sangría institucional; la violencia es el pasaporte en mano, el salvoconducto, uno se reconoce en el otro si domina o es objeto de dominación, en un mundo donde “el dolor es otra gran distracción; cuando sufrimos no advertimos lo inútil que es vivir”. El forzamiento de los cuerpos animaliza los intercambios y regula, en su tracción, el avance de la trama y las recolocaciones de los personajes. En ese tren leemos: “Al otro le había tocado perder. Tenía que hacer de tripas corazón o de su culo una concha. El Comisario trepó por la espalda como una araña y al llegar a los hombros se dio vuelta, cabeza abajo, y volvió a bajar hasta las ancas, siempre como una araña, y entonces hizo el Monstruo de Dos Heces […] en el barrio todos tenían una foto del Comisario en sus casas […] el vampiro era él, no yo”.
Apunto acá dos escenas equidistantes en el libro que establecen, en cierto modo, una toma de posición hacia afuera. En la primera, el protagonista lee en el subte Best seller, novela de Fontanarrosa –en la entrada de un ignoto blog que recopila lecturas, fechada en noviembre de 2009, la lectora Caro aconseja no leer el libro en subtes– y cuando es descubierto por un pasajero, da vuelta la tapa del libro por vergüenza de que lo sorprendieran leyendo un libro con ese título; “hubiese preferido tener una novela de Wilcock o Copi entre las manos”. Y en la segunda, de características semejantes, afirma ante “una gorda que parecía una usina” que le gustaría escribir como Roberto Bolaño, aunque luego se arrepiente de no haber nombrado a “Osvaldo Lamborghini o Alberto Laiseca, si de muertos se trataba, ellos por lo menos eran argentinos y mejores que Bolaño”.
Por dichos esquemas de referencialidad salta la térmica de la novela: al protagonista/escribiente no le hace falta leer libros de Wilcock, Copi, Lamborghini o Laiseca porque habita los mundos creados por esos autores. Está ahí, adentro, los sistemas de lectura –y en ellos las tensiones las operaciones de sustitución– le rinden evidencia: mientras a su compañera María Luisa le publican un libro “en castellano neutro” que se torna un best seller, el protagonista avanza “a paso lento” en su autoficción. La literatura, explica para sí mismo, “debía ser algo espacial, abstracto”; asunto que mastica mientras allá abajo los carros hidrantes reparten gas pimienta y los soldados enredan sus patas con látigos de metal.
Aunque la realidad, como dice el narrador, sea una trampa y los recuerdos configuren experiencias no vividas, hay un resto de belleza en un mundo en trance de desaparecer; así, entra en las páginas “un pájaro de litio movido por un mecanismo de relojería, cuyas enormes alas se desplegaban cuando una balanza de precisión hacía contrapeso. Al comienzo era un sueño recurrente, una epifanía […] Voló por encima de las Casas-Bloque y aterrizó sobre mi pecho, y a través del parlante repitió la profecía: ´Alguien vendrá a vengar en una muerte a todas las demás´”.
La salida, dice el libro, es por Montevideo, nuestra “segunda patria”.
(Actualización diciembre 2019-febrero 2020/ BazarAmericano)