diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Antes de comenzar quiero hacer un breve comentario. Lo que más me interesó de este trabajo, de esta tirada de opiniones y sentimientos que el libro de Ángel me regaló, fue no conocer a Ángel. Nunca hablé con él. La valoración de esta falta surge, sin más, de la imaginería de corporeidad humana que se les carga hoy día a las producciones artísticas. Me interesó tener un contacto con la obra y no con un avatar, un artista-imagen, ni por amigo ni por ídolo. Entré al libro sin saber de nada más que de la editorial, ABEND, la cual sí suele captar en gran medida mis gustos e intereses. Ahora doy paso a mis consideraciones personales.
Entrar a Cortes es toparse con una escritura dura. Cada poema (¿o corte?) es una piedra a talar que apunta a lo no dicho, a iluminar y movilizar aspectos neutralizados de la realidad. No es una obra que ofrezca retratos complejos, sino cortes problemáticos de un todo en turbulencia que deviene, también, de una historia turbulenta. A esta historia se regresa una y otra vez, y también se la devela: el libro coloca al devenir histórico como pieza central para la comprensión, satirización y cuestionamiento del hoy. Los cortes logran, en conjunto, un libro que deambula entre tonos ásperos y tonos hermosos (o ásperos hermosos) que nos actúan con fuerza en el adentro. Pero que la escritura sea dura es, además de algo históricamente relativo, un logro. Víctor Shklovski escribió, el cinco de marzo de 1923, que los argumentos narrativos habituales de su época le provocaban la misma sensación que los dientes a un dentista. Quiero valerme de esta expresión para inclinarme a decir que cada uno de estos cortes es un giro drástico que, a groso modo, se aleja de los motivos poéticos habituales del hoy. Pero saben, al mismo tiempo, insertarse en el ágora actual de producción artística, dándonos bombardeos de marcas contextuales de nuestro presente. El libro de Ángel está repleto de actualidad. Las aristicidades, dirá el corte V, tienden a extinguirse, y la escritura será niña sin padre. Esta escritura se nombra a sí misma en repetidas ocasiones y se repiensa, medita su lugar. Los dientes de esta escritura son auténticos y muerden, muerden como pantera (corte XI).
Leer el libro es inquietarse. Chocamos, de entrada, con un inicio pesado y denso en el que la caspa cura, un shampoo aparece en versalitas imponentes y Santa Claus se suicida con una escopeta. Ante esto no queda más que detenerse y analizar, indagar en un campo de letras que se hacen notar y piden a gritos una revisión, que decantan en un impulso de curiosidad que se nos manifiesta en un perturbado «qué me está queriendo decir este poema». Sentimos ofuscación al ver cierto develamiento de los problemas de nuestra actualidad social. Esta corriente impulsiva, que nos despierta a la curiosidad de indagar lo leído, hace de cada corte una incitación a la revisión del posicionamiento ético personal. Es que el libro, con algunas zonas más crudas y otras más amenas, nos lleva a lo reflexivo. Los cortes entran, se sumergen, llegan a ser amigables y avanzan a lo íntimo, pero saben insertarse en el adentro para llegar al fondo con una bofetada de cambio. Esta bofetada avisa, a veces con cierto tono de resignación, lo plástico y violento de nuestra vivencia contemporánea. Resulta difícil ser neutral ante este aviso. El libro nos pone en el lugar de observadores, pero al mismo tiempo estimula nuestra actividad.
Sin embargo, lo crudo y denunciante no coarta la certidumbre de poesía: el fraseo de los cortes tiende a ser melódico verso a verso, el trabajo con la lengua se aprecia y nos habilita una lectura que, en lo formal, es liviana y natural. Y el lenguaje natural de una mente actual está signado, en contenido, por la híper fragmentación de la experiencia. De esta manera se cuelan, como es natural, diversos ecos que parecen no tener relación entre sí. Cada lector verá cómo y en qué medida relacionarlos, si es que los relaciona, pero cierto es que cada eco, cada fragmento de fragmento aparece en el libro como parte constitutiva de un todo en caos, y bajo esta mirada es que, en Cortes, la expresión de vida más insignificante cobra sentido y los hechos míticos y trascendentes se montan a la par de una minúscula partícula de un devenir cotidiano.
Vemos una naturaleza subsumida. El cemento y el plástico son apabullantes y no sólo nublan la vista, sino que, más drásticos, nos muestran un funeral. Ahí es donde “al níquel lactescente de la luna/velan los arcos voltaicos del camino”. Por este camino transitamos. La vida natural no se presenta parcial ni obtusa, directamente es coartada y se nos brinda otra, todavía más artificial, enjaulada, una no-vida, vida de envoltura. La vida y la muerte son jardines japoneses en macetas de cemento. De esos jardines somos cortes y lo experiencial es, en ese montaje, un fragmento producido en serie. Vemos cómo lo divino se suicida, la industria asciende al apogeo y lo natural se vela. Lo trascendente se escurre y el acá se explota, se parcializa, y paso a paso se destruye. La imagen de felicidad eterna se apunta a sí misma y dispara, dando lugar a la felicidad dinámica y efímera del fragmento. Vemos, “aplastada contra un/plástico verde,/la palabra persona”.
El clima también tiende a cambiar, a ser fragmentario. Después de asistir al suicidio inesperado de Santa Claus, entramos en el espacio rítmico de un baile de Boogie Woogie al son de «Hociquito de ratón». La escritura, en esta instancia, se expulsa hacia el mar. Ante la escena desahuciante que colocan los dos primeros cortes se opone un fragmento de lo experiencial distendido, del momento liberador del baile. Quizá una forma práctica de escapar de lo artificial de las macetas: expulsar de a ratos el constante pulso del pensamiento que constriñe y habituarse al momento del pulso del ser liberado. Pero el escape es momentáneo. La escritura retorna y actúa, forma un personaje.
La luna (que creíamos desaparecida y velada) vuelve a la realidad. En esta realidad hay un cadáver, una mujer yace muerta. Ahora ella es la asesinada. Si la luna había sido velada en la marea de cemento y en el encierro voltaico, regresa ahora denunciando una verdad. Así “desentuba de los cuerpos/los cursos gramaticales en desuso”. ¿Qué busca esta escritura? Apuntar a lo no dicho, desmontar los cursos gramaticales totalizantes, intentar narrar la realidad indecible desde los tatuajes violetas y no desde los procuradores desahuciantes. Los Cortes buscan emancipar el discurso, develar la naturalización conceptual: doblegar el codigario abstruso. La fuerza del cuarto corte, por ejemplo, “hurga en lo más miserable del idioma/en busca de los nombres que conjuguen/la cópula del juez, del cura y del abuso”.
En esta búsqueda emancipadora la historia vuelve y se la vigila, y el sueño de la lengua española empequeñece. El libro grita y grita en contra del olvido. Así, en el corte XI se presenta a Santucho mientras pela “la lengua española/con el cuchillo quechua”. Insisto en la fuerza natural y animal que recorre el libro: Santucho se condensa y llueve. La historia no se olvida, retorna en forma de lluvia y Santucho pide una mordida animal que ataque a la muerte, una mordida violenta de pantera que ataque al silencio y al olvido. Pero el libro no se limita a denunciar el orden actual. La puja contra la maquinaria y el ánimo de desmantelar también se ponen bajo revisión. La idea de una emancipación nunca definitoria, acompañada de cierto aire de impotencia, aparece en primer plano. Si algunos elementos claves y constantes del libro son el repensar la escritura y el no olvido, otro no menos importante es el retorno. Tomemos como ejemplo el corte punk (corte VII). Encontramos acá un PERO que se ubica como la palabra de mayor fuerza de todo el poema. El Corte presenta a una masa movida bajo el germen de la revuelta, pero esta masa porta una conciencia módica que no puede llegar a fondo, y se subsume a las prefiguraciones de la vigilia mercantil. Las herramientas del amo jamás desmantelarán la casa del amo, y la masa rebelada del corte punk se alza con la fe “de que las técnicas del odio,/que levantaron la monumentalidad,/serán las mismas que la destruyan/hasta que la muerte pueda, otra vez,/estar entre nosotros.”
La historia va y vuelve, se repite, y los fraudes del pasado son los fraudes del hoy. Las fallas a la conciencia moral de Teseo y el Minotauro desembocan en la inmoralidad de una deuda externa ilegítima. Los Cortes expresan la necesidad de la correcta asimilación histórica como base para una correcta proyección a futuro. Cada fragmento del pasado y del presente operan como elementos de comprensión y análisis de lo actual. Así vamos desde Grecia a Grido, de Teseo a Marilyn Monroe y la violencia que enmascara la necesidad de sonreír.
Lo propiamente humano en conflicto con el mercado vuelve y vuelve. En el Corte IX nos paramos frente al empleado de una multinacional “que podría/custodiar la Puerta del Sol en Tiwanaku/y afirmar sus veintisiete mil abriles”, que podría desplegar un sinfín de acciones y potencialidades humanas que le hierven en la sangre. Pero está ocupado sirviendo helado. Sus fuerzas se destinan a la supervivencia y su revolución no puede ser otra que la revolución del sabor, bajo el tono amable de una democracia de mercado glutinosa y adhesiva. ¿Podría, acaso, quedar más expuesto el vaciamiento semántico de la palabra revolución? Este tipo de revelación política es necesaria, y no porque el libro surja de una tendenciosidad moral groseramente expuesta que coarte el trabajo artístico, sino porque cortes como éste evidencian que el relativismo político es una posición inverosímil. Hay opiniones (o sensibilidades) que valen más que otras. Creo que no toda opinión es valedera cuando se trata de la necesaria revisión y transformación de una violencia institucional y culturalmente instalada, y esto resuena enormemente a partir de la lectura de Cortes.
La maceta de cemento, el jardín japonés, la vida plástica, la no-vida es, de algún modo, una vida no histórica. Esta vida es un puente directo a la interiorización. Contra esta interioridad radical se apunta. Se la acusa de pisar firme sobre vidas pasadas, o bien sobre vidas presentes alienadas. En esta clave misma podría leerse cada verso de Cortes de un montaje, la clave poética que, por más fecunda que sea en procedimientos literarios, no pasa nunca a ser lectura de regocijo: ningún lector podrá ser un mero sujeto de experiencia estética. El libro invita a leer, a releer y a disfrutar, pero irse de un Corte sin un repensar equivaldría a no haberlo leído. En este sentido cada Corte es incómodo, y no por desmérito, sino por la incomodidad propia de la experiencia del cambio. Hay un constante intento por el desocultamiento de la violencia. Y en esto mismo radica el mérito del libro. Si en la contemporaneidad la poesía y la literatura en general pasan por un momento de descreimiento en tanto fuerzas de cambio, el libro de Ángel aparece como un trabajo de calidad literaria que no deja, sin embargo, de trazar rutas críticas de viraje ético. Diría que, al mejor estilo brechtiano, es una literatura que arranca decisiones. Pero esta escritura de bofetada sueña con dejar de necesitar ser bofetada y pasar a ser carne, interior, construcción, proyección, materia indiscernible. Pero Cortes de un montaje no es esto, su escritura parte de una Argentina capitalista en pleno dos mil diecinueve, donde es necesaria y festejable una escritura de escenas rápidas y descontextualizadas que se escupen sobre una mesa develadora, donde la fragmentación de las conciencias individuales contemporáneas se condice con lo fragmentario de la obra, a la vez que la obra misma ayuda a identificar lo negativo y superficial de la experiencia humana parcializada y atada a la experimentación individual y consumista. La historia, la escritura, la naturaleza, el artificio y el retorno como puntos axiales, como claves de lectura de un libro coherente en su desorden y triunfante en su búsqueda.
(Actualización diciembre 2019 - febrero 2020/ BazarAmericano)