diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El libro es un objeto similar a las Metamorphosis de Escher. Es una antología pero no se nota, como las exposiciones en manos de un buen curador. Los cuentos se suman a hexágonos que giran y se demoran sobre cada una de sus caras. Es posible detenerse en ellas, los hexágonos no son esferas, si se arman en tres dimensiones, pueden quedarse en pie. Pero solo un segundo porque las figuras son livianas y rotan o se caen y ruedan cuando sopla y azota el zonda de los relatos. El libro empieza con “Autobiografía” y entonces, en los primeros cuentos creemos que aun es el autor el que habla, el que padece, el que se va poblando de bestias; pero no, porque las bestias y el tiempo van devorando todo, se meten en el estómago, en las piernas que se hacen patas de caballo, en la garganta, en el sueño y ya no hay borde que separe las voces entre la autobiografía y los personajes que van siendo casi todos poblados por la muerte o la corrosión. El último de los cuentos es inédito, su nombre “Ya me he suicidado”, al final de un libro que se abre con una autobiografía nos engaña. En esa frase que así, en primera persona es imposible de pronunciar y de conservar sentido, no hay nada de confesional ni nada del yo del autor, no es el autor el que se dice un muerto porque hasta aquí después de terminar la serie de relatos, ya se ha poblado tanto de figuras y de sombras que del autor no queda nada y los personajes también se van yendo a medida que avanzamos en la lectura. Veamos.
“Autobiografía” comienza en presente y se desliza solo hacia el pretérito perfecto simple como si en eso que se escribe, una vida, la vida propia, no hubiera duración. Todo sucede una vez, en un tiempo, en un día, en un instante. Si la biografía precisa de la correlación verbal para establecer el encadenamiento de causas y consecuencias que conducen al presente de la enunciación, aquí el relato es una sucesión de puntos sueltos porque la forma de la escritura de Di Benedetto, se da en el punto de atracción entre la espera, el silencio y la brevedad de las frases. Entre la ceguera, la mudez y la inmovilidad. Como las tres tienden a la supresión del mundo, del ruido, de lo profuso. Tienden a lo mínimo, el punto en que se encuentran se suelta de cualquier cosa que lo rodee y destella solo, con toda la intensidad que gana cuando todo a su alrededor se ha ido o se ha callado.
El primer cuento “Mariposas de Koch” empieza diciendo “Dicen que escupo sangre, y que pronto moriré. ¡No! ¡No! Son mariposas, mariposas rojas”. El cuerpo del narrador está tomado por las mariposas que anidan ahí y en su corazón pero el desastre parece ocurrir porque el interior es oscuro y ellas son ciegas. En los relatos de Di Benedetto no hay palabras o no hay ruido o no hay luz porque se trata de tender a la quietud, a lo sigiloso, a lo impedido de avance. ¿Cómo puede decirse en los relatos de Di Benedetto no hay palabras? Es que todas las palabras por más que llenan la hoja hablan del silencio, del murmullo, de lo que muere. Por eso también el tercer relato y el personaje soñado de ese relato se llaman “Reducido”, porque hasta el sueño, en el que el narrador podría ser profuso para compensar la ausencia, es lacónico y sin embargo atrae, imanta hacia sí todo lo que queda de real, hasta el yo del soñador. Si ahí el soñador espera desaparecer llevado por el perro del sueño, en el cuento siguiente se deshace el perro porque se ha transformado en lo que está afuera del nombre, es un gato-perro y vuela. Lo que se cree que es, no es, dice el personaje. Ahí, en ese borde en el que todo se deshace es en el lugar en el que Di Benedetto escribe siempre y también aquí. En el cuento siguiente, el que habla está desnudo porque ya no lo comen desde adentro las mariposas sino desde afuera las polillas, cuerpo puro, expuesto, abandonado. Después vienen los cuentos de la sed. Los del comienzo deshabitan la luz, los nombres, las ropas, el tiempo. A partir de “El juicio de Dios”, donde también está en cuestión el nombre del padre de una criatura y ese no saber parece conducir a la muerte, lo que lleva a la catástrofe es la sed. Unos hombres tienen sed porque están trabajando y no hay agua cerca pero esa falta los lleva a la tragedia, los rodea una especie de comunidad primitiva donde todo lo que se nombra, incluso si lo nombra una voz infantil que tal vez no conoce otra palabra, es creído. Las palabras se beben, algo en la liquidez del agua se vuelve sólido y rasposo en la garganta, como con las mariposas de Koch, el agua y lo seco habitan el lugar incorrecto. Las hojas que leemos parecen selladas por una formación sólida de letras que se estampan sin llegar nunca a formular un mundo materialmente consistente y vuelven a correr desarmándose enseguida.
“Caballo en el salitral” y “Aballay”, tal vez dos de los relatos más conocidos del escritor, son también formaciones de vida un poco indefinidas como organismos unicelulares, como amebas trabajadas por la pena, fantasmas en los que la tenacidad de un caballo sin hombre o de un hombre que no bajará nunca del caballo hasta pagar su culpa, corroen el sentido de lo humano y su diferencia con la bestia o con la belleza semi humana del caballo. En “Pez”, Lumila que parece venir de la luz se deshace de sed, tiene un hombre muerto al lado pero sus piernas no le responden para beber ni para huir de la descomposición del cuerpo del cadaver de ese a quien amó, hasta que la sangre de sus heridas, después de una caída intentando salir de ese anegamiento, se vuelve el líquido sabroso que busca su perro Fiel cuando ya no tiene alimento y ambos, perro y mujer, se vuelven peces sin agua o monstruos. Cuando se transforman, sin embargo, ya no son dos sino uno alimentándose del otro.
El último cuento, en cambio, el cuento inédito, parece restituir lo humano. Hay dos mujeres con cierta psicología o cierta profundidad de personajes realistas y consecuentes. Una anhela comprarse un anillo, la otra como todos los personajes de Di Benedetto, espera. Espera volver a ver a un hombre y el deseo del anillo de su amiga, el deseo de un objeto, parece arrastrarla al encuentro. Sin embargo es ella, es la que espera, la que actúa, la que decide, la que provoca los acontecimientos. Tan activa parece en contraste con el universo del escritor que al final no puede más que definirse como suicidada hace tiempo. Una voz, un impulso sin cuerpo porque el deseo del otro, no el otro, su ausencia, se los ha llevado. La ausencia se lleva lo que queda de la posibilidad de que haya algo vivo.
En “Pez”, Lumila piensa que los perros deben tener hambre y no logra mover su pierna para salir de la cama, nadie viene en su auxilio. Piensa que deben tener hambre, “se dice Lumila y medita: ´Mismo que mí´”. El mí de estos cuentos, aun cuando empiezan con una autobiografía y terminan con una afirmación en la que el yo es pronunciado por nadie porque la voz que lo dice no tiene cuerpo en el que residir, se define en esa desaparición. El mí, el mi mismo de Di Benedetto, en esa fragilidad de lo existente del mundo pero sobre todo de lo humano, dibuja el espesor delgado y bellísimo de su escritura.
(Actualización julio – agosto 2019/ BazarAmericano)