diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Matías Moscardi

Con el oído pegado al ampli
Los fantasmas de mi vida. Ensayos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, de Mark Fisher, Buenos Aires, Caja negra, 2018.

«¿Nunca escuchaba su propia sordera?»

Barthes

 

En un breve ensayo titulado «La música suprema. Música y política», Agamben escribe que «la filosofía hoy sólo puede darse como una reforma de la música». Para Agamben, la música es la experiencia de una imposibilidad: la de acceder al lugar originario de la palabra. El canto celebra, en este sentido, desde la felicidad o desde la tristeza, la escisión entre la voz y el logos, porque «la apertura primaria al mundo no es lógica, es musical». Agamben relaciona, en su relectura de la República, de Platón, la música con la ciudad y, por lo tanto, con la política. La tarea que augura para la filosofía es una tarea poética: la de restituir, en medio del ruido de la ciudad contemporánea, la posibilidad del pensamiento como experiencia musical de la palabra. Ahora bien, cuando Agamben habla de la música, lo hace en términos generales: como si la música fuera una diosa sin texturas ni matices, sin instrumentos y sin callos en los dedos. En este sentido, Mark Fisher es la contracara de Agamben: ahí donde los enunciados de Agamben parecen diluirse en la propia lucidez de su abstracción, las lecturas de Fisher parecen haber sido compuestas en el medio del bardo, con el oído pegado al ampli, con los bajos vibrantes en el interior las vísceras, en la proximidad de la valla, con la piel erizada por la distorsión, una ecualización concreta, deliberada, que no se sube a ningún avión filosófico de vuelo rasante: la escritura de Fisher podría imaginarse como una escritura de libreta, de apuntes tomados en una camioneta llena de instrumentos musicales. Esa libreta que imagino recorre la ruta de la muerte y, al final, adquiere forma de libro y tiene un nombre: Los fantasmas de mi vida. Ensayos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, otro de los potentes hallazgos de la editorial Caja Negra.

Pablo Schanton, en el prólogo, lo dice de entrada: estamos ante una nota de suicidio. Sucede con los escritores y filósofos vitalistas: esos que insisten en buscarle la vuelta a las cosas, los que agitan su escritura de choque con el entusiasmo colectivo del pogo, los que terminan el recital del texto con el ritual destructivo de los instrumentos, todos ellos suelen ser también los primeros en padecer la ausencia que rodea su escritura «como la cuerda a la garganta». Quiero decir: algo del orden de la intensidad al taco que escuchamos como potencia en la escritura de Fisher siempre se traduce –en vistas del desenlace trágico de su vida– como ambivalencia: esa intensidad puede ser la vida, esa intensidad puede ser la muerte. Así se titula uno de los capítulos: «No hay romance sin finanzas». Bueno, podríamos decir: «No hay escritura sin fantasmas».

Si lo comparamos con Realismo capitalista (Caja negra, 2016), Los fantasmas de mi vida implica un giro decisivo hacia la crítica musical y la crítica de cine –más del lado de Simon Reynolds que de Slavoj Zizek–, objetos que aparecían en el libro anterior pero que no ocupaban nunca el centro gravitatorio del ensayo. Sin embargo, esta focalización en bandas, discos, canciones y películas no le hace perder pie a Fisher en su alcance analítico: la historia de la música popular y, sobre todo, de las formas de producción musical tienen su correlato inmediato, por ejemplo, en el precio de los alquileres y las hipotecas en Londres y Nueva York, cuyos incrementos generan, proporcionalmente, una disminución masiva del tiempo y la energía disponibles para la creatividad cultural y, luego, una consecuente adhesión a modelos exitosos previamente constatados para garantizar la ganancia. El movimiento de Realismo capitalista es de lo general a lo particular: el capitalismo encuentra su asidero explicativo en Kurt Cobain. En Los fantasmas de mi vida ocurre exactamente al revés: son los casos concretos los que permiten generar abstracciones; analizar la letra de una canción puede derivar, como lo plantea Fisher, en una teoría económica.

Hay otra cosa destacable: Fisher habla de filosofía, cine, literatura y música con soltura. Esto quiere decir que sus opiniones y modos de leer no se rigen por ningún tipo de imperativo intelectual: por eso, la lectura de Jacques Derrida –por poner un ejemplo– le parece decepcionante y no tiene ningún problema en decirlo. Así como tampoco tiene ningún problema en pensar su propia condición depresiva a la luz de sus incisivas reflexiones teóricas. Esta soltura enunciativa, una especie de despreocupación por el “qué dirán”, hace que el libro de Fisher se vuelva absolutamente contundente en sus ideas: su escritura es clara y a la vez filosa, la lectura fluye sin perder densidad. Por eso, su estilo –deudor de los cruces entre periodismo y filosofía– no es un detalle menor, es la verdadera lección crítica de este libro: ya no estamos ante el que se jacta de escuchar en medio del ruido ensordecedor del presente sino ante el sordo que empieza a escuchar (y pensar) su propia sordera.

 

(Actualización mayo - junio 2018/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646