diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En su última novela, El lecho, Esteban López Brusa revisita el subgénero de las llamadas “narraciones de la pobreza”, de larga data en la tradición local del realismo, para proponer una versión innovadora con más de un punto de anclaje.
Se podría decir que uno de los primeros hallazgos tiene que ver con una toma de decisión conveniente por parte del novelista respecto de las poéticas en uso en las versiones más conocidas del subgénero en cuestión. Me refiero al rechazo superador de las variadas tentaciones que han asechado por lo general a aquellos relatos realistas que trabajan sobre la figuración de la pobreza. A saber: el denuncialismo militante con su tendencia a la alegoría social, la apología contestataria de la marginalidad, la gestualidad hiperbólica del realismo sucio o la intencionada mitificación del costumbrismo piadoso. En el caso de la novela de López Brusa parece como si la narración finalmente surgiera de la distancia que toma respecto de esos lugares comunes. Y sin embargo no se trata de una narración del todo despojada. Por el contrario, se percibe cierto candor en el relato, a partir del que se logra una empatía inmediata con el lector, tanto con el mundo descripto como y, sobre todo, con los personajes que lo frecuentan, sin renunciar nunca a su perseverante voluntad de realismo.
Un manejo moderado de la notación referencial, con los datos de rigor: el rancherío en la costa, a la vera del arroyo, unas cuadras más arriba el barrio con sus casillas y un poco más lejos de la costa las viviendas con pisos de material. Y también las casitas de Punta Lara, ocultas en medio de la arboleda exuberante y las calles del centro con su cuadrícula numérica y la plaza de la Municipalidad. Tal la cartografía del mundo que recorren los personajes de El lecho, en el que no falta nadie pero tampoco nadie sobra: bolivianas que venden fruta, paraguayas que limpian por hora las casas de los ricos, carreros que juntan basura, gitanos de dudosa ocupación. Y también, los de la feria, los del Palihue, los corruptos del municipio, los de la Cooperativa, el remisero trucho, y tantos otros.
El centro de la novela gira en torno al viaje del personaje de Daniela, una adolescente de 17 años, madre soltera y empleada en un paseo de compras, desde un barrio de la periferia hasta Punta Lara, de allí hacia el centro de la ciudad y del centro de la ciudad de vuelta al barrio, con dos niños a cuesta, su hijo, el Erico, de unos pocos meses y la Ivana, una beba que han dejado a su cargo. Una jornada completa, “el día de la inundación”, a principios de abril –la referencia hace suponer que se trata de la inundación del año 2013, que ocurrió entre el 2 y el 3 en la ciudad de La Plata–, signado por la catástrofe que, como tal, sobresalta el tiempo ritual de lo cotidiano, alterando por completo “la tranquilidad de lo más o menos habitual, [de] lo conocido”. Incluso para la previsible certidumbre agorera que aqueja a quienes viven en la miseria: “lo malo ya está ahí afuera, casi siempre es malo lo que pasa” –recuerda Daniela que le decía la abuela Paz–. Las referencias en el principio y en el final de la novela, hacia un tiempo anterior y hacia un tiempo futuro, que circunscriben aproximadamente un año, sirven para enmarcar y resaltar el relato de esa jornada crucial cuya cronología se presenta algo desordenada.
El segundo hallazgo de El lecho se refiere al modo en el que López Brusa trabaja sobre la instancia de la voz narrativa. Un narrador en tercera, con un registro amplio que va del apunte “etnográfico” hasta la descripción con vuelo poético pero que, por momentos, interrumpida pero recurrentemente, asume la perspectiva interior de los personajes, su visión de lo que pasa, y esto en sus propios términos. La fuerza enunciativa de la voz de la novela está en esa entonación asumida por el narrador que, como si hubiera intimado con los personajes, los deja hablar con sus palabras, con sus formas de expresión, con sus modismos que son más que rasgos de carácter psicológico o de procedencia social. Más bien se trata de formas de percibir el mundo en toda su posible multiplicidad. Por lo general, es la visión de Daniela, sobre todo, la que, generosa, garantiza la variedad, la que permite la proliferación de las diferencias, haciéndole justica a la variopinta realidad del mundo de los pobres. Porque los contrastes se multiplican de a uno y dan lugar a nuevos mundos: el mundo de la feria es otro que el del barrio; el del río es diferente que el del arroyo; en los barrios de la periferia lo que mata es la inundación, en la ciudad, la lluvia, etc.
En El lecho el barrio, como no podía ser de otro modo, aparece como un espacio de sociabilidad conflictiva y vulnerable, cuya lasitud es sólo contrarrestada por las diferentes formas de la hermandad entre las mujeres. La novela bien podría llamarse “Entre mujeres solas” ya que, de hecho, sus personajes más importantes, comenzando por el de Daniela, son femeninos: madres, hijas, hermanas, amigas, vecinas. Después están también los niños: hijos, hermanos menores, ahijados, hijos de las amigas y de los vecinos. Los hombres aparecen desdibujados, o en segundo plano, aunque no dejan de ser en muchos casos agentes responsables de la realidad que se padece.
El lecho es una novela de personajes femeninos y allí radica más de la mitad de su encanto. Porque en esa comunidad espontánea entre mujeres, en el marco de una realidad trágica, se manifiestan todas las formas posibles de la confraternidad. Entre mujeres solas se cuidan, se amparan, se defienden, se acompañan, se proveen; lejos del mandato bíblico, son las mujeres, y no los hombres, las que proveen.
En un sentido más acotado, también podría decirse que El lecho es una novela sobre las variadas formas de la maternidad. De algún modo o de otro, directa o indirectamente, muchas de las mujeres de la novela aparecen en algún momento convocadas por la posibilidad latente o real, concreta o imaginaria, si no de ser madres, al menos de ejercer circunstancialmente esa función. La confraternidad también se manifiesta cuando se asume, frente a la ausencia, la renuncia o el abandono, el rol de sustituta.
Con todo, el tema se encarna en su real potencia en el personaje de Daniela, se revela en “su aura maternal”, se concreta en su deseo pródigo y prodigioso de ser madre. Por cierto, creo que esto último tiene que ver con el título de la novela, que suena a metáfora pero no llega a alegoría. Arriesgo mi interpretación. La deriva corre por mi cuenta. Busco en el diccionario: lecho es el cauce de un canal o de un río, esto es, el terreno por el que corre el agua, el fondo que contiene el caudal, el caudal que se desborda cuando llueve mucho y se producen las inundaciones. Al lecho o al cauce también se le llama “madre”.
(Actualización septiembre – octubre 2017/ BazarAmericano)