diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Este volumen reúne los tres libros de poesía editados por Raschella: Malditos los gallos (1979), Poemas del exterminio (1988), Tímida hierba de agosto (2001), a los que se suma el inédito La casa encontrada (2010), que da título al conjunto.
En su maravillosa novela sobre los Reyes Magos, Michel Tournier ficcionaliza una antigua leyenda sobre la existencia de un cuarto Rey. Él respondió al llamado divino al igual que sus ignorados compañeros, pero diversas dificultades surgieron en su camino, entre ellas la de quedar un tiempo sepultado en las espectrales catacumbas de lo que en otrora fuesen las ciudades malditas de Sodoma y Gomorra.
La demora se hizo extensísima a tal punto que, cuando por fin pudo arribar a Jerusalén viejo y cansado, el Mesías ya había partido rumbo a la crucifixión. La sala de la última cena estaba vacía. Quedaban restos de comida sobre los platos. El Rey hambriento tomó un poco de pan, y en ese mismo momento pudo descansar entregando su alma al cielo: no había adorado al Niño, pero fue el primero en probar la Eucaristía, el pan que había consagrado Jesús un rato antes.
La dificultad, los obstáculos que opone el trayecto -y ciertamente toda lectura lo es- se compensa hacia el final cuando algo se revela: el texto comienza a emitir luces. La felicidad aumenta hacia el final del libro, cuando uno advierte que no sólo alcanza a comprender algo de ese objeto que tiene delante de sus ojos, sino también de sí mismo. Se ha producido en tal caso una genuina experiencia de lectura, en el sentido más radical de una experiencia transformadora. Esto mismo ocurre con la poesía de Raschella. Es una poética resistente a las lecturas apresuradas, y completamente refractaria a los fáciles y perezosos encasillamientos en tal o cual tendencia estética.
El desfasaje temporal de nuestro Rey Mago con respecto a la cita convenida puede aplicarse en cierto sentido al propio Raschella: su primer libro de poemas, Malditos los gallos, fue publicado cuando tenía 49 años, por lo cual puede decirse que llegó tarde a la poesía, de acuerdo a los parámetros establecidos por el cursus honorum de una carrera literaria convencional. Sin embargo, se coincide en señalar que este libro nace completamente maduro, con una voz definida y potente, lejos de los tanteos y ensayos de un primer libro.
Pero el desajuste temporal puede verificarse en otro aspecto menos anecdótico. Podríamos definirlo como la inactualidad que Malditos los gallos mantiene con respecto sus contemporáneos. En 1979, año de su primera edición, el programa estético del 60 había sido clausurado de la peor manera por la dictadura militar, en tanto que comenzaban a perfilarse las primeras manifestaciones de lo que sería las tendencias poéticas neorrománticas y neobarrocas. La propuesta de Raschella es en buena medida irreductible a aquellas estéticas.
Relación compleja con la temporalidad que puede verificarse en un tercer aspecto, sin dudas más profundo y determinante: como afirma Guillermo Saavedra en el prólogo de este volumen, el espacio poético de nuestro autor se mueve en una suerte de presente mítico. Raschella contó reiteradas veces que un acontecimiento decisivo en su vida fue el viaje que realizó a Italia a principios de la década del 60 para visitar el pueblo de sus antepasados, en la zona de Calabria. Experiencia radical, que no sólo modificó sus intereses artísticos (el cine y la crítica especializada), sino que fue el impulso determinante para que comience a escribir poesía.
Así, el mito de origen de su escritura coincide con el regreso al origen mítico de su historia familiar. Sus padres eran emigrados que escapaban del fascismo y se establecieron en Buenos Aires hacia fines de la década del 20, donde nació en 1930 “en el mes de la revolución”, según sus palabras. En el patio de una casa del barrio de Boedo, los días de descanso su padre se juntaba con otros paisanos donde mantenían diálogos en el que mezclaban palabras en purísimo italiano y en dialecto calabrés.
A través del rodeo del viaje iniciático se recupera el espacio mítico de la infancia que se manifiesta, acaso en primer término, como una reverberancia en la materialidad misma del idioma. Algunas de aquellas palabras oídas en los patios aparecen en sus poemas, produciendo uno de los fenómenos característicos de su lenguaje poético. No hay abuso ni mucho menos de este recurso, sino que más bien produce un efecto de lejana resonancia de otra voz en medio de un español ya de por sí enrarecido a causa de los complejos procedimientos poéticos a que lo somete. En tal sentido, nada más alejado que una mímesis de la oralidad como podríamos encontrar en el cocoliche de los sainetes.
Aquí interviene el trabajo de Raschella como traductor al español de Dante, Pasolini o Svevo. Si se tiene en cuenta que sus primeros poemas fueron escritos originalmente en italiano, aquellas palabras serían la presencia de restos deliberadamente no traducidos, como señala G. Saavedra. Si la traducción se asocia a la traición, mantener el idioma original es una suerte de lealtad al pasado. Acaso también se trata de la necesidad de recuperar los contenidos de la memoria en sus propios términos. En un poema leo
Dura ciudad. La mujer renga se quedó en el pueblo.
Iamunindi.
Dinastía de cítricos costeros. Tierra bailarina
de algodón y madera. Bandada, sin aire.
Iamunindi: sólo el cielo no parte.
Según deja constancia el propio Raschella en un glosario que adjunta al final de Malditos los gallos, “iamunindi” significa “partamos”. Es fácil ver que en estos versos está la escena del exilio; hay una experiencia desgarradora reproducida en el lenguaje (en la evocación de las costas y de aquella mujer que se dejan atrás), pero de un modo más radical, una experiencia materializada como lenguaje mismo. Porque colocar en esos versos la palabra “partamos” licúa el dolor, lo desvirtúa al traducir la palabra que habrán pronunciado sus padres: lo traiciona, porque el español es la lengua hacia la que se parte, no desde la que se parte.
Observemos con cuidado el último verso, y sobre todo los dos puntos. Permiten una suerte de diálogo entre las palabras que están a ambos lados de este signo ortográfico. “Iamunindi”, dice la voz de los ancestros; “sólo el cielo no parte”, responde el poeta. No se trata de una mera evocación, o de la recuperación arqueológica del pasado, sino que ese pasado mítico se actualiza a través de la sintaxis, en la superficie misma del verso mediante la yuxtaposición. Por eso hablamos de un presente mítico, el momento fuerte de la infancia al que el poeta retorna una y otra vez. Esos mitos personales están saturados de sentido, y por eso volver a ellos no es fugarse hacia el pasado, sino dar espesor al tiempo. En un reportaje concedido al poeta y periodista Osvaldo Aguirre, Raschella afirma:
en cierto sentido no existe el puro presente. Ni en política, ni en arte, ni en la vida de los pueblos y las personas. Menos todavía en el escritor. No sólo el pasado personal sino el pasado de ese pueblo, esa cultura, ese sector social al que uno pertenece. Los tiempos del arte no son los tiempos de la política. No puede haber inmediatez en el arte. Puede haber una ocasión, pero justamente lo que pasa no es igual para todos los seres humanos, no sólo en el terreno del arte sino en el terreno personal: cada uno lo percibe, lo siente, lo expresa, de manera distinta, de acuerdo a su pasado. No es una actitud melancólica. (…) El hombre actual tiene una soberbia, ¿no? Parece que lo actual cancela la historia anterior. Creo que es como cavarse un abismo con respecto al pasado, que en última instancia puede ser también cavarse un abismo con respecto al futuro.
Pero ese pasado, lo hemos visto, no es el momento luminoso de una felicidad edénica, sino un momento atravesado por el dolor y la derrota. Es el fracaso de los ideales de los padres frente a la barbarie fascista que resuena en el fracaso de la generación del sesenta frente a nuestra propia barbarie fascista. Los mismos dialectos son variedades de lenguas arrinconadas al fracaso y la extinción frente al imperialismo de los idiomas oficiales. Lenguas menores. Quizá por esto mismo, la lengua poética de Raschella está tensionada en algunos momentos hasta el límite de lo ilegible.
A la aguja nocturna. A la úvula del aire.
Las tijeras escamaban tejidos de fríos y de anunciación.
Se volvían rojos y amargos los ojos
de jaspe. Azuleaba la casa.1
Puede pensarse en una suerte de evocación del padre del poeta, quien declaró en algunos reportajes que sustentaba a su familia con el oficio de sastre. Pero leamos el siguiente fragmento del mismo libro:
Estoy comiendo. Han terminado las melodías.
Mi serenísima piedad, para qué sirve.
Desde tu terraza tu cueva tu colina,
entre blusas saladas, bebido, roto,
rural o pescando o con el ala temporal,
reguero de ojos calientes.
Se vuelve tinaja, luz, bolsa de piedra. 2
La sintaxis se vuelve anómala, porque la acumulación de sustantivos del tercer verso no tiene comas entre medio, mientras que los adjetivos del cuarto verso sí las tienen. Las imágenes se vuelven crípticas en un ritmo tartajeante que por momentos deja sin respiro.
Por su parte, en “Poema diario” predomina un tono autorreflexivo que da un giro en sentido literal con respecto al resto del libro: el poema esta diagramado en forma apaisada, y uno debe girar el libro para leer unos versos sumamente extensos que contrastan con un fraseo entrecortado y agitado como el que acabamos de ver.
La mano cansa. No respira. No respiro.
Resulta difícil buscar una expresión
VI
que no tenga su hermética su bizantinismo su Biedermeier preveintecongreso.
La superposición de términos en un mismo verso se contrapone violentamente con un encabalgamiento absolutamente anómalo, ya no entre versos, sino entre poemas, como lo marca el número VI entre medio.
Saavedra hace referencia a una técnica de montaje que Raschella traslada desde su práctica cinematográfica. El propio poeta le da un nombre más preciso: “Es que las verdaderas parataxis son también temporales…”3 La parataxis tiende a unir elementos oracionales por simple coordinación, lo que permite saltos repentinos entre términos que responden a campos heterogéneos.
Acaso sea crispación -para usar una palabra cara a cierta oposición política- que produce la impotencia, el fracaso, la herida no cicatrizada que el mito no hace sino revivir. En todo caso, el hermetismo -dice el poema- parece inevitable. Aquí se hace evidente que la dislocación de Raschella respecto de nuestro tiempo se hace enorme: su poética resuena, de algún modo, con la tradición de la poesía hermética italiana.
Leer los cuatro libros como si fuesen uno solo implica realizar en un tiempo breve un salto de treinta años, desde el primer libro hasta La casa encontrada. Se le entonces el desarrollo de una secuencia que abarca desde la desesperación inicial hasta la esperanza que se enuncia en el final. La sintaxis se distiende. La parataxis del primer libro afloja su superficie ríspida y da lugar a la hipotaxis o subordinación, o al menos a un encadenamiento de las frases que produce períodos más extensos.
… no sé si desde
este fondo de serenidad y espera,
en tus ojos que no saben callar el dolor
también antiguo, es el profundo nombre
de todas las cosas aquí residentes
la enredadera que sube en el silencio
del verano, o el laurel también creciente
en el aire más libre y sonrosado…4
Y el “oboe tristísimo” que menciona en el poema VI recuerda aquel “oboe sumergido” de Salvatore Quasimodo, música de una poesía hermética que es luz y sombra al mismo tiempo, que aúna en un mismo trazo el mito personal y la violencia política, la imagen de un árbol que se resiste a las palabras y la lucha antifascista.
Momento altísimo para la poesía argentina que todavía tenemos que comprender.
Como el cuarto Rey mago, hemos llegado tarde a esta poesía.
Y por eso mismo estamos a tiempo.
Notas
1 Malditos los gallos, “Poema de la servidumbre”, IV, pág. 36
2 Malditos los gallos, “Poema de la piedad”, VIII, pág. 52
3 Malditos los gallos, “Poema diario”, X, p. 102
4 La casa encontrada, “Pensamiento de ti”, IX, pág. 274
(Actualización septiembre-octubre/ BazarAmericano)