diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Carvalho escribe su novela a partir de un hecho real. En agosto de 1939, el etnólogo norteamericano Buell Quain se suicida en Brasil, cuando desarrollaba su trabajo de campo en la aldea indígena krahô. Hay un hombre en apariencia desesperado, acaso traicionado, en un periodo crítico de una enfermedad contagiosa, hay una sombra que se precipita sobre él y, a su entender, el modo de suprimirla es uno, y drástico. Las razones de ese peligro (incomprobable) que exige ser neutralizado nunca están claras. Décadas después, en el año 2001, el narrador/novelista se entera de esta historia en un artículo sobre un antropólogo que muere “entre los indios de Brasil” y que menciona, a modo de antecente, el caso de Quain.
Ese hecho escarba en la mente del escritor y el combustible de su obsesión empujará los modos de aprehender lo real hasta las orillas de una ficción donde todo se mezcla. Va en busca de la antropóloga que escribió el artículo, tira de ese hilo y de tantos otros: hurga en periódicos, lee entre líneas las cartas que dejó Quain a sus colegas, examina fotografías con la lupa de la conjetura, viaja por Brasil y a Estados Unidos, se mete en las vidas de las personas que, según intuye, podrían saber algo de Quain. Y más: a la manera del etnólogo, vive su experiencia en una aldea krahô, con resultados semejantes, por desafortunados. El rastreo del etnólogo norteamericano -un profesional promisorio al momento de encontrarse con Lévi-Strauss en Brasil- significará también un viaje al mundo de la infancia con su padre y la presencia de los indios allí, en un lugar selvático donde, a sus seis años, descubriría la representación del infierno.
¿Qué fue lo que pasó? Lo sabemos. ¿Cuál es la verdad de los hechos, su razón? Misterio. Desde esa zona oscura, el narrador/novelista escarba para contar lo que realmente pasó. Y es en ese “realmente” donde la novela se abisma, se hace grande, sacude las escamas del prototipo para dejar ante nosotros un narrador/novelista epidérmico con su método de ensamble y absorción de acontecimientos, como un etnólogo desatado que pierde de vista su objeto de estudio y lo encuentra en todas partes.
En épocas del desembarco etnográfico en Brasil, Estado Novo mediante, el suicidio del joven norteamericano fue leído como una desgracia accidental ajena a su trabajo de campo y como un hecho que debía ser superado no sin cierta prisa, pues había instituciones y gobiernos que habían suscripto convenios de cooperación, los cuales nadie quería lesionar. Esa no es la única razón por la cual el caso Quain es olvidado. Su familia -deduce el narrador/novelista- también desea olvidar la muerte del etnólogo. Allí se abre otra secuencia de preguntas, contradicciones, versiones más o menos creíbles, opacidades.
Así, el mundo pareciera cerrarse como la selva sobre un objeto. Hay un momento en que el punto de partida quedó atrás y lo que quiere conseguirse, es decir la aclaración del suicidio de Quain (obsesión: un concentrado espeso, derramándose por toda la superficie textual), parece cada vez más lejano. Y se abren otras instancias dramáticas, en apariencia rémoras del asunto central, pero que en detalle ganan autonomía sin dejar de nutrirse del nervioso episodio central y su consecuente intento de aclaración. El “por qué lo hizo” es la piedra que en su caída abre círculos concéntricos cuando ella vaya a saber a qué profundidad se encuentra. Así Nueve noches: más cerca creemos estar de las causas, más nos alejamos de ellas.
A la par, un hombre que conoció a Quain y lo recibió en su casa en Carolina, último poblado antes de ingresar en territorio indígena, es el narrador/testigo que nos da una versión contemporánea de los hechos, no exenta de contrastantes hipótesis. Esta voz intercalada, que a simple vista podríamos considerar como el contrapunto del narrador/novelista o una estrategia narrativa que le permite al lector recuperar información a partir de un sujeto más próximo a Buell Quain, es más bien una voz que se dedica a abonar el terreno de la inestabilidad, el relato inconcluso y el oscurecimiento de los hechos. Estas dos voces superponen una variedad de anécdotas en torno al etnólogo, aunque intervienen en la novela sin escucharse jamás, y el diálogo es apenas una conjetura irresuelta en la mente del lector. Ambos discursos -uno más “literario”, otro más cercano al registro periodístico- empujan el lenguaje, lo precipitan en la madeja de lo real hasta un límite infranqueable, el que imponen la muerte y el silencio. Así, verdad y ficción se mimetizan de un modo tan intenso como perturbador: una máscara construida con el más puro suspenso.
El territorio krahô, bajo los ojos de los dos narradores, parece surgir como una comunidad indómita, donde “la memoria no puede ser exhumada, pues el secreto, único bien que se lleva a la tumba, es también la única herencia que se deja a los que quedan” y cuyas verdades son inestables. Bastaría, para constatarlo, con hacer la misma pregunta en diferentes días. Las respuestas serán diferentes. La pregunta sobre la suerte de Quain también entra en ese sistema de especulaciones a partir de hechos inconexos y versiones cuya intencionalidad nunca se entiende del todo.
Sin saberlo -y ese es el gran trabajo de Carvalho- esas voces son dos líneas paralelas que cercan, a su manera, el mismo enigma, en recorridos inversos. Uno desde la cercanía del suceso hacia el presente y otro desde el presente hacia la lejanía del suceso, en una novela que, a la manera de los grandes libros, tiene “de todo”, en diferentes registros: baste nombrar como insistencias narrativas las herencias de los padres, el deseo y sus desplazamientos, el amor y la culpa, las relaciones de parentesco, el sentimiento ambiguo que produce un sujeto desconocido, el reduccionismo de las ciencias sociales, la defensa de la identidad por la vía de la resistencia y la oposición, el paternalismo etnológico y la mirada extranjera, también las tensiones políticas traducidas en batallas culturales.
En esta reconstrucción de historias, cualquier saber es precario y de segunda o tercera mano. Que sea así hace que la novela funcione como un diluyente de certezas. No conocer abre una grieta que el narrador/novelista aprovecha para servirle a la ficción una historia cuyos datos medulares quedaron sepultados hace décadas. Atraviesa las capas de lo real y convierte la desazón en una apuesta ficcional que pivotea en verdades de ocasión. Mejor así: el libro nos captura porque el desconocimiento de un hecho es compensado con la fuerza de la experiencia. Quise decir: con la fuerza de narrar una experiencia. Buell Quain, Caymtown, Bill Cohen. Dos voces disparadas como flechas en direcciones opuestas. Un prisma de identidades que se pierden y se vuelven a encontrar, transfiguradas, en una “búsqueda sin fin y circular”. Nueve noches: un thriller increíble en el que “la verdad depende sólo de la confianza de quien oye”.
(Actualización septiembre-octubre/ BazarAmericano)