diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La literatura al principio es así hasta que el capitalismo te mete atrás de un mostrador.
Nicolás Guglielmetti
No es una tarea sencilla reseñar Fisher y los refugiados, la primera novela del poeta bahiense Nicolás Guglielmetti.
No es fácil, digo, reseñar una novela que, a diferencia de la propuesta poética de este escritor, por un lado deja muchísimas libertades interpretativas a quien lee, pero por el otro apunta, desde el mismo comienzo y por medio de una sucesión vertiginosa de escenas contrapuestas, a una destrucción constante de cualquier herramienta, certeza o comodidad lectora.
Pero más allá de la dificultad (que trasunta en la seguridad de no poder abarcar en la reseña sino apenas uno de los muchos recorridos de lectura posible), se puede comenzar planteando que este proyecto de escritura tan libertario y destructivo utiliza, como principal recurso, un narrador en primera persona que resulta ser una máscara discursiva en la cual se esconden, simultáneamente, tanto el protagonista, como los vestigios autobiográficos del propio Guglielmetti, como esa voz omnisciente que habla, fugazmente, del Narigón, de los refugiados, de la ciudad, y de su historia.
Un narrador que en muchas oportunidades utiliza las oraciones como elemento máximo de sentido, y las va aglomerando, encabalgando una tras otra, como si se tratara de un poema beatnik; y que en otras circunstancias resulta meticuloso con los datos, y solo cambia nombres de terceros por apodos sin mayúsculas, vaya uno a saber bien por qué; que lleva el monólogo interior a lo más interior y más monológico que el texto le permite y que, pese a todo esto, nunca cae en una inflación del yo, sino todo lo contrario, que deja mucho para que el lector comparta en la conformación final del relato.
Y es así como el texto va obligando al lector a abandonar la falsa seguridad de saber quién es el que está hablando. De quién es ese narrador que dice, al comienzo, que se debe tener un conocimiento previo que le permita ubicarse en el contexto de la historia; que va ofertando un montón de información variadísima; y que al final, muy al final, informa que en realidad no se necesitaba saber nada de antemano para abordar el texto.
Y esta idea final quizá sea la manera justa de abordar esta novela: quizá la idea sea ingresar en éste, o en cualquier texto, y solo dejarse llevar por lo que el mismo texto propone, sin pretensiones de imponerle un marco de lectura; dejarse llevar a la deriva, para luego, una vez alcanzado el destino aparente, si se quiere, revisar toda la travesía y encontrarle, reitero, si se quiere, algún sentido a la misma.
Y digo “travesía” porque si hay algo que, más allá de todo lo dicho, sí queda claro es que Fisher y los refugiados es una novela en la que el espacio y su recorrido tienen un rol fundamental. Que Fisher y los refugiados atraviesa y está atravesada por la ciudad de Bahía Blanca. Esa misma ciudad que se hace presente, aunque de un modo completamente diferente, en el poemario Bella Vista (Ediciones Vox, 2015) del mismo autor.
En sí, para quienes no conocen Bahía Blanca, la novela de Guglielmetti va develando sus puntos más importantes, sus zonas de confort y sus zonas prohibidas, conjugando unas con otras en un croquis que permite ser pensado como una guía para que cualquier visitante sepa caminar esas calles. Qué cosas ir a ver, y con qué ojos verlas.
Pero, a su vez, para quienes sí son habitués de esas veredas, la novela los va llevando por lugares que, seguramente, alguna vez transitaron. Es un volver al barrio, pero sin los anteojos adolescentes que impedían ver ciertas realidades, o mejor dicho, con otros anteojos, tal vez más alucinados, que justamente dejan ver ese fragmento bahiense que está a medio camino entre la realidad concreta y sus mitos y leyendas.
Así, en las páginas de Fisher aparecen el barrio La Falda, con su club, su pool, sus apuestas de las tres de la tarde y sus debates por recordar todos los nombres de sus socios fundadores; aparece Villa Miramar, con sus vistas privilegiadas, su olla protegida por gente del municipio, y su cambio tanto de lenguaje como de prácticas de consumo; está el barrio residencial Palihue, con sus jardines y piletas ahora enrejados, con sus fotos de viajes al exterior, su club de golf y sus mesitas ratonas; también se nombra Ingeniero White, aunque esté prohibido llamarlo así, con sus fósforos humeantes, sus escapes y sus vecinos infectados y silenciados la misma cantidad de veces, y siempre por las mismas personas; también se presenta el paseo de las esculturas, el Napostá, Monte Hermoso, el barrio Universitario y, por supuesto, Bella Vista, ese barrio de gallegos que en poco se diferencia con su vecino del otro lado del boulevard, ese barrio desde donde la voz narrativa mira y describe a los demás lugares que conforman el mapa de operaciones de los personajes.
Un mapa bahiense que, a su vez, no solo se extiende en el espacio, sino que también se proyecta en el tiempo. Un mapa que si bien se transita en el presente narrativo, también recupera el pasado y deja entrever el futuro de esa ciudad que parece no tenerlo.
Un pasado casi prehistórico que parece recordarse más fácil, o al menos más reglamentado por ciertas leyes no escritas que casi siempre tenían que ver con el mundo masculino del deporte, de la pasión y el recuerdo de los padres o abuelos. Un pasado en el cual, por un lado, compartir algún partido de futbol podía permitir el tránsito, o incluso salvar el pellejo; en el que las diferencias barriales no se percibían tanto y se podían cruzar vías sin alambrados y patios sin medianeras; en el que los terrenos se regalaban con tal de que alguien pagara los impuestos. Un pasado, por el otro, que también es productor de traumas, de no poder dormir con la luz apagada, de no poder pactar con el enemigo.
Un pasado que, al igual que el presente narrativo de la novela, está cargado de referencias indiciales que parecen apoyarse en un fin representativo y, si se me permite, hasta cognoscitivo: los párrafos que refieren al pasado se anclan en la ciudad y dan cuenta de ciertos rasgos tradicionales, mientras que los fragmentos del presente se apegan a datos económicos, laborales, que se escriben como precisos, y desarrollan un registro cercano al consejo o la instrucción. De esta forma, en el relato del presente Fisher va explicando, por ejemplo, las formas de engañar una balanza a la hora de pesar un filet de merluza, de reconocer un billete falso, o de retribuir las galanterías de las clientas que uno quiere que vuelvan, de controlar las notas periodísticas, de evitar que los redactores hagan copypaste o que deslicen una oración robada.
Y en este presente es donde el narrador se vuelve más personaje, donde se permite contarnos de sus amigos (JP, Lea, el Tono y el Leche, entre otros), y de sus mujeres (Kálu, Maleria, Bárbara, Raquel, Silvina, Tracy, Juana, Jessi, la hija del activista, la entangada del tatuaje, la ex compañera de la universidad, la poeta criticada, la editora, la economista, las boricuas okupas, y tantas tantas otras). Un presente en el que con ellos se comparten prácticas de tribuna, noches de borracheras; con ellas, caminatas, palabras que no se dicen, y mucho, mucho sexo oral.
En definitiva, las partes del presente y del pasado que se relatan en la novela son en las que el narrador la juega mucho más de cronista que de poeta. Que se sirve de un cierto registro realista para hablar de lo que pasa y pasó, usando el lenguaje del hoy, de los medios de comunicación, de las redes virtuales y del todo al mismo tiempo. Un registro que, sin advertencias previas y sin narrar los motivos, es violentado e invadido por un relato de ciencia ficción, por una visión postapocalíptica y desoladora de lo que viene.
Porque Fisher y los refugiados también bosqueja un posible futuro de esta ciudad que pierde su nombre, como también pierde sus referencias. Porque una vez que el mañana llega en el relato, una vez que el gatuzo (que se exigía sin espinas) se cambia por el fertiliyo (que no solo se come, sino que también sirve para hacer microcomponentes, o aletargar el crecimiento), una vez que se da rienda suelta a ese cambio en la economía y la alimentación, ya no hay calles o barrios, sino solo campos devastados y animales en descomposición; ya no hay compradores, sino gordos que son vendidos como carne, porque ya no se nota la diferencia entre los cuerpos de los diferentes mamíferos; ya no hay torneos de pesca, sino piletones en medio de la nada que devoran lo que salga de las bolsas de consorcio que se les llevan; ya no hay negocios, sino galpones o alcantarillas donde la gente huye y se esconde; ya no hay interacción o preocupación por la cultura, sino persecuciones por la arena, manos chorreando yodo, escáneres en la lengua, voces de androides, infectados, chips en los pezones, virus que mutan y refugiados.
Demasiados refugiados.
Un futuro espantoso al que no queda muy claro cómo se llega o si hay forma de evitarlo. Un futuro que, también, y volviendo a la falta de certezas que comenté al principio, tal vez no sea tal. Un futuro que, aunque verosímil, tal vez sea solo parte de una alucinación deformante y paranoica de ese desquiciado narrador en primera persona, que ni siquiera tiene la deferencia de darse a conocer ni una sola vez.
(Actualización marzo – abril 2017/ BazarAmericano)