diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Durante el VII Argentino de literatura organizado por la Universidad Nacional del Litoral hace algunas semanas, y más precisamente en el panel “Las preguntas de los críticos”, Judith Podlubne lee un ensayo que, de modo cuidadoso y elegante, solicita (en el sentido derrideano del término) las hipótesis que había encadenado al momento de delinear los ejes de la mesa. En “Variaciones sobre la época. A propósito del antiperonismo de Sur”, describe los avatares de una discusión con María Celia Vázquez y con María Eugenia Mudrovcic sobre el tema que precisa su título. Pero además vuelve sobre la siempre controversial definición de la literatura y sobre su relación con la política y la ideología. Y lo hace magistralmente mientras retoma los puntos centrales propuestos para debatir: “cuando Ana nos anticipó vía e-mail su texto de presentación, inscribiendo la mesa en lo que llamaba el ‘retorno de las polémicas (y de la política)’ en la crítica literaria argentina, pensé que de, un modo indirecto, lateral, mis preocupaciones (veremos, si también mis respuestas) sintonizaban con los intereses de ese diagnóstico”. Y agrega: “Si puede hablarse, como señaló Ana, de un retorno del hábito perdido de la confrontación de ideas, no está de más insistir en las preguntas sobre las relaciones entre crítica, entre pensamiento crítico y política. De hecho, Martín Kohan y Américo Cristófalo ya habían alertado sobre la necesidad de volver a reflexionar sobre estos vínculos, en las distintas entregas del debate mediático que suscitó la carta de Horacio González que Ana acaba de invocar. Mis reservas, mis precauciones en este punto, al igual que en mi lectura del antiperonismo de Sur, se orientan -me apresuro a enunciarlo- hacia la supervivencia, deliberada o no, de un modo de lectura que asimila la eficacia política del pensamiento crítico al viejo ejercicio de la crítica ideológica”.
La referencia me llevó a otro “evento académico” también realizado en Santa Fe junto a otros amigos y alrededor de un libro: estoy hablando de la presentación de Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas que tuvo lugar en la librería Palabras Andantes en noviembre de 2007. Recuerdo que entonces aquella publicación de Alberto Giordano me había devuelto a otro de sus ensayos antológicos: “La supersticiosa ética del lector (notas para comenzar una polémica)” incluido en Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política. Allí, entre Gilles Deleuze y Maurice Blanchot y en cruce con el Barthes de “El efecto de lo real”, expone uno de sus credos más persistentes. El que lo lleva a suscribir “la diferencia entre un conocimiento que niega masivamente la experiencia que supone conocer (el que practican los críticos que desatienden, a favor de ciertos valores generales, de ciertas valoraciones admitidas, su propia convicción o su propia emoción de lectores) y otro que mantiene con la experiencia literaria relaciones de intimidad, es decir, de tensión: un conocimiento dispuesto a perderse antes de perder el deseo de lo extraño que esa experiencia le transmitió en su origen”. A la primera figuración del crítico le atribuye algunas supersticiones que, entre Deleuze y el Borges de Discusión define como las “creencias que separan a un cuerpo -la literatura, el lector- de su potencia de actuar”. Distingue tres: una superstición política “que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos pensar el poder de lo inútil)”; una superstición sociológica “que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que sólo actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular)”; una superstición histórica “que consiste en creer que el sentido de la literatura es el contemporáneo del de los discursos sociales, que las morales con referencia a las cuales estos discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite del sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual)”.
Debo admitir que mis intervenciones sobre la literatura se enredan con parte de lo que Giordano llama “superstición política” y con lo que Podlubne llama “crítica ideológica”. No obstante me apuro para introducir algunas salvedades, ya que tampoco suscribo el concepto de “utilidad” de la literatura, aunque sí reconozco en ella una potencia que establece una relación diferencial con el resto de los discursos sociales. Creo, junto a Jacques Derrida, que “la literatura es la cosa más interesante del mundo (tal vez, más interesante que el mundo) y esto es porque lo que es proclamado y rechazado bajo el nombre de literatura no puede ser identificado en ningún otro discurso” (Acts of Literature). Es la fantasía de “poder decirlo todo” la que le permite realizar un trabajo político im-posible para otros discursos sujetados al valor de la prueba, de la confrontación con los datos. Por sustracción, ella siempre protege algún secreto (el mismo que lleva a leerla buscando incansablemente ese resto que siempre queda en los pliegues del arte, cualquiera sea su inscripción genérica).
Desde este lugar leo Un día en el campo de Matías Matarazzo.
En principio se perfilan dos recorridos que seguramente se superpondrán: puede entrarse a los textos de forma más o menos independiente, o puede leerse el conjunto como un extenso poema separado por las escansiones que imponen los espacios en blanco. Desarticulación primera del principio de clasificación por género que se refuerza por la introducción de la crónica, la narración, la descripción y una estratégica auto-figuración que sitúa a quien firma en un linaje literario que desborda los límites de las fronteras nacionales para dialogar con la literatura a secas (con independencia de la lengua y del lugar de enunciación).
Valiéndose de la primera persona del singular, quien habla-escribe no deja pasar inadvertida la artificiosidad del procedimiento. Mientras cuenta los derroteros de “un día en el campo”, nos participa de las condiciones de escritura del texto que aparentemente estamos leyendo y, a la vez, compone una imagen de sí como escritor: “Trabajar hasta tarde, / levantarse temprano, / viajar mal, / estar en contacto con la naturaleza, / rodeado de bichos, falto de café, / lejos de mi computadora, / de mi biblioteca, / sin conexión: / una infraestructura errónea para escribir / una mañana fría con sol en Sierra de la Ventana”. Así se abre el texto. Con un contraste entre escenarios habituales y un escenario ocasional que, de modo indirecto, había sido advertido ya desde el título: asistiremos a algo que sucede “un” día en el campo, es decir, durante una unidad temporal y espacial que se aparta de las rutinas cotidianas.
La estrategia más reiterada consiste en la simulación de un cambio de planos que, no obstante, siempre está mediado por el filtro de quien se apropia de la lengua y fija ese artificio en y por la escritura. La descripción de lo que mira, lo que ve en lo que mira y lo que cree que otros (escritores) verían en lo que quien habla-escribe está mirando es el recurso que se repite en varios poemas. Pareciera que Matarazzo encuentra allí el tono de su dicción o, más bien, deja entrever cierta felicidad o gusto por ese hallazgo o juego. Interesa en particular tanto la construcción que se hace del otro cuya figura se compone a través de una instantánea o pincelada o impresión así como la reinterpretación en clave de lengua de su posición estética y por lo tanto, política. Veamos algunos ejemplos: “Nos metimos en una propiedad privada / de la Juventud Católica, en Villa Arcadia: / tienen entre rejas un paisaje romántico. / Como buen poeta / me niego a usar los sentidos… / aunque se me hace imposible / no escuchar el sonido / del agua que corre, / cuando todo se vuelve dorado. / Si fuera Shelley, / estaría pensando la Revolución Industrial / como paisaje”. Otro ejemplo que reinscribe la dicotomía civilización / barbarie en clave irónica y a la luz de las polémicas desatadas en el país después de la discusión generada por la 125: “A la izquierda hay otros cerros bajos, / a la derecha se extiende el campo sembrado. / Si fuera Sarmiento, / vería en las rutas / las venas que transportan la sangre / contaminada del mal argentino. / El límite difuso entre civilización / y retenciones.”
Hay dos casos en los que la estrategia se radicaliza. Sin preámbulos, se reinterpreta la situación en clave ideológica. Matarazzo arranca directamente con la condicional, con la hipótesis, con el siempre fallido o simulado intento de hablar como si fuera otro o hablar por el otro, aunque sin dejar de hacer ostensible la impostación: “Si fuera un poeta neomarxista, / me preguntaría si el campo es arrendado, / cuánto rinde la hectárea de trigo, / a cuánto se exporta, / cuánto paga ese señor que camina con su perro / el kilo de harina / y cómo afecta el orden de los alambrados / a la estructura material y dinámica del lenguaje”. La entusiasta consigna de campaña alfonsinista de los años 80 (“con la democracia se come, se cura y se educa”) se reinscribe desde una lectura del presente: “Si fuera un poeta kirchnerista / escribiría: / con la economía se come, / con la economía se educa, / con la economía se cura. / No necesitamos nada más. / Que dejen de querer manejar / la patria agropecuaria”.
“Patria” y “campo”: dos palabras explotadas en su diseminación. Prolífica operación que exhibe el carácter político de cada intento de fijación semántica. La literatura juega aquí en contraste con otros discursos que han pretendido maniqueas equiparaciones. Con tono victimizante, Hugo Biolcati reza su quejosa letanía en la apertura de la muestra de la Sociedad Rural Argentina el pasado 23 de julio: “por favor, dejen de castigar al campo, lo que es decir, dejen de castigar a la Argentina” es el remate de una apropiación equívoca y vergonzante de Sarmiento.
Estamos en condiciones de decir que toda una biblioteca (en la que este poemario de Matarazzo se incluye) ha salido a contestar desde el arte atropellos de este orden (sobre este punto y sobre lo que vendrá, una nota al margen: en estos últimos meses algunos compañeros y varios estudiantes -en su mayoría, residentes en Capital Federal- me han llamado “intelectual orgánica”, “sostenedora del pensamiento hegemónico” y “oficialista” en diferentes espacios de discusión; me gustaría remarcarles a estos compañeros y a estos estudiantes que trabajo, escribo y enseño en una universidad con mayoría radical y que vivo en una provincia gobernada por el partido socialista; en ese sentido cabe revisar qué sería ser oficialista, en relación con qué poderes y tomando en consideración qué concepto de hegemonía; me gustaría también que, tanto compañeros como estudiantes, complejizaran las variables de análisis al momento de emitir juicios e incluyeran en sus comentarios el sitio de enunciación propio y el de quien juzgan, entre otras).
Desde un ensayo devastador dominado por el humor y la ironía, Juan José Becerra enfrenta las disparatadas identificaciones campo-Patria, campo-Nación expresadas en las sintomáticas frases “todos vivimos del campo”, “el campo nos da de comer”. Responde Becerra: “El campo no es la Nación -o sí lo es, pero no más que cualquier casa de familia, la cadena de pizzerías Banchero, la Villa 31, la pista sintética del CENARD o el circo de Carlitos Balá- sino un universo de propiedades privadas que, últimamente, producen por delegación. Y el campo no nos da en los términos en que la literatura infantil -o la publicidad de lácteos- ha dicho que la vaca nos da leche, yogurt y queso. No hay un ciudadano argentino que no sea un consumidor del campo argentino, por lo que no somos tanto sus beneficiarios como su mercado cautivo; y también, dado el mar de subsidios con que la historia ha premiado al sector, hemos sido sus contribuyentes, mucho más de lo que hemos sido de la industria o el comercio”.
Por su parte Marcelo Díaz compuso un extenso poema, “Díptico para ser leído con máscara de luchador mexicano” en el que la descripción del espectáculo musical ofrecido por un grupo de artistas callejeros en Bahía Blanca da pie para un repaso de las reactualizaciones de la dicotomía civilización / barbarie de la que participan los brotes xenófobos contra bolivianos y peruanos y ciertas matrices colonializadas desde las que se interpreta “lo que hay”. Del poema descolla la versión del espectáculo según diferentes actores sociales “hablados” desde un significante que explota el sentido común de clase de cada quien: “Para el taxista que mira en diagonal el conjunto / desde su parada en Avenida Colón / son bolivianos, pero están / disfrazados de otra cosa; para el cafetero que atraviesa la peatonal / con su carrito de metal lleno de termos / son paraguayos que se hacen los bolivianos, y además / hacen playback; para el cajero del bar Oro Preto / son todos de Fuerte Apache, si bien concede / que la versión de Chiquitita / es lo mejor de un repertorio / marcadamente multicultural, y a él, en particular, le gusta; / para el guardia de seguridad privada de MOVISTAR / son un objeto a desalojar, tarde o temprano, cuando le den la orden; / para las administrativas de la Universidad Nacional del Sur / que se hacen un minuto y toman un café, las plumas del vestuario son / de papagayos amazónicos, y sus colores: ¡heer-mo-sos!; / para el productor agropecuario que en su camioneta exhibe / ESTAMOS CON EL CAMPO, como quien dice ‘estoy conmigo’, / en un ejercicio de solidaridad identitaria / difícil de superar, son bolivianos que se cansaron / de juntar cebolla en Mayor Buratovich y ahora se dedican / al arte musical; para el Presidente de la Nación Nicolás Avellaneda / el problema es el desierto; para el joven abogado Estanislao Zeballos / se trata de quitarles el caballo y la lanza / y obligarlos a cultivar la tierra con el Rémington al pecho, diariamente; / para el Ministro de Guerra Julio Argentino Roca 1 Rémington se carga / 15 indios a la carrera, el resto es hacer cuentas, / y embolsar; para el periodista que se arrima / con espíritu etnográfico y pregunta: / ¿de dónde son? la respuesta es: vamos / a Monte Hermoso, después a San Antonio, / hacemos la costa, y tenemos / una oferta imperdible: The best of siku, volumen cinco, que contiene / La casa del sol naciente, Imagine, Hotel California, Cuando los ángeles lloran, / y la versión de Chiquitita que acabamos de escuchar, / a sólo quince pesos, / por ser usted.”
La proliferación semántica de la palabra “campo” se enlaza a los conflictos con las patronales agropecuarias. El trabajo mal pago, el trabajo en negro, el trabajo en condiciones esclavizantes, el insaciable deseo de ganancias y la compra de bienes-símbolos, la discusión del modelo de biodiversidad ligado al monocultivo y al uso de pesticidas son algunos de los temas rozados a partir de una escritura que condensa su sentido a partir de una ostensible enumeración cuyo efecto de ritmo -logrado por la yuxtaposición de nombres- cobra especial visibilidad dado lo inusual del recurso en el conjunto: “Los campos parecen todos iguales pero no, / desde acá se ven como rectángulos / de distintos colores: según su siembra, / según en qué etapa del ciclo productivo / se encuentran, según la habilidad / de los que trabajaron la tierra. / Estos campos bonaerenses / podrían ser los casilleros rojos / de un gran tablero nacional / de El Estanciero, donde todos podemos ser / dueños de la tierra y de los caminos / con sólo tirar los dados. / Pero no, en el tablero ya no quedan / casilleros libres. Los campos son todos verdes / fértiles o infértiles, da igual porque / todos los campos son ahora el amplio / Campo de la Patria: / objeto singular, predicativo político. / La construcción del objeto / oculta el capital como conflicto. / Los camiones y los camioneros, los puertos dragados, / los barcos de bandera oriental, los pules / de soja, la soja transgénica, el yuyo, los porotos de soja / los polos industriales, la producción / del norte del sur y del centro, las huellas, las rutas, / las chacras, las chacras asfaltadas, / los choques de camiones, los patrones, / los patrones de estancia, las vacas, las vaquitas, / la leche derramada, los bares vacíos, las retenciones, / la importación china, los fertilizantes, / los caballos, las yeguas, las 4x4, las pasturas, los granos, / el dólar competitivo, la evasión de impuestos, / las ratas que comen el cereal que excede la carga, / los trabajadores en negro / los trabajadores negros de sol a sol / los trabajadores extranjeros trabajando la tierra / los trabajadores trabajando / los tractores exportados / los tractores traccionando / la protesta”.
La lucha por el significado también se libra desde una zona que remite a los juegos de la infancia y a los experimentos escolares entre los que se destaca las experiencias de laboratorio en las horas de ciencias naturales de las escuelas de Argentina. Inteligente forma de cambiar de plano sin distraerse ni abandonar las líneas perfiladas. Pero previo a ello, la tensión se extrema al oponer, nuevamente, el mundo de la explotación al mundo del trabajo. Territorio desde el que se desconstruye la legitimación del paro patronal que tuvo al país en vilo por el 2008: “Desde la ruta se ve cómo / veinte, treinta, cincuenta / cosechan la papa negra de la tierra fértil / con las manos, con la remera de turbante / por el sol; en sus manos el pan no se multiplica. / Ellos no son el campo que protesta. / El campo somos todos los que alguna vez / germinamos un poroto en un frasco, / los que alguna vez compramos una estancia / con billetes de colores”.
Releo el poemario de Matías Matarazzo y pienso, indefectiblemente, en el sutil escudriñamiento de la palabra “desierto” en la literatura argentina realizada por Fermín Rodríguez en un texto publicado en 2010 que sólo en principio había imaginado como una investigación sobre el siglo XIX. Un desierto para la nación. La escritura del vacío pasa revista a las dicotomías ciudad / desierto, civilización / barbarie al describir, a través de la literatura, los alcances del término que está en el corazón de su trabajo. El desierto no identifica sólo la acepción atada a los conceptos del XIX: hay desierto también allí donde hoy parece verse sólo fertilidad y riqueza. Así como la palabra pharmacon aloja los sentidos de remedio tanto como de veneno, la palabra desierto alude, al mismo tiempo, a lo deshabitado como a lo hipercultivado que llevará, indefectiblemente, tarde o temprano, a la esterilidad. En su lectura de la literatura del XIX como en la del XX no quedan al margen los intereses del capital que siempre, en cada caso, apuestan sus fichas por el total sin importar lo que queda o lo que cae afuera de su tablero. Derrideano casi por definición, afirma: “Cargada de instrumentos de poder, procedimientos de investigación, métodos de observación, técnicas de registro y de acumulación de saber, la literatura ha salido al desierto a explorar, a medir, a describir, a nombrar, a cartografiar el territorio enemigo, a fijar tradiciones, a ordenar la nación y convertir lo argentino en una evidencia visual. Pero la literatura también viene del desierto para rechazar los límites, aliada de sus flujos, de sus intensidades virtuales, de sus fuerzas desligadas que invaden la representación y desorganizan las jerarquías, los contornos, los límites de los mapas estatales. Por su poder de decirlo todo, de conectar eslabones semióticos, científicos, estéticos, circunstancias políticas y luchas sociales; por su capacidad de conectar un punto del pasado con el presente y multiplicar dimensiones de la realidad, la literatura sirve para moverse de una punta a otra del desierto para orientarse y perderse, para entrar y salir de él por cualquier lado”.Y más concretamente luego, anota: “¿Qué queda de ese potencial soñado, en este cementerio de enunciados pulidos y emparejados por la repetición donde yacen, semienterrados, sueños de trabajo no alienado, de sustracción, de comunidades sin gobierno fundadas en la solidaridad y en la cooperación? ¿Hay algún futuro en nuestro pasado más remoto, hoy que brotes de soja y de nacionalismo reaccionario emergen del suelo y se actualizan al costado de la ruta, en una pampa reconvertida en una enorme aceitera?”.
Con hipótesis cercanas parece moverse la escritura de Matarazzo (aunque, cabe recordarlo, jugando con las máscaras que ofrece la literatura). Casi al final del texto, el poemario se interrumpe para hacer lugar al apartado “Trabajo de campo”. Una colección de micro-relatos que apelan a otro registro: “Me despierto 9.55, a las 10 me pasan a buscar. Me invitaron a comer un asado en un campo, en Hilario Ascasubi”.
Las estrategias cambian: el relato deja lugar a la voz del otro, citada entre comillas. Los temas se repiten, pero varía el ángulo de dicción y con ello, el tono y, por lo tanto, el énfasis, la posición: “La camioneta pasa la tranquera y a la izquierda vemos una playa de tierra seca, con unos yuyitos verdes que salen en punta. ‘Eso es cebolla, cada yuyito es una cebolla’. La cebolla se cosecha a mano. La cosecha empieza en febrero. Los que juntan la cebolla, la embolsan y cosen son, en su gran mayoría, bolivianos. ‘Vos decime, en vez de andar juntando cartones en el conurbano, por qué no vienen a trabajar al campo, si siempre hay trabajo en el campo’”.
Como en La rabia de Albertina Carri, como en Niños de Selva Almada, se distingue a quienes mandan y a quienes trabajan, a los dueños y a los peones. Se muestra también la dureza del trabajo desde una mirada apartada de lo bucólico. En todos los casos, la relación con los animales, la muerte, la comida y el exceso, con matices diferenciados (que van de la descripción de la matanza a los fines del consumo familiar hasta la detención en el extrañamiento que genera comerse la propia mascota), aparece: “Soy el último en sentarme a la mesa… Llega el asado… Carlos vive en el campo, la casa tiene DirectTV y cuenta que mira muchos canales de documentales, como Discovery. Eusebio vive en Bahía, empezó a estudiar para ingeniero agrónomo hace poco. Los fines de semana trabaja en el campo, donde nació hace 20 años, debajo de esa higuera. Me da vergüenza preguntarles qué piensan ellos del conflicto entre el gobierno y las patronales agrarias. Como chinchulines, chorizo, morcillas, costilla y tomo vino”.
Ciertas manifestaciones literarias producen lecturas agudas e implacables de las tensiones de la cultura. Poder ligado al soberano derecho de la literatura a “decirlo todo” y de cualquier manera (cuántos pesares se hubiera evitado Fito Páez si, en vez de una contratapa para Página / 12, hubiese compuesto una canción a propósito de las últimas elecciones de Jefe de Gobierno en Capital Federal). Entre Jacques Derrida y Pierre Bourdieu encuentro en el arte la “manifestación limitada de una verdad que, dicha de otro modo, resultaría insoportable”. El arte es, en ese sentido, un “signo intencional habitado y regulado por algo distinto, de lo cual también es síntoma”.
Como el arte y los artistas que lo producen, nosotros también hacemos síntoma cuando, reiteradamente, volvemos sobre las mismas citas, los mismos textos (esos que enseñamos, reseñamos, damos a leer a los amigos; esos que con seguridad expresan algunas de nuestras obsesiones, fantasmas, secretos y, tal vez también, nuestra moral -que imaginamos no moralista, distante de la moralina- y nuestra ideología -seamos conscientes o no tanto de ello-). Celebro entonces que Matías Matarazzo haya hecho de su síntoma (o de lo que parece dejarse entrever como tal cosa), literatura.
(Actualización septiembre-octubre/ BazarAmericano)