diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nadie le pediría a un libro como este más unidad que la que convoca su tema. Por lo demás, ¿a quién le importa hoy ya la unidad? Y sin embargo, por un movimiento cuyo aire de paradoja no quiero subrayar ni atenuar, los ensayos reunidos aquí convergen en su dispersión, encuentran una unidad misteriosa en su repetida pulsión fragmentaria. Esta enigmática convergencia, presiento (lo presiento porque es del orden de lo indemostrable), sería el síntoma de una tendencia más general (y me detengo escéptico antes esas expresiones: “actual”, “contemporánea”, “de nuestro tiempo”, sin decidirme por ninguna): la de leer a Roland Barthes haciendo hincapié en los momentos en los que el proyecto teórico o bien todavía se disimula (son los comienzos de Barthes, lo que David Fiel llama el “nacimiento de la teoría”) o bien comienza a diluirse en esa fórmula oximorónica: ciencia del sujeto. Presiento, digo, que el libro se hace eco de una tendencia general, por lo menos en el panorama de nuestra crítica literaria: los fantasmas a los que alude Alberto Giordano en el título que nombra el volumen (y que no pueden no recordar al libro de Daniel Link, cuyo trabajo encabeza de paso la serie) ciñen con precisión esa pulsión descentrada (o descentradora) de una obra como la de Barthes que, de modo fatal, se ha convertido, nos guste o no (y lo cierto es que no nos gusta), en escolar, en vulgata. El corpus barthesiano que trazan estos ensayos se concentra en los comienzos, en el final y más allá del final: El grado cero de la escritura, pero también el primer ensayo de Barthes traducido en Argentina (que desempolva Judith Podlubne), La lección, El placer del texto, Fragmentos de un discurso amoroso, La cámara lúcida y, por último, o quizás en primer lugar, los seminarios, publicados de modo póstumo, y esos textos híbridos, autobiográficos, en los que, de modo suplementario (aunque hablar de suplemento estaría aquí fuera de lugar), vuelven posible, y sobre todo deseable, una lectura que articule la Vida con la Obra (lo escribo con esas misteriosas mayúsculas, tan sospechosas de metafísica, de las que Barthes no se privó nunca y nuestros críticos, siguiendo su ejemplo, tampoco).
Dicho de otro modo: los ensayos evitan en lo posible los lugares comunes barthesianos, esos que, insisto, fatalmente hemos escolarizado en la universidad: su semiología, su proyecto narratológico, la muerte del autor, incluso su extraordinario S/Z. Se detienen, por el contrario, en las zonas más equívocas del derrotero barthesiano para –cito a Giordano– “reclamar las prerrogativas de un sujeto incierto”. Es este “sujeto incierto” (la formulación esquiva los consabidos “fragmentario”, “descentrado”, “sujetado”) el que nace a la teoría con los ribetes del ensayista (ribetes que, como lo recuerda Podlubne, mantuvieron a Barthes a raya de sus pretensiones de legitimación académica “doctoral”), y el que se vuelve a buscar en el final con esa fórmula oximorónica; es este sujeto, digo, el que sintetiza o, mejor, concentra, los fantasmas que el volumen sugiere y, en parte, enumera, nombra, en una serie que, sin carecer de precisión, se conserva no obstante también incierta. En este sentido, nuestros ensayistas evitan también otro lugar común crítico: tomar como punto de partida la división (que el mismo Barthes, por otra parte, habilitó) de su obra en etapas. Nada de “primer Barthes”, nada de “último Barthes”, aunque son los comienzos y los finales (las “muertes de Roland Barthes” como lo dijo magníficamente Jacques Derrida) los que acechan en las interrogaciones de estos textos. Y cuando la formulación aparece, como en el ensayo de Carlos Surghi, es justamente para señalar la circularidad que desbarata la periodización: el “último Barthes” se parece mucho al primero; la célebre ciencia del sujeto ¿no podría ser una definición irónica del ensayo? ¿No diluye el derrotero barthesiano la linealidad de las etapas en un movimiento cíclico que lo lleva, no digamos en el final sino más bien en su interrupción, al comienzo, es decir, al recomienzo? Y esa reanudación ¿no lo lleva más allá? El fantasma de la novela, que con lucidez desentrañan Silvio Mattoni, Sandra Contreras y Juan Ritvo (sus ensayos están uno a continuación del otro: hete aquí la mano del compilador), ¿no es el modo en el que Barthes sale de la alternativa que lo mantuvo en tensión durante toda su obra: ensayo/ciencia, sujeto/objeto, conciencia/estructura, conocimiento/deseo, espíritu/cuerpo?
Creo que la potencia de estos ensayos estriba en que cada uno arriesga una interpretación singular de esa tensión que podría ser leída (o mal leída) en clave blanchotiana de desobramiento. Y cada interpretación singular, como no podía ser de otro modo, tiene la huella del ensayista. Giordano traduce esta tensión en los siguientes términos: la coexistencia de la exploración afectiva y el repliegue conceptual. En términos por completo diferentes lo plantea Sergio Cueto:
Son los dos aspectos inseparables de la obra barthesiana. Por un lado el ideal del fragmento, que es condensación, no de pensamiento, sabiduría o verdad sino, se dice, de música, ya que se define por el acento y el timbre (…). Pero por otro lado el ideal del ciclo o la serie, por más arbitraria o “suelta” que sea, que somete el fragmento a una cierta atmósfera, a una cierta tonalidad, y que aun en la disonancia y la modulación se sostiene en la memoria tonal…
Una cierta tonalidad o una memoria tonal: Barthes no renuncia nunca a ella, quizás debido a su amor por los clásicos, su obsesión por el realismo decimonónico, ese texto tonal (una de las razones, dirá Beatriz Sarlo, que pueden ponerse en la cuenta de su desencuentro con Borges), su inclinación casi malsana por los binarismos (también lo señala Sarlo), su afirmación de la teoría. La memoria tonal conserva, como en una constelación, los fragmentos, los matices, los deslizamientos y los proyectos inconclusos que nos permiten hablar de un desobramiento enigmáticamente armonioso (enigmáticamente porque ¿no es el desobramiento (in)esencialmente atonal?).
Interrogar los fantasmas del crítico, poner la atención en los momentos de socavamiento de las pretensiones de sistematicidad y de totalización, marca también la tendencia de estos ensayos a hacer dialogar a Barthes con esas textualidades que habrían pervertido su inveterado proyecto de “ciencia” (aunque esa palabra sea siempre en sus textos equívoca o vaya cambiando de sentido): Blanchot, Deleuze, Bataille. En relación con esto, los ensayos tienen puntos de convergencias (y de polémicas) o, también, el lector del volumen puede establecer puntos de convergencias (y de choques). El ensayo de Link, que interpreta algunos momentos del texto barthesiano en clave deleuziana, no anda lejos de lo que nos sugiere Cueto, toda vez que Deleuze también echa mano del modelo musical como figura. Hay que pasar, dice Link, del sistema a la serie para resolver las paradojas. ¿Qué paradojas? ¿Son las mismas que hemos sugerido en términos tan esquemáticos? Link se detiene en un texto nada escolarizado, “Rasch”, dedicado a Schumann:
Habría una contradicción entre la pulsación pura del cuerpo y el diagrama o los esquemas que “hay que completar” [Link se refiere aquí a una contradicción que se da en la escucha de la música: la pulsación del cuerpo, el choque de las disonancias, y el diagrama o los esquemas, la memoria tonal]. Es como si Barthes –continúa Link– oscilara entre dos variantes de agenciamientos entre arte […] y cuerpo, a partir de dos concepciones de lo viviente […]: el cuerpo […] animal (cuyo ser se liga a la vida vegetativa […]) (…) y el cuerpo humano, sometido a la tensión de los paradigmas, los trayectos, los “relatos”…
Para Gonzalo Aguilar, cuyo ensayo es quizás el más controvertido del volumen (basta con citar el título: “Un grano de la voz en la garganta profunda. Roland Barthes y el porno”), la tensión de esta obra se produce entre estructura y deseo: “El abandono de la estructura es contiguo –dice Aguilar– de la enunciación de una erótica”. A partir de esta idea, Aguilar hace una lectura de los textos de la década del 70 en clave de una represión del porno en favor de una erótica, deteniéndose en los fragmentos, dispersos, tanto teóricos como autobiográficos, en los cuales Barthes se refiere explícitamente a la pornografía, siempre para condenarla o, por lo menos, para mostrarse condescendiente con ella. Este hilo que sigue Aguilar no deja al margen el momento de liberación de las imágenes pornográficas en la década del setenta, fenómeno cuya refracción en la subjetividad barthesiana es correlativa de una sublimación (Aguilar no usa esa palabra) que podemos llamar sentimental: los Fragmentos pero también La cámara lúcida. Acá se pone en juego, naturalmente, la distancia de Barthes con respecto al erotismo como puerta a la inmanencia de Bataille.
Los ensayos del libro no dejan de suscitar sus propios cruces, en parte contingentes. Podemos citar una digresión de Ritvo, sacándola de contexto, que cuadraría con la tesis de Aguilar: “Jean Genet, quien malquería a Barthes, se hubiera burlado, a buen seguro, de la circunspección y respetabilidad de este fantasma desexualizado. Desde luego: en su vida Barthes fue un personaje proustiano”. También un pie de página en el ensayo de Contreras, que dialoga con el texto de Sarlo: ¿no serán las valoraciones distintas acerca de la lectura y de la escritura las que podrían explicar el desencuentro de Barthes con Borges? ¿No es el apego barthesiano al objeto libro, el libro-fetiche, lo que lo separa irremisiblemente de la biblioteca total, del libro-Aleph?
(A estas sugerencias, no sé si me atreveré a agregar una más, que llamativamente ni Sarlo ni Contreras tienen en cuenta, acaso porque sería demasiado obvia. La imagino así: Barthes lee, por casualidad o por sugerencia de algún colega, el prólogo de Borges a La invención de Morel. No pasa del segundo párrafo: la subestimación, seca y lapidaria, de la obra de su amado Marcel Proust, basta para que Barthes, con la misma frialdad, no quiera saber nada con Borges, nunca más.)
En cuanto a Blanchot, es ineludible tanto la reseña que escribió sobre El grado cero como la preocupación tardía (¿o temprana?) de Barthes por lo neutro, así como también el temprano impacto de ambos en la crítica literaria argentina (los textos de Sarlo, de Podlubne y de Giordano, que cierran el volumen, funcionan como el momento en el que la autobiografía intelectual de una generación, o de dos o de tres, se pone en correlación con el problema de la recepción crítica). ¿Se desencuentra Barthes con Blanchot, como afirma David Fiel? ¿Es, como sugiere el ensayista, un equívoco fructífero entre los dos más grandes críticos literarios del siglo XX? ¿O más bien, como lo quiere Podlubne, el elogio-amonestación de Blanchot no habría sido desoído por Barthes, quien en su década semiológica, la del sesenta, habría resistido, con su uso táctico y ensayístico del arsenal conceptual estructuralista, a la totalización de la autoridad lingüisticista? Ese uso sui generis, como lo llama Podlubne, que tanto sedujo a la crítica literaria argentina, fascinada menos con un Barthes estructuralista (si es que tal cosa existió, desliza Podlubne con discreción o con ironía), que con un estructuralismo barthesiano, siempre dispuesto a ser desbordado y distanciado de sí mismo, implosionado desde dentro, con sus propias armas, como ocurre en S/Z. Fascinación que convierte la influencia de Barthes en la crítica literaria argentina en hegemónica: desde Oscar Masotta hasta Alberto Giordano pasando por Nicolás Rosa y Jorge Panesi, la obra de Barthes ha sido la principal inspiración de críticos y profesores, lo cual no es ajeno a ese “resto de tonalidad” o “insistencia teórica” que no desaparece ni aun cuando el fantasma es ya a finales de los setenta la Novela como trasmutación de Vida en Obra (los motivos de la Vida Nueva y la Novela como trascendencia del egotismo).
El retorno del fantasma es, además, el retorno de la imaginación y de lo imaginario, esas categorías reprimidas tanto por la preeminencia lacaniana dada a los otros dos registros (primero al simbólico y después al real) como por la destitución del lenguaje fenomenológico, arrastrado (quizás de modo apresurado) por el desplazamiento de la obra de Sartre que lleva adelante el estructuralismo. Deliberadamente anacrónico, Ritvo recupera la tensión barthesiana sujeto/objeto en términos de consciencia/objeto intencional. En este sentido, amonesta (o directamente impugna) una de las grandes supersticiones críticas: después de “La muerte del autor”, el lenguaje habla, y nada más. “El lenguaje ni habla ni escribe” –dice Ritvo– “el lenguaje por sí nada hace”. Contradicción entre el axioma barthesiano del 68, vuelto anatema de combate, y el Querer-Escribir-Algo, el fantasma de los seminarios, que se opone al Querer-Escribir intransitivo o, mejor, al Escribir-Intransitivo (sin el “querer”). ¿Hay contradicción? Solo si no nos decidimos a detectar los intersticios en donde la dicotomía trastabilla. El fantasma es el suplemento de la oposición conciencia/objeto intencional. Dice Ritvo: “La escritura sin duda posee un carácter destructivo, pero si bien destruye la voz pacificadora del Amo, es para instalar una voz-objeto portadora del deseo”. Y más adelante:
Si la vida del lenguaje es discontinua, el pensamiento […] es continuidad sufriente, deshilachada: su intencionalidad es en verdad una contra-intencionalidad: no es la conciencia la que solicita al objeto, sino el objeto que hace un guiño solitario a un lector solitario.
Ni subjetivismo del ensayista o del novelista imaginario, ni objetivismo impersonal del escritor moderno (el imperativo mallarmeano-flaubertiano), sino más bien un sí-mismo sin sujeto que solo puede experimentarse en el objeto o, mejor, en la cosa. El fantasma libera igualmente al sujeto del objeto, al sujeto de sí mismo y a la cosa del objeto.
La tensión con la que intentábamos al comienzo una tibia hipótesis que nos permitiera reseñar el libro (más por malformación académica que por necesidad retórica) podría encontrarse en el ensayo de Contreras en términos de “paso” entre dos acepciones de la palabra Novela que la fórmula de S/Z (lo novelesco sin la novela) no habría podido contener: la novela como horizonte del crítico (eso que Mattoni desentraña en su arqueología: en los ensayos sobre Proust y sobre Flaubert de la década del sesenta ya estaba el Barthes de la preparación de la novela) y la novela como fantasma del que quiere escribir. Por esta trasmutación, ya no cuenta la oposición sujeto/ciencia (este desplazamiento lo anticipa el ensayo de Ritvo), sino la polaridad ensayo-novela como fuerzas que se apoderan del Querer-Escribir (lo que explica la ambigüedad del Algo en el Querer-Escribir-Algo: ¿ensayo o novela?). Es la fascinación, dice Contreras, que experimenta Barthes por el instante (inaprensible, inexplicable, intratable) en el que cuaja la forma de la novela proustiana. Ahora bien, este instante es, a la vez, la epifanía del propio Barthes, que re-descubre en la obra de Proust los momentos patéticos que experimenta el sujeto que quiere escribir: los experimenta en la lectura como momentos de verdad. Corte, punctum, que en su seminario Barthes teoriza como “pasadores” del haiku al relato. La novela fantasmada por Barthes, dice Contreras, habría sido finalmente ese pasaje de La cámara lúcida, el célebre momento en el que se describe la foto del invernadero, pero esa descripción es abandonada por el relato o, mejor, el ensayista se abandona al Relato y en ese pasaje, paradójicamente, da cumplimiento al testimonio. Es la aporía de un ensayista y teórico cuyo horizonte fue siempre la Novela y que Contreras parece desentrañar pasando su ensayo por algunas tesis de Aira: el momento de verdad, lo real (el haiku, pero también la tesis del detalle insignificante), la epifanía (o el satori), el instante inaprensible de la transmutación, todas esas obsesiones barthesianas (obsesiones modernas, que siguen siendo las nuestras), lo que podríamos llamar con Sergio Chejfec una verdad sentimental (un [no]concepto de verdad desprendido de la metafísica, una idea de verdad, una verdad del cuerpo), todo eso, digo, condesciende a mostrarse, reticente y volátil, en los intersticios de la novela, esto es, lo real solo es accesible por el camino de la fábula, la Vida solo se vuelve posible por su transmutación en Obra.
Para no concluir ni sintetizar nada:
Entre los dones de la madurez, pasada la barrera de los cincuenta (dones que hay que atribuirse y sostener con convicción), están la disposición a negarse o rechazar, sin abundar en justificaciones —alcanza con no querer aceptar—, la agilidad para sustraerse de lo que preferiríamos no nos incluya y, fundamental, el desinterés por las opiniones y juicios sobre nuestra conducta o nuestro carácter si no los enuncia alguien que amamos.
Quienes quieran leer el texto completo de donde se extrajo esta cita pueden revisar la entrada de Facebook de Alberto Giordano del 16 de julio de 2015 o, en su defecto, examinar el benjaminiano ensayo que cierra el volumen.
(Actualización mayo - junio 2016/ BazarAmericano)