diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Apuntes para un comentario a la lectura de El divorcio, de César Aira.
Como quien dice justo en el medio de la literatura, justo en el medio de una literatura que está deshaciéndose, justo en el medio de Molloy, de Samuel Beckett, está la escena de las piedras de succión. Es así: Molloy se encuentra en la playa, frente al mar, donde se aprovisiona de lo que él llama piedras de succión. Son pequeñas piedras que se mete en la boca de a una, para chuparlas durante un rato. Después se saca la que estaba chupando y se mete otra en la boca. Esta vez recoge dieciséis piedras, que distribuye de a cuatro en los cuatro bolsillos que tiene en la ropa, dos en el pantalón y dos en el saco. Y a lo largo de media docena de páginas, analizará meticulosamente la lógica de los distintos procesos de circulación que se pueden aplicar a de esas piedras pasándolas de bolsillo en bolsillo, buscando la manera de no chupar dos veces una piedra antes de no haber chupado previamente las otras quince.
En la escena de las piedras de succión, a lo largo de esas páginas, la novela se convierte en el relato de la lógica de un proceso. Lo que se relata es eso. No hay otra cosa. No hay otro relato que el relato de la lógica de ese proceso. Pero el relato de un proceso lógico (de la lógica formal) no es un relato literario. Por lo menos en la situación en que lo utiliza Beckett. Y al mismo tiempo, precisamente por la situación en que lo utiliza, el relato de la lógica parece tomar en Beckett el lugar que el relato literario ha dejado vacío. Cuando todavía escribía en inglés, Beckett había hecho algo similar en Murphy, que es (casi) el relato de una partida de ajedrez contada como novela.
Por ahí hubo algo de esa cuestión acuática del francés, que tanto lo atraía, en el hecho de que finalmente pareció optar por la descomposición del relato y no por su otro extremo, en la estructuración casi únicamente lógica. El agua y A la búsqueda del tiempo perdido son dos presencias inevitables en El divorcio, la anteúltima novela de César Aira. Como con el té de Proust, cada vez que el narrador se lleva la madalena a la boca, el agua que cae sobre uno de los personajes de la novela desencadena y vuelve a desencadenar un derrame de anécdotas.
La escena de las piedras de succión en medio de Molloy funciona casi como un residuo discursivo, como la invención de un residuo discursivo: una pieza arqueológica, una máquina soltera que sigue funcionando como un grumo indestructible en un océano narrativo donde todos los demás grumos no hacen sino descomponerse, deshacen en polvo y agua. La figura de Molloy metiéndose las piedras en la boca, chupándolas y razonando sobre cuál tomar después y de dónde, y dónde poner la que se saque del buche, es una figura a la que Aira nos tiene acostumbrados: la figura del idiota. De hecho Jusepe, uno de los personajes de El divorcio es definido por su padre como “un idiota”, definición que él carga por siempre como un juicio divino.
El mismo Aira ha remitido a presencias de este orden cuando escribió algunos textos que bien podrían pensarse como especies de manifiestos de su producción. Es muy significativo que a la hora de definirse a través de terceros, Aira recurra a Emeterio Cerro (el prólogo a El Bochicho), el pianista de free jazz Cecil Taylor (en el cuento Cecil Taylor) o Edward Lear (el magnífico ensayo sobre la traducción que dedicó al patriarca de los limmericks).
¿Qué podemos entender por idiota? En primer lugar: lo único, lo singular. Es “la inscripción de una singularidad inimitable, la puesta en escena y en movimiento de una heráldica de la primera persona”, como señaló el francés Jean Yves Jouannais. Ser idiota es ser único. Esa es la marca de estilo que Aira reconoce de una vez y para siempre en Cerro. Mientras los demás escritores se pasan la vida intentando diferenciarse, Cerro nace diferente, dice. Y advierte después Aira, llamativamente, que Cerro es también, casi, un instrumento de la reacción.
En Dostoievski, el idiota es el que no sabe, el que se encuentra donde está por azar, el que está condenado a evaluar las situaciones y a las personas como si se las encontrara siempre por primera vez. (El narrador de El divorcio, “ausente de sí mismo”, llega a Buenos Aires “casi al azar”). Y habrá que recordar lo que dicen algunos, que es la promoción a la categoría de héroes de dos idiotas, Bouvard y Pecuchet, lo que abre las puertas a la novela del siglo xx. La función del idiota en arte (“los artistas no son idiotas, los artistas se hacen los idiotas”, dice Jouannais) sería la de ser una suerte de extintor de prohibiciones. El despropósito, la patología, la inmadurez, la locura, la ironía, más que oponerse y condenar al arte, son las herramientas de las que se vale para expandir y renegociar sus límites.
Perspicaz, Jouannais marca también ciertos límites ideológicos no del arte, sino de la idiotez en el arte: señala que en la medida en que la idiotez es muy difícilmente dialectizable, corre el riesgo de alcanzar un punto perverso donde es posible que un leve deslizamiento haga pasar la cosa no ya por el esoterismo sino por la religión, no ya por la reversión sino por la reacción (otra vez!), no ya por del umor (sin “h”, de Jacques Vaché), sino por el resentimiento, y no ya por la idiotez, sino por el cinismo.
En el idiota de Beckett no existe el desdoblamiento cínico (como sí existe en cierta “idiotez” de las pos literaturas).En la escena de las piedras de succión no hay nada exterior al desarrollo de las hipótesis de funcionamiento de ese proceso, nada exterior a la lógica de ese funcionamiento, que haga avanzar el relato. Parece querer decirnos Beckett: en literatura es eso, la literalidad idiota (¿y no es sobre este aspecto de la literatura que versa el Lear de Aira?) o la descomposición. Salvo, claro, que el escritor opte por una suerte de impostura.
¿Qué es la impostura? Hacer pie en la palabra, contar. Hacer coincidir el relato y el sentido del relato. Hacer creer que el relato y el sentido del relato se corresponden. Es la impostura literaria por excelencia: hacer creer que se está contando un relato que guarda en sí mismo la verdad de su importancia y de su sentido.
Relato: hablamos de literatura pero en verdad, para mayor exactitud, habría que pensar en una cierta idea de “escritura literaria” más pegada a la novela que a otro tipo de texto. El cuento como género parece haber quedado tan anquilosado en la figura de ese matrimonio relato/sentido del relato que cualquier intento de juego que haga vacilar la institucionalidad de ese contrato de lectura es difícil de imaginar. No existe el matrimonio gay para los cuentistas.
Aira ha escrito sus propias versiones de la escena de las piedras de succión en textos como Duchamp en México, o en La vida nueva. Las ha escrito a su manera, dando vuelta la lógica como una media, transformándola en absurdo, paradoja e hipérbole, un poco a la manera del Michael Kolhaas de Kleist. (¡Kleist!) Podría exagerarse y decir que cuando tuvo que narrar y hacer avanzar el relato, Aira recurrió al relato del avance de los procesos lógicos, llevándolo incluso (o precisamente) a situaciones hiperbólicas. Es el “vértigo de la comprensión” de que habla en El divorcio. El relato es incapaz de contener la inteligencia sobre el relato. La inteligencia sobre el relato no tiene fin. Lo que se hace, lo que se enseña en los talleres y se premia en los concursos, es a anclarla en un punto: el punto de la verosimilitud.
Es como si en el origen pre textual de los relatos de Aira, como una suerte de primer motor inmóvil, no hubiese tanto una anécdota, una historia, sino una pregunta. Y el texto fuese una respuesta conceptual, filosófica, a esa pregunta. O como si hubiese una anécdota, o una historia, sí, pero que reclamara una resolución no necesariamente ajustada a un nivel argumental. Muchos de los relatos de Aira tienden a lo ensayístico. La trompeta de mimbre, un libro de “ensayos”, es uno de los más apasionantes que ha escrito Aira. Contes filosofiques, llamó él mismo, alguna vez, a sus relatos, marcado ya esa escisión, ese divorcio entre el relato de la acción y el relato del sentido de la acción. Es cuento, y es filosofía. Es un relato que contiene las dos cosas no sintetizadas, sino diferenciadas.
En cualquier caso, ya en el origen, entre el planteo y la resolución, hay un cambio en la calidad del relato. Esto es central en Aira, es obvio. El divorcio es central en Aira. Es como un maestro zen (Una novela china, El pequeño monje budista), que responde a una pregunta con un cuentito. Un cuentito posible de ser desmoldado en una respuesta conceptual. Un cuentito que a la vez se desmolda en una respuesta conceptual que a la vez se formula en un cuentito que… Las piedras de succión como un fantasma de la literalidad: Aira no está ni en el cuentito ni en el concepto, está en el momento de la transformación de lo uno en lo otro. En el momento en que uno se pregunta: ¿qué significa lo que estoy leyendo?
Y no hay respuesta, porque la respuesta no está ni en aquello que se desmolda ni en aquello que se formula, sino en la energía que en esa transformación se fuga y se pierde.
El divorcio es un libro sobre la positividad. O mejor dicho: sobre la no positividad. Es un libro sobre la no positividad de la literatura. Sobre la imposibilidad de responder a esa pregunta. Mientras que, casi por definición, la literatura, como decíamos, o la novela, es un intento por lograr que el sentido haga pie en la palabra del relato, Aira trabaja en la dirección contraria: por liberar al relato del sentido de la palabra. Relato y sentido del relato: a fin de cuentas, eso es lo que finalmente se divorcia. Por un lado queda el relato, por el otro lado queda la inteligencia sobre el relato. Si a veces Aira hace que se homologuen, es solamente para que después se vea mejor cómo se divorcian, para que después se entienda claramente que son dos cosas independientes.
Alguna vez, cuando daba entrevistas a los medios argentinos (editores, un poco de ánimo: ¿para cuándo un libro que recoja las entrevistas a Aira? ¡Si se va a vender más que cualquiera de sus novelas!) Aira señaló como tal vez la pulsión última, o primera, del escritor, el deseo de ser “como Rimbaud”.
Esto porque se ha escrito que El divorcio es un puro discurso literario. Es una afirmación un poco desconcertante. No se entiende de dónde sale. Porque es cierta, obviamente, pero también es injusta. Porque lo importante del divorcio que lleva a cabo Aira en El divorcio es que en el aire que se cuela en esa separación, que dura, como la escena que narra la novela, un instante infinitesimal de tiempo, lo que se vislumbra es lo otro. No es que pueda, no es que lo consiga, pero es como si pudiera, es como si diese vida a la posibilidad de conseguirlo; es como si el libro fuese el intento reiterado, frustrado y reiterado, por dar un soplo de vida a la posibilidad de lograr desprenderse de lo literario.
No lo logra del todo (“todos quisimos ser Rimbaud y no pudimos”, es la cita exacta del reportaje), pero a cambio consigue en parte salirse del pacto literario.
De última, Rimbaud tampoco pudo ser Rimbaud: su regreso, enfermo, al seno de su origen (¡su madre!) habla más de alguien que no ha podido alejarse de sí mismo que de otra cosa. “Todo el valor del viaje está en su último día”, escribía Paul Nizan, desde la misma península yemení en que en su momento desembarcó Rimbaud.
Al margen, pero no tanto: Adén Arabia, de Nizan, bien puede leerse como una novela más que contemporánea en la que se ha extraído el relato y en la que solo queda, transformado casi en un ensayo, el sentido de lo relatado. En este sentido, es perfectamente lógico pensar que, aunque con soluciones distintas, el problema de la narrativa que enfrenta Aira es el mismo que enfrentó, por ejemplo, Sebald. Y rápidamente: ¿no es el Kafka novelista (El castillo) el primero que nos enfrenta con un relato privado de su inteligencia, el primero en trabajar sobre el espacio de ese divorcio?
Lo de la inteligencia del relato, en el caso de Aira, tal vez pueda argumentarse de otra manera. Hay un efecto que producen sus libros, la lectura de sus libros, un efecto en el que se mezclan cierta sorpresa y deslumbramiento por el desarrollo de sus pensamientos, con una sensación de cansancio, de agotamiento. Esa sensación de cansancio que provocan tal vez tenga que ver con el hecho de que en sus libros Aira parece estar explicando todo el tiempo cómo deben ser leídos sus libros.
Hace unas semanas salió en un diario un comentario sobre El divorcio, que no era otra cosa que la descripción literal de la novela, incluidos sus núcleos argumentales y los pasajes de la novela en los que Aira explicaba esos núcleos argumentales. No se trata de un comentario sorprendente. Más bien es sintomático de algo que provoca la literatura de Aira: que parece continuamente, más continuamente, con más exactitud y grado de abstracción teórico que en ningún otro escritor, estar estableciendo el sentido de lo que narra. Sin parar se explica a sí mismo. La sensación es agotadora para el lector, condenado a pensar lo mismo que Aira. ¿Avanzan, finalmente, los relatos en Aira? ¿O a pesar de esa precipitación tan señalada, no hacen sino derivar, dividirse y desviarse, negándose a avanzar?
En la medida además en que los núcleos argumentales son tan particulares que parecen esconder una lectura descifradora, y no múltiple, la lectura del mismo Aira se presenta como la única. Cierta cosa solipsista. Aira se cuenta y se explica a sí mismo lo que se cuenta. Nadie más que él puede contarse esas historias y darse esas explicaciones.
Tal vez haya algo de esta cuestión solipsista en la literatura de dos escritoras emparentadas con su propuesta: Fernanda Laguna y Cecilia Pavón. En los textos de Pavón y Laguna, escritura, crítica a la propia escritura y respuesta a la crítica a la propia escritura coinciden. Tienen una voz que habla por todas las voces. No hay afuera. Como si se dijera: es algo que ellas toman de Aira. Aira, por su parte, parece tomar, u homenajear, en ellas, esa opción por cierto grado cero de lo literario, esa opción casi por lo no literario, que practican Pavón y Laguna.
(Claro que lo no literario, o lo pos literario como categoría literaria es no sólo absurdo sino un imposible en una sociedad capitalista, donde finalmente lo que define a lo literario es una cuestión de circulación de los textos. Es la circulación del texto y no el texto “en sí mismo” lo que le da o no un carácter literario, a fin de cuentas).
Sobre la cuestión solipsista en Aira (y en Pavón, y en Laguna): es nada más que una impresión. Y es casi la única impresión ante la cual no hay que ceder.
Aira resulta agotador porque se explica a sí mismo, porque todo el tiempo parece estar diciendo cómo debe ser leído. La intelectualización analítica ahoga a la frase al mismo tiempo que la extiende: narra y al mismo tiempo se narra (explica) narrando.
Pero en realidad lo que está haciendo Aira es mostrando cómo ese relato dice que debe ser leído. No para que le creamos al sentido del relato que nos propone, sino precisamente para que no le creamos. Para que en esa exageración, para que en esas vinculaciones insólitas entre relatos insólitos y explicaciones insólitas, veamos el divorcio, y no el matrimonio.
A la narración no hay que creerle, porque la narración no tiene nada verdadero para decirnos. La verdad de un relato, en todo caso, está en su gesto, en su ademán, y no en su escritura. Hoy, por supuesto. No hace cien años, ni cuatrocientos. Entonces la verdad del relato estaba en otra parte.
Contar, para Aira, es algo insoportable. No puede hacerse pie sobre un relato. A cada paso, el suelo se deshace, se fragmenta y desintegra. El relato se extravía en digresiones, el narrador huye por delante de la historia, la historia se duplica en una mise en abime, las metáforas se superponen explicándose con otras metáforas, el narrador no deja que el relato se asiente, se formalice (hasta cierto punto, un ferdydurkista cabal), y la adjetivación y la elección de las palabras hacen que el lector esté continuamente obligado a tomar distancia del relato. La miniaturización y magnificación del relato son como paliativos de esa resignación. La capacidad narrativa de Aira, a pesar de todo lo que se ha escrito, parece ser inferior a la capacidad de Aira de desarrollar una inteligencia sobre los relatos. De ahí cierta sensación de resignación.
El relato se corrige a sí mismo sobre la marcha: si primero alguien está muerto, después está vivo, porque la primera vez se había equivocado al narrarlo. Su trabajo no se detiene, porque detenerse significa ser alcanzado, cuando de lo que se trata es de escapar de lo literario. El relato además adopta por partes diferentes velocidades. Cada velocidad corresponde a una unidad de relato, que a su vez se divide en unidades menores. El relato no tiene cohesión, ni la cadena, final. El continuo aireano es como el continuo proustiano. La narración nunca deja de contarse a sí misma.
Pero otra vez: por supuesto que Aira no logra escapar de lo literario. Decíamos: Aira es un escritor resignado: resignado a ser un escritor. Su resignación es la prueba de su fracaso. El tono de resignación, de cosa inevitable pero insalvable, marca toda su escritura de los últimos años (mientras que la literatura de algunos de otros escritores más jóvenes con los que puede vinculárselo conserva todavía un ímpetu entusiasta, una prospección positiva, casi conquistadora en el campo de lo literario).
Pero Aira es también un escritor que no se resigna a dejar de intentarlo. A intentar dejar de ser un escritor. Y es, probablemente, el único que por momentos accede a divisar (y a hacernos divisar, por más que “no haya otro mundo que el mundo”) ese umbral detrás del cual ya no está la literatura, sino quién sabe qué.
(Actualización agosto-septiembre 2010/ BazarAmericano)