diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Resultado de un proyecto de investigación en el que participaron Federico Bibbó, Verónica Delgado, Margarita Merbilhaá y Sergio Pastormerlo (director del volumen), y al que se sumó un año después Laura Giaccio como colaboradora, todos profesores e investigadores de la UNLP, Escenas de la vida literaria en Buenos Aires presenta un amplio registro de memorias de la vida cultural y literaria, consistente en diecisiete relatos retrospectivos de periodistas, escritores y dramaturgos, a la vez oportunamente extractados, cuyas referencias históricas se extienden, como indica el subtítulo, desde mediados de 1870 hasta principios de 1920.
Junto a los más previsibles, por clásicos e ineludibles, como los textos de Martín García Mérou (Recuerdos literarios), Rubén Darío (La vida de Rubén Darío escrita por sí mismo), Manuel Ugarte (Escritores iberoamericanos de 1900), Atilio Chiáppori (Recuerdos de la vida literaria y artística), Manuel Gálvez (Amigos y maestros de mi juventud), Enrique García Velloso (Memorias de un hombre de teatro), Roberto Giusti (Visto y vivido) y Vicente Martínez Cuitiño (El Café de los Inmortales), la compilación agrupa otros textos menos esperables, como los de José Podestá (Medio siglo de farándula), Hugo Wast –seudónimo de Gustavo Martínez Zuviría– (Vocación de escritor), Federico Mertens (Confidencias de un hombre de teatro) y Baldomero Fernández Moreno (Vida. Memorias de Fernández Moreno), junto a otros verdaderamente singulares –o “excéntricos”, como se dice allí– como los de Rafael Barreda (Memorias de un periodista de ayer), Federico Gamboa (Mi diario), Horacio Quiroga (Diario de viaje a París), José Antonio Saldías –hijo del historiador Adolfo Saldías– (La inolvidable bohemia porteña) y la nota periodística acerca del Ateneo, debida a Ernesto Mario Barreda y aparecida en el suplemento “Artes y Letras” del diario La Nación en 1927 que en forma de entrevista y como una yapa, acompaña las crónicas sobre ese momento y esa institución de Buenos Aires.
Como se ve, entonces, se trata de un vasto muestrario de escritos memorialistas, que abarca prácticamente medio siglo de vida cultural. La compilación viene precedida de una introducción en la que se ofrecen, de modo denso a la vez que sintético –en el sentido de una síntesis densamente poblada de información y conceptualización, revisión teórica y periodización– al menos tres argumentos al parecer irrebatibles: los recuerdos literarios emergen tardíamente, vinculados a una modernidad artística también tardía; esa modernidad venía –previsiblemente– de Francia, donde las Escenas de la vida bohemia (1851) de Henri Murger proporcionaban ahora el modelo de escritor-artista; y por último, lo romántico se convertía en sinónimo de lo bohemio –la bohemia en Buenos Aires parece haber estado plagada de juvenilismo y asincronía–, y por tanto el romanticismo volvía a ser tardo-romanticismo, es decir volvía a serlo porque en verdad acababa de llegar. Y junto a estos argumentos, se destaca una hipótesis, que organiza la mirada del conjunto: la idea de que el género de los recuerdos literarios, como cualquier otro género, tiene una historia y de que esa historia es finita, con límites más o menos precisos. Esa historia comenzaría recién con la aparición en 1891 de los Recuerdos de García Mérou, quien “no parece haber advertido que estaba iniciando un nuevo género” y se cerraría alrededor de las memorias de Baldomero Fernández Moreno, pues estas ya “indican una transformación en el género, que va de las memorias colectivas a la autobiografía personal, con derecho de contar morosamente la infancia”.
En esa línea, las páginas introductorias también se encargan de deslindar con precisión la constelación de los recuerdos literarios, que en esa etapa formativa y durante todo el siglo XIX se confundiría con los retratos y souvenirs, consagrados en célebres títulos como los Retratos y recuerdos literarios (Portraits et souvenirs littéraires, 1875) de Théophile Gautier, o Los poetas malditos (Les poètes maudits, 1884) de Paul Verlaine, que tanta incidencia tuvieron en el no menos célebre Los raros (1896) de Rubén Darío. A diferencia de esos títulos, los recuerdos que conciernen a estas Escenas… se vinculaban paradójicamente con una versión clásica de la memoria, “menos íntima e individual, más pública y colectiva”, de allí el interés sociológico que todavía hoy –para ojeriza de los incrédulos de Bourdieu– persiste en esa saga comenzada por el otrora secretario de Miguel Cané. El deslinde importa, sobre todo, a fin de excluir las innumerables siluetas, retratos o semblanzas que forman otra constelación, más propia de ser leída a la luz de las técnicas icónicas de reproducción, como se apunta en la “Nota sobre los textos seleccionados”.
Estamos, por tanto, ante un tipo particular de recuerdos. Los recuerdos que hablan de literatura, sí, pero que lo hacen siempre en forma colegiada o en términos públicos. No importan tanto las opiniones subjetivas –ni aun las intersubjetivas– de una obra como Borderland, por ejemplo, de Atilio Chiáppori, que aparece mencionada en varias ocasiones, o Stella, la novela aparecida en 1905 de la primera escritora argentina que fue best-seller, Emma de la Barra; nada o casi nada en estos relatos anuncia el juicio personal, la glosa de impresión, la experiencia de lectura. ¿Qué se dice, en cambio, de Borderland o de Stella? Se dice su reconocimiento público, su éxito o su fracaso de ventas. “Todavía ahora, después de tantos años –dice Hugo Wast alrededor de 1930 sobre Stella–, recuerdan los viejos libreros el frenesí del público, que devoraba las pilas de ejemplares. Yo mismo vi pegada en el cristal de Moen una media cuartilla manuscrita que rezaba así: ‘Agotada en tres días la primera edición de 1000 ejemplares’”. El dato también lo repone Roberto Giusti: “eso pareció fabuloso”, dice. Y acota: “En cambio, por regla general, los diez ejemplares del poeta novel no tentaban a un solo comprador. Se aseguraba que hubo casos en que en la soledad propicia del sótano tuvieron cría”. En esa misma vidriera de la librería de los hermanos Moen, Baldomero Fernández Moreno dice haber hallado Borderland, “que vi una tarde en Florida, tapizando uno de sus escaparates”. Y más abajo especulaba: “¿Cuándo iba yo a ver un libro propio, con mi nombre al frente, en una vidriera iluminada ante la muchedumbre de las calles de Buenos Aires?”. (La vidriera de la librería Moen funciona en estos recuerdos como su estricta metáfora, es decir: una vidriera, panacea del escritor). Y los ejemplos pueden multiplicarse. La literatura y su institucionalización, la literatura y las instituciones, la literatura y la modernización, los cenáculos de la literatura, la literatura y sus protagonistas podrían ser los lemas o sub-lemas que los acompañen o caractericen globalmente. El lector se encontrará entonces con un compendio de relatos que se van encadenando, como si se tratara de un camino de postas en la vida institucional de la literatura. De modo que uno de las virtudes de esta compilación es su carácter de archivo. Un archivo panorámico, pero a la vez delimitado, lo que lo vuelve más meritorio. En efecto, al leer las Escenas de la vida literaria en Buenos Aires se obtiene la impresión –convertida prontamente en certeza, basta revisar la bibliografía relativa al tema– de que éste, a diferencia de otros proyectos devenidos en publicación conjunta, era un libro necesario. Quiero decir: no esperado, sino precisado. La pertinencia, o el acierto, no radica en el tema: desde los Recuerdos literarios del chileno José Victorino Lastarria (1878), citados en la introducción como antecedente fraudulento de lo que no es, hasta las póstumas Evocaciones de un porteño viejo (1952) de Roberto Payró la historia cultural y la historiografía literarias tanto argentina como latinoamericana están plagadas de memorias, siluetas, biografías y recuerdos literarios o artísticos. Corolario inevitable, la bibliografía cuenta ya con sesudos estudios alrededor de algunas de esas memorias y de sus memorialistas (Sarlo y la introducción a los Recuerdos de Gálvez reeditados por Taurus, Gramuglio y sus trabajos sobre el mismo Gálvez, Rivera y su lectura de la bohemia porteña, Viñas y sus ensayos sobre Payró y Laferrère, entre otros).
El acierto consiste, inversamente, en la propuesta de lectura de ese material nebuloso, en general disperso y en ocasiones aparentemente inabarcable. Ahora bien, la forma de esa propuesta responde tanto a los criterios explicitados en la introducción como al trabajo de selección y articulación, el cual, al priorizar cronológicamente los sucesos memorizados por encima de sus fechas de escritura o de publicación, propende a una lectura narrativa en la que, así como los nombres propios desmienten o ratifican las declamaciones a veces excesivas de sus protagonistas, van emergiendo los tejidos de una red de sociabilidad literaria en la que se tornan cada vez más claros –cada vez más complejos– los momentos de la anhelada (a la vez que vapuleada) modernización cultural.
En efecto, si se leen todos los relatos en una única secuencia, es decir si se lee la concatenación de esos recuerdos de más de trescientas cincuenta páginas como un único y gran relato, más zigzagueante que progresivo, menos lineal que reiterativo, se logra a pesar de ello (o justamente por eso) una visión panorámica que es cronológica, pero sobre todo espacial: un mapamundi de los recovecos y meandros de la bohemia porteña, de las pedestres instancias de institucionalización letrada, de las prácticas que determinan lo que llamamos sociabilidad intelectual o artística. Además de los círculos y academias, cuyas múltiples menciones –del Ateneo a la fallida Sociedad de Autores Dramáticos y Líricos de 1907– permiten la reconstrucción de una historia de los derechos de autor en Argentina, ese gran relato ofrece un mapa, una cartografía del artistismo bonaerense.
Por su insistencia reiterada, por sus enfáticas menciones, los que siguen son algunos de los más encumbrados de esos (al decir de Roberto Giusti) almorzáculos o dîners littéraires donde se reunían los miembros de la bohemia porteña: Café La Brasileña, en calle Maipú, entre Cangallo y Sarmiento; Café de Los Inmortales, en Corrientes entre Suipacha y Carlos Pellegrini, junto al flamante Teatro Nacional –como apuntara Federico Mertens–; restaurant Ferrari, en esquina Sarmiento y Uruguay; Café de Luzio, en San Martín y Piedad; el llamado “Sótano”, viejo restaurant genovés, en Sarmiento y Carlos Pellegrini; el Aue’s Keller, en Piedad entre San Martín y Florida; la cervecería La Suiza, en Cuyo, esquina Maipú. En un mapa catastral de la ciudad de Buenos Aires de 1900 los cruces de calles que acabamos de repasar se restringen a la 1º, 3º y 5º sección –por entonces los barrios de Buenos Aires se dividían en 19 secciones–, es decir a una cuadrícula de a lo sumo 10 por 15 manzanas, ubicada en lo que hoy denominamos micro-centro: aproximadamente de Florida hasta Montevideo, y de Rivadavia hasta Tucumán. Ese era, por otra parte, el epicentro de las empresas editoriales. Los grandes diarios del 900, mencionados con naturalizada frecuencia por Gálvez, Cuitiño, Saldías y otros, esto es, La Prensa, La Nación, La Razón, El Tiempo, tenían sus sedes edilicias en esa misma cuadrícula: La Nación (a partir de 1885) en San Martín al 350 (a la altura de Cuyo o Cangallo), La Prensa (desde 1898) y el resto en la Avenida de Mayo (actualmente se conserva el imponente Edificio La Prensa como reservorio patrimonial), conformando lo que el periodista Alberto Pineta en su olvidada Verde memoria denominó el “Fleet Street porteño”.
En consecuencia, las Escenas de la vida literaria… que Pastormerlo y su equipo compendiaron ofrecen varios motivos para ser leídas estrictamente como eso: como escenas, escenarios y hasta escenografías históricas donde la historia que se dramatiza, de una a otra generación, es la historia (imposible) de la fundación de la literatura argentina. “La generación que nos había precedido –dice García Mérou– pasó los años de su primera educación en medio de los escombros humeantes de un país en vías de organización y consagró a la política y a la vida activa gran parte de sus facultades. Fue la nuestra la que introdujo y puso en moda querellas antiguas pero interesantes, que dormían en el pasado, dándoles una importancia real y efectiva”; “Lo esencial no es establecer una nomenclatura, sino situar un movimiento”, dirá Manuel Ugarte, para admitir de inmediato que va “a hablar de una generación malograda, de una generación vencida. Ninguno de los que he nombrado [y ha nombrado a Gómez Carrillo, José Santos Chocano, Vargas Vila, Lugones, Ingenieros, Belisario Roldán, ¡Rubén Darío!] alcanzó lo que esperaba”; “Antes de nosotros –dictamina Gálvez en su formulación tal vez más conocida– no existió en la Argentina una verdadera generación de escritores”. Y también: “Nosotros asesinamos a los faunos y a las marquesas de empolvadas cabelleras”.
Pero si de algo está hablando esta recurrencia cíclica de impronta generacional es, precisamente, de la extensión de las prácticas heredadas, del lento, lentísimo camino de profesionalización letrada en una Buenos Aires en la que, como dijera Adolfo Prieto, el circuito material de la literatura apenas si se había modificado en tres largas décadas. Así, a la periodización de El discurso criolllista…, 1880-1910, se podría acoplar esta otra, 1870-1920, referida a los circuitos de difusión, lugares de encuentro, relaciones interpersonales y grupales, usinas editoriales (principalmente las de los periódicos). Uno de los aspectos que parece reforzar la ingeniosa agrupación de estos recuerdos es que las mediaciones y relaciones interpersonales, típicas de un campo intelectual en formación, no se vuelven palmarias tan sólo a través de los órganos de difusión, como Ideas de Gálvez o Nosotros de Giusti, no sólo mediante la pasmosa naturalidad, digamos, con que Darío cuenta su ingreso a los tallares de La Nación y de Tribuna, sino, sobre todo, mediante el añejo vínculo tertulias-prensa, que el Diario de Federico Gamboa –un hallazgo en este compendio, al igual que las Memorias de Rafael Barreda– registra casi obscenamente.
Reservo unas últimas líneas para los “excéntricos”, entre los que cabría incluir a José Podestá. Su Medio siglo de farándula narra, a contrapelo y acaso sin proponérselo, exactamente lo que la bohemia de Buenos Aires no era, o pretendía ser. Las peripecias circenses de su “Pepino 88” parecen reflejar con mayor fidelidad el cariz precario, aventurero, verdaderamente borderland de la bohemia en su sentido murgeriano que las comilonas y borracheras tan asiduamente reseñadas, o que los chistes joco-serios como los pergeñados con La Syringa por un joven Ingenieros y un inédito poeta suizo, Soussens, que tanto padeció el serio Gálvez. Equidistante de ese carácter aventurero, el Diario de viaje a París de Horacio Quiroga tal vez se imponga como el ejemplo supino del antidiario, un diario casi sin introspección, o con una introspección meramente sensitiva, empírica, cuantificable. Quiroga, sin un centavo, se pasa el día, literalmente, caminando, en busca de una bicicleta que jamás podrá adquirir. Por ahí, anota: “Me voy a acostar. ¿Qué hacer? Como todo el día camino, estoy cansado. Pero no con sueño. Recién es de noche. ¡Acostarme a las 8 ½ en París, en la Exposición! ¡Se necesita la poca suerte mía para que eso pase!”. Si para Gálvez un bohemio era, sencillamente, un vago, qué decir de semejante escena de antiaprendizaje.
O qué de la pasmosa anotación diaria del mexicano Federico Gamboa –cuyo libro de cabecera era el Journal de los Goncourt–. De entre las varias perlas que se podrían entresacar de las páginas elegidas en el libro, repongo aquí, por cuestiones de espacio, dos preguntas que se hace el autor de Santa, cuando todavía no lo era y en cambio había dado a conocer Apariencias, un bodoque de más de 600 páginas, que un crítico ignoto calificó de “exuberante y aburridor”. Primero se pregunta: “¿Por qué creí en el entusiasmo que provocaron algunos capítulos cuando su publicación en los periódicos?”. Y más adelante, cuando se entera de que se lo están publicando (plagiando) en el folletín de un diario de Mercedes: “¿Serán los folletines de diarios provincianos el indicio de la popularidad…?”. Por encima de la humorada contenida, de la distancia que toda escritura íntima impone, ¿no podría verse allí captado algo de la compleja relación de mediación entre públicos lectores, impresos y literatura, es decir entre literatura y mercado?
Si en estos recuerdos la bohemia se empapa de modernismo –esa otra forma del romanticismo vernáculo–, las estampas que aparecen en las biografías o memorias de esa línea editorial que, como se apunta en el libro, alcanzó su auge en la década de 1940 con las ediciones ilustradas de Kraft, muestran, en cambio, la imagen más bien de una pequeña burguesía intelectual: bigotes en punta, galera o sombrero, saco, o chaqué, la ya extendida corbata, el infaltable bastón. Hubo excepciones, por cierto. El voluntarioso biógrafo de Charles de Soussens, Lysandro Galtier, recuerda que cierta vez el poeta suizo se cruzó con Roberto Payró en el Café de Luzio, y este, en relación a su pobreza, le inquirió: “¿Dime, Carlos, te apellido se pronuncia Soussens o Sans sou?” A lo que el suizo respondió, “¿y dime, mi querido Roberto, la i del tuyo, se escribe con i latina, con i griega, o con i de idiota?”.
Entre esa anécdota y la descripción que del suizo nos da Gálvez, las estampas que personajes como Podestá, Quiroga, Gamboa y otros dejaron apuntadas en sus recuerdos escritos –y que Escenas de la vida literaria en Buenos Aires nos devuelve hoy con la acertadísima concepción de conjunto– exponen el amplio espectro social y cultural que desembocaría en la famosa dupla Florida y Boedo. Aunque allí, como sugiere el libro, el género de las memorias se convertiría, paradójicamente, en literatura.
(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)