diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En la jerga periodística italiana se denominan “coccodrilli” a las necrológicas escritas anticipadamente con el fin de evitar que la noticia de una muerte importante, llegada a último momento, ponga en crisis a la redacción. En los diarios reposan previsores cientos de cocodrilos a la espera de que alguna personalidad de relieve muera imprevistamente; cuando esto sucede, lo único que hay que hacer es actualizar la hora del deceso. Algo muy parecido pasa con la literatura. Basta que alguna editorial reedite la obra de un escritor muerto para que veamos desfilar en cada suplemento cultural aquellas reseñas que habían acompañado las ediciones anteriores y que ahora, como cocodrilos, nos vuelven a presentar. Nada ha pasado entre la última y la nueva edición, excepto la diferencia en la cantidad de páginas. No hay nuevos interrogantes, ningún camino a ensayar. Las posibles relecturas de esa obra están tan muertas como su autor.
A poco más de quince años de su última reedición, volver a encontrar El caos de Wilcock entre las novedades editoriales desencadenó el festejo unánime. Lo que no todos compartieron, sin embargo, fueron las motivaciones de la algarabía. Entre los más cómodos vemos a aquellos que felices pudieron desempolvar las mismas reseñas del ’99 y hacerles tan solo algún agregado, como los merecidos elogios al nuevo diseño de tapa a cargo de Juan Pablo Cambariere o el detalle de los cuatro textos incluidos en el apéndice que Ernesto Montequin seleccionó para esta edición aumentada. Estos pocos datos que sostienen la ilusión de novedad son acompañados por los mismos lugares comunes que desde su muerte en 1978 fueron moldeando tanto en Argentina como en Italia una figura de autor que parecería estar destinada a petrificarse: la del olvidado maestro excéntrico que en 1957 compra todos los ejemplares de sus seis libros de poemas publicados hasta ese momento y los quema al grito de “Me voy a Italia a escribir en italiano, el castellano no da para más”. Lo que ya todos sabemos sobre Wilcock, o podríamos saber esforzándonos muy poco, se nos ofrece cíclicamente en cada aniversario o reedición de sus obras. Los más virtuosos en los golpes de efecto predecibles nos recordarán al cierre de su artículo que Wilcock murió de un infarto mientras leía, recostado en un sillón, L’infarto cardiaco del doctor Alberto Saponaro.
Es cierto que hay reediciones que nos dejan la sensación de no merecer siquiera un cocodrilo mal reformulado, pero para Wilcock vale únicamente la máxima de Lezama, aquella de que tan sólo lo difícil es estimulante. Y lo difícil en Wilcock es forzar el intersticio desde el que venimos entreviendo fascinados esos misterios lejanos para poder finalmente acercarnos y leer más. ¿Qué escribió en Italia además de lo que conocemos por las traducciones y la dedicación de Montequin y Guillermo Piro, sus dos máximos impulsores? ¿Cómo logró posicionarse dentro del campo literario italiano en tan poco tiempo ese herético recién llegado? ¿Qué hace Wilcock interpretando a Caifás en El evangelio según San Mateo de Pasolini? ¿Cuál es la singularidad de su aporte al campo de la traducción como para que aún sean suyas las versiones del teatro de Marlowe, Shakespeare y Genet que siguen reeditándose? ¿Qué otras proyecciones de su obra, además de las vislumbradas en Aira, Osvaldo Lamborghini o Copi pueden conjeturarse dentro de la literatura argentina? ¿Es Wilcock un Maestro, un Inventor o un Creador de manías? Y lo que es seguramente más importante, ¿qué lecturas podemos proponer hoy que no hayamos podido proponer antes? ¿Con qué aparato crítico-teórico podemos acompañar su persistente presencia?
En su reciente libro Desde la Comunidad. Estéticas de la repulsión y políticas del caos en Juan Rodolfo Wilcock, Carina González señala que quizás ahora, a partir de la crisis de las grandes narrativas, del desencanto de las democracias transformadas en mera administración de la miseria o de la vida reducida a sus funciones más básicas, de la fractura de las comunidades posmodernas, se han producido las condiciones iniciales para que sus textos puedan ser leídos bajo una nueva luz. Y es también a partir de esta coyuntura que Wilcock parecería haber encontrado una nueva comunidad de seguidores, a los que mantiene siempre perturbados. González propone leer la obra de Wilcock como una ficción de anticipación, que avizora el terrorismo de Estado y la resistencia de formas de vida que se le rebelan. Agotada la impronta peronista, la mirada política gira hacia la reflexión que la incorpora en los debates en torno al ejercicio del poder, en relación con los mecanismos de control y también en relación con su participación como modalidad que interviene sobre la vida humana para producirla y dominarla.
La percepción de que el nudo entre biopolítica y “animal studies” será seguramente uno de los más productivos a la hora de renovar los vocabularios críticos y teóricos que se propongan actualizar las aproximaciones a Wilcock es tan fuerte como la conciencia de que al corpus wilcockiano se lo ha afrontado siempre en forma fragmentaria. A excepción de Los traidores, escrita junto a Silvina Ocampo poco antes de radicarse en Italia, nada se sabe sobre sus más de veinte obras teatrales; y sin embargo, su incursión en el teatro fue fundamental para su posicionamiento dentro del campo literario italiano. Su primera experiencia se produce en junio de 1960 en el Festival dei due mondi de Spoleto, un importante festival internacional en el cual se representa por primera vez una obra de Wilcock, Il Brasile. Este acto único fue censurado por las autoridades del festival que la consideraron una sátira demasiado severa con la institución familiar. “Una pieza que hiere de manera feroz a la pequeña burguesía de una gran ciudad a través de un personaje de dimensiones trágicas”, comentará el enviado del periódico La Stampa. De este modo inicia a construirse la imagen herética del Wilcock italiano, un recién llegado que se inclina a utilizar estrategias de subversión a medida que disputa un lugar dentro del espacio de juego.
Pero Wilcock no era el único recién llegado que irrumpía en el campo de los dramaturgos. A fines de los años cincuenta el estado de las relaciones de fuerza entre los agentes y las instituciones del campo teatral italiano se encontraba en plena transformación. Escritores y poetas que contaban ya con una reconocida obra, como Pier Paolo Pasolini, Alberto Moravia, Dino Buzzati, Natalia Guinzburg, Ennio Flaiano, Enzo Siciliano, Dacia Maraini, Leonardo Sciascia y Elsa Morante entre otros tantos, se verán atraídos por la illusio del campo teatral. Una forma específica de interés que los impulsa a involucrarse en el juego, a participar en él y a conquistarse una posición haciendo valer la propia trayectoria. Wilcock conoce bien las resistencias del campo teatral y parece tener muy claro que no es un espacio neutro de relaciones interindividuales sino que está estructurado como un sistema de relaciones en competencia y conflicto entre grupos a los que están asociadas posiciones intelectuales y artísticas diversas. Razón por la cual seguramente sabe que no le alcanzará con participar agudamente en los debates a través de las revistas especializadas en las que rápidamente inicia a colaborar como columnista o con escribir solitariamente obras teatrales para representarlas en algún teatro romano que le conceda el favor.
Probablemente haya sido ésa la razón por la cual en ese período Wilcock acepta la convocatoria de Alberto Moravia para integrar la Compagnia del Porcospino, una compañía teatral romana fundada junto a los escritores Dacia Maraini y Enzo Siciliano. Wilcock escribe la pieza La caduta di un impero para la función inaugural que se lleva a cabo en el Teatro del Porcospino de Roma, uno de los tres actos únicos que darán inicio a una experiencia que si bien durará tan solo dos estaciones logra poner en escena numerosas obras. Entre ellas piezas de Elsa Morante, Francesco Leonetti y Enzo Siciliano. La segunda estación se inaugura con dos actos únicos de Wilcock y Pasolini. Este último escribirá también su obra teatral Orgia para ser representada en ese ámbito aunque finalmente será producida por el Teatro Stabile de Turín debido al cierre del teatro de Moravia.
Es justamente en este período de intensos cruces que Pasolini inicia su participación como columnista fijo del periódico Tempo. Lo que pasa generalmente inadvertido es que esa columna que Pasolini inaugura en 1968 tiene un título sugestivo: “Il caos”. Las fuertes polémicas que suscitaban los textos de Pasolini obligaron al periódico a suspender la columna en más de una ocasión; sin embargo, debido al alto interés que suscitaron, la editorial Editori Riuniti decide en 1979 reunir los artículos y publicarlos póstumamente en una antología que tendrá el mismo título de la columna. Si hoy le pidiéramos a algún bibliotecario italiano consultar Il caos nos preguntará seguramente si estamos buscando el libro de Wilcock o el de Pasolini.
La experiencia de la Compagnia del Porcospino tiene corta duración, pero sin embargo nos permite constatar la estrategia que Wilcock compartió junto un reducido grupo de escritores que se habían volcado al teatro con la intención de encontrar un nuevo lenguaje y trabajar por una profunda renovación. La pertenencia al grupo implicaba una concepción crítica del teatro contemporáneo pero no uniformaba ni condicionaba en modo alguno las propuestas que cada integrante llevaba adelante. Estas, como en el caso de Pasolini y Wilcock, mostraban afinidades pero también claras diferencias. De hecho, el nombre mismo, Compañía del puercoespín o erizo, proviene de una célebre parábola que expuso Schopenhauer en “Parerga und Paralipomena”, en la cual un grupo de erizos, en un día muy helado, debe encontrar la distancia justa que les permita darse el calor imprescindible para sobrevivir pero sin lastimarse con sus respectivas púas.
Es teniendo en cuenta este contexto que podríamos finalmente ensayar una respuesta al interrogante que Luis Chitarroni lanzaba en la revista Sitio hace ya más de treinta años: “De Pasolini, en cambio, nunca sabremos por qué lo llamó para que interpretara a Caifás en El evangelio según San Mateo; ahí está Wilcock para los que quieran conocerle la cara”. Es sabido que en 1964 Wilcock interpreta a Caifás, sumo sacerdote judío partícipe en la condena a muerte de Jesús, en la polémica película de Pasolini. Lo que se ha señalado con poca insistencia es que en ese set de filmación Wilcock no se encuentra solo, lo acompañan Enzo Siciliano (Simón), Giorgio Agamben (Felipe), Natalia Ginzburg (María de Betania), Marcello y Giacomo Morante (José y Juan – Hermano y sobrino de Elsa Morante), Francesco Leonetti (Herodes). La presencia de Wilcock en la película no se trata de una extravagancia indescifrable de Pasolini sobre la cual ya nada podremos saber; por el contrario, quienes conforman el elenco nos permiten recomponer el fresco de los escritores que durante la década del sesenta intentaron asaltar el campo teatral. Una experiencia que debería ser considerada al abordar la obra de Wilcock o al menos en futuros cocodrilos.
(Actualización julio - agosto 2015/ BazarAmericano)