diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Destruir para salvarse
Destrucción total, de Lila Siegrist, Buenos Aires, blatt & ríos, 2014

 

 

Pero ustedes los artistas contemporáneos son como los dj´s, toman un poquito de acá otro poquito de allá y arman fórmulas nuevas e inesperadas sin pedirle permiso a nadie.

Destrucción total

 

I

La reseña que escribí sobre Vikinga Criolla de Lila Siegrist finalizaba –parafraseando a Nietzsche–: Yo no soy una mujer. Soy dinamita.

Y unas líneas más atrás: “Pero no, eso era antes, ‘todo, todo antes’. Antes de que Dios fuera asesinado, antes de que el desierto creciera hasta hacerse inconcebible, antes del hundimiento de Europa, del desastre, de la destrucción total.”

¿Premonición? ¿Profecía?

No.

La escritora, en mayo de 2014, me comentó: “Me están por publicar una novela” “¿Cómo se llama?” “Destrucción total”. Y desde ese instante el título produjo un efecto residual inconmovible, de la misma forma que una frase de Nietzsche permanece en mí desde el año 2005: El desierto está creciendo.

¿Qué desierto? ¿Qué destrucción?

(Voy a omitir referirme a la imagen de tapa de Sebastián Pinciroli, el lector puede muy bien sacar sus propias conclusiones)

El epígrafe que abre el libro indica: “Al lector de Cadáveres”, por lo que desde el principio, la dedicatoria, mínima y precisa, permite intuir cierta combinación: pasado, política, desaparición y muerte.

La novela comienza con “el inmediato estruendo del choque”, para advertir una línea después que “todos se mueren en plena pampa húmeda”. Hay Cadáveres. Sin embargo, como ya sucedió una vez (¿o es siempre la misma vez?) “no hay cómplices ni testigos que me asistan en la posible reconstrucción del hecho”. Sólo incógnitas. Como si ese personaje que habla o escribe o piensa en un estilo casi neobarroco concluyera Yo no me acuerdo o No puedo acordarme, debido a que “la tierra y el agua [el paisaje por el que el personaje está atravesado] con sus características físico-químicas son más lábiles, más untuosas, y, definitivamente, mudas” –pienso, inevitablemente, en Amarcord de Fellini, en esas cenizas con las cuales intenta una rememoración imposible.

 

Lo que sucede a continuación es que el relato parece resquebrajarse, a pesar de la exuberancia que lo atraviesa –¿o a causa de ella?–, “supongamos, también, que en las próximas páginas tendremos frente a nosotros un relato lozano e inconducente, combinado con cucuruchos de crema del cielo”: comienzan las digresiones, la enorme cantidad de notas –al modo de una monografía o tesis doctoral–, los flashbacks y los flashforwards, un texto o cúmulo de textos producto de una receta:

“50% gaseoso (el cielo), 50% sólido (la tierra), 50% líquido (el río)”, o, “es un clásico de la cocina de campo francesa, rinde 6 a 8 porciones y lleva: 5 huevos, 1 yema, 125 gr de azúcar, 50 gr. De harina, 500 ml de leche, 250 gr de cerezas frescas (cualquier fruto rojo): todo al horno”, o, la fórmula de la Molotov: “En una botella de vidrio de Sanjurjo se ponían 350 cm3 de nafta, 150 cm3 de ácido sulfhídrico, se la tapaba con un corcho, y ajustado con una gomita elástica al cuello de la botella, un sobrecito de papel conteniendo clorato de potasio en polvo”, o, el cocktail “Be-careful baby” que lleva “4/10 de triple sec, 3/10 de ginebra, 3/10 de granadina”.

¿Qué es todo esto?

Estética relacional: “Un laboratorio de formas vivas que cualquiera se puede apropiar”

Destrucción total es ¿o no es? una novela en la que uno puede leer “la cosa más escatológica y abyecta y la experiencia más refinada”, pero, fundamentalmente, es un texto que implica un desgarramiento de sí mismo, que está siempre a punto de hundirse en el río, aunque por arte de magia sale a flote, y esto, claro, no lo descubro yo, sino que el personaje que narra ¿qué narra? lo explicita en una especie de declaración de principios: “Igual a mí me hubiese gustado construir y jugar con textos mediante la parodia a ellos mismos, el eco, la alusión, la cita o la apropiación. Lograríamos cruzar historias con otros textos, sabiendo o no las torpezas que podríamos cometer, pero lo lindo y alucinante de esta práctica, justamente, está en el riesgo y perpetuado error, y allí es donde una prefiere alojarse”.

 

II

Llegando al final de la ¿novela? irrumpe un objeto clave: el hacha.

Hace tres años Lila Siegrist expuso una serie de fotografías titulada “destrucción total”; en una de las imágenes –la más representativa con respecto al texto que nos convoca– ella, de espaldas, aparentemente está ejerciendo alguna forma de vandalismo sobre una de sus obras de arte preferidas.

A finales del 2013 se exhibió El hombre con el hacha y otras situaciones breves, un site specific creado para el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) por la artista argentina Liliana Porter, quien de esta manera continuó con la serie de fotografías titulada Reconstrucción.

Casualmente escribí un texto sobre la obra de Porter.

¿Coincidencia? ¿Profecía? ¿Adivinación?

Destrucción y construcción. ¿La mujer con el hacha destruye o construye? Destrucción y reconstrucción. Sólo es posible reconstruir lo que está perdido. ¿Es posible reconstruir lo que está perdido?  Es necesario un corte para buscar una sutura. ¿Se construye, destruye y reconstruye? ¿Se destruye y reconstruye? ¿Cómo recuperar lo que fuimos alguna vez? ¿Tras la reconstrucción puede advenir una nueva destrucción?

La mujer con el hacha corta con su filo el aire, el tiempo y el lugar. El hacha, herramienta metafísica por antonomasia, divide el mundo en dos, pero sin plena conciencia de cuál es el mundo propio y cuál el ajeno. La mujer con el hacha horada el límite entre lo que pensamos que es real y lo que es representación: confunde las fronteras de la realidad –sólo algunos bienaventurados podrán seguir afirmando sus límites.

La mujer con el hacha –así anoté en mi ejemplar del libro, con lápiz– quiere destruir para salvarse.


 

(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/ BazarAmericano)

 

 

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9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646