diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Dos libros de crítica. Dos libros de crítica elaborados por dos figuras cuya representación pública es la del escritor, pero no la única, ya que ejercen tareas diversas, como la docencia, en el caso de Diego Colomba (San Nicolás, Buenos Aires, 1972), y el periodismo, en el caso de Osvaldo Aguirre (Colón, Buenos Aires, 1964). Sin embargo, la actividad de la escritura aparece como una labor decisiva. Las otras tareas actúan como modos de la subsistencia, una plataforma de la escritura literaria, la condición de posibilidad de su desarrollo. O acaso esas actividades no estén necesariamente en función de ella, pero lo que sí es seguro es que la escritura no podría faltar en la configuración del ethos de Aguirre y Colomba. El libro de crítica escrito por un escritor resulta casi un género en sí mismo. La mirada que se ejerce sobre una materia de deseo o de curiosidad (la literatura) es objeto de un ejercicio de escritura. Un movimiento de pliegue y de despliegue que supone un dispositivo informativo en función de los lectores y, en algún sentido, una suerte de autobiografía velada (el mapa de una lectura). Como sabemos, la crítica es una tarea que implica cierto desasosiego: se escribe para saber qué se quiere decir. La añeja y ya resquebrajada idea de que un crítico es un artista frustrado, más que un enunciado cuyo estatuto pertenece a la tradición intelectual, aquí puede evocarse no sólo para desmentirla otra vez, sino con el propósito de recordar que lejos del secreto resentimiento que supone esa frase, en estos libros lo que prevalece es una especie de celebración comprensiva de autores coetáneos. Aguirre y Colomba son, entonces, escritores que escriben sobre otros escritores (poetas, narradores) bajo los parámetros de la comprensión y el goce, como si en esos gestos pudieran desmadejar parte de su propia actividad o, simplemente, ejercer de manera positiva (en el sentido instrumental del término) una tarea cultural. Carácter instrumental de la prosa crítica y oculta autorreferencialidad. No creo que se contradigan ambas dimensiones. En la “Introducción” a su libro, Diego Colomba confiesa: “(…) debo admitir que siempre pensé que el principal interesado en lo que escribía era yo mismo, que se trataba de un problema mío”. Las diferencias existen, obviamente, pero en un punto, al menos, la literatura y la crítica se cruzan: quien escribe lo hace para reconocer su objeto, ya se trate de un libro de crítica, de una historia ficcional, o de un poema. Una suerte de laboratorio de investigación que supone una tarea de conocimiento a partir de la incertidumbre. En ese sentido, si se permite el tropo de la personificación, las escrituras crítica o literaria piensan ellas mismas a partir de una lógica que dice más de lo que, a priori, el autor pretende expresar. Por eso más que una expresión, la escritura es una inscripción o un indicio que condensa una suerte de gnoseología. Formulación que contiene un oxímoron y que habilita una reflexión: la actividad crítica implica la incertidumbre como un saber. Acaso la crítica más interesante es aquella que parte de una actitud despojada, sin dejarse absorber del todo por sus presupuestos teóricos; una crítica que se deja interpelar por el objeto literario, como si el texto le proveyera las herramientas teóricas particulares a partir de las cuales enunciar. Más que partir de una certeza metodológica y teórica, la crítica puede desarrollar un ejercicio inverso: dejarse abordar por los elementos teóricos que el texto literario provee en tanto discurso ficcional o poético. Más que abordar, dejarse abordar, pero no de manera pasiva o sumisa, sino con el fin de ejercer una actividad que supone un doble movimiento: por un lado, reconocer críticamente la experiencia estética y, por otro lado, ejercer una suerte de tensión o de resistencia comprensiva. Los románticos alemanes pensaron que el objeto poético poseía un germen crítico, y lo que debía hacer el discurso de la crítica era desplegarlo. Por eso descreían que la labor crítica podía ejercerse sobre un poema malo, ya que el poema carecería de un germen crítico. Sin embargo, a pesar de estas especulaciones de matriz romántica, se podría pensar que el discurso crítico más que desplegar -como si se tratara de una cartografía- el germen crítico del poema en un texto que prolonga su efecto estético, lo que establece es una relación recreativa y rival con el texto del cual habla. Esta idea perteneciente a George Steiner postula un vínculo entre el texto literario y el texto crítico que sitúa su particularidad en un espacio dinámico de adhesión, fluencia, polémica y tensión.
Estos libros de crítica tienen algo de singular: no sólo son escritos por escritores (hay una alusión a la intervención de los poetas “en su papel de críticos” en el prólogo de Aguirre), sino que son compilaciones de textos ocasionales. Compilaciones que se inscriben en un proceso crítico de reformulación y resignificación del mapa de la literatura, con énfasis en la poesía, como si la poesía fuera el eje decisivo de la historiografía contemporánea de la literatura argentina. De ese modo escriben sobre la obra de autores como Juan L. Ortiz, Leónidas Lamborghini, Arnaldo Calveyra, Estela Figueroa, Darío Canton, Luis O. Tedesco, Héctor Piccoli, Ricardo Zelarayán, Aldo Oliva, Roberto Raschella, Diana Bellessi, Jorge Leónidas Escudero, Emma Barrandéguy, Francisco Gandolfo, Juan Manuel Inchauspe, entre otros. Pequeñas escenas de lecturas atravesadas por un rasgo: la coyuntura editorial y la ansiedad periodística que supone la entrega en una fecha precisa al editor del medio donde, eventualmente, será publicado el texto. Entregar una reseña periodística o una nota o una entrevista exige una cierta disponibilidad gozosa y profesional que no descree de los límites, sino que, al contrario, explora esa restricción como una posibilidad crítica.
Los libros de Colomba y Aguirre remiten a la figura del reseñista. ¿Cómo imaginar ese tipo social? Un sujeto sustentado por una base económica que, largamente, excede a la de su contribución crítica (recuerdo una frase que, en alguna ocasión, formuló públicamente Héctor Libertella: “se escribe de acuerdo a cómo se obtiene el dinero”). La tarea de reseñar novedades o escribir artículos o textos de presentación suele estar no remunerada o escasamente remunerada. Si se obtiene dinero por esta labor, no será más que un complemento de un sueldo cuya base es más amplia en la mayoría de los casos. Sin embargo, a diferencia de la vieja generación de 1880, en la que la actividad literaria no era más que un relleno de otras actividades consideradas como más gravitantes, aquí, el acto de escribir adquiere dimensión central por más que la retribución sea magra. La reseña es una intervención pública que supone una noticia literaria y una manera de leer cuyo rasgo retórico más significativo es la argumentación y, en buena medida, cierto componente ficcional. Escribir por encargo es un modo de crearse una obligación: el acto de la voluntad puede ser la base enunciativa de la tarea crítica que, al mismo tiempo, no deja de tener secretos canales con la creación literaria. No hay asepsia. La pulsión de escritura se sitúa, entonces, no sólo en el deseo, sino también en la obligación, incluso en el forzamiento que supone precisos perímetros temporales (la fecha de entrega) y espaciales (los caracteres de las palabras de acuerdo al espacio asignado). Estos libros condensan una serie de tensiones mediante discursos diestros respecto de los objetos que tratan y, además, hacen del alarde de la claridad, una virtud. Sus tópicos y problemáticas se sintetizan en la figuración pública de los escritores, la retribución material del trabajo intelectual, la literatura como pulsión de deseo, la autoimagen de los propios críticos y, finalmente, un aspecto que articula ambos libros: la reformulación del canon y la consecuente revaloración de escritores marginales o excéntricos.
(Actualización julio - agosto 2014/ BazarAmericano)