diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Cuando apareció Plata quemada, hubo quienes opinaron que con esa novela Piglia daba la espalda a su programa narrativo y pegaba un giro comercial nítido con un relato de género. En realidad, esa novela ha sido lo mejor que el escritor nos ha dado: sobria, de un ritmo impecable, atrapante (recuerdo haberla leído en una sola tarde), ese policial duro bien argentino mostraba las verdaderas (quizás las únicas) armas narrativas de Piglia. Pero dejemos de lado la evaluación: si con Plata quemada, Piglia abría otra línea para su obra, uno podría hipotetizar que con Blanco nocturno intenta conciliarlas. El experimento es el de un crítico literario que escribe ficción. Borges pensaba que “El sur” era acaso su mejor cuento y eso se debía, en parte, a que sintetizaba sus dos “líneas narrativas” (el criollismo y el cosmopolitismo, los compadritos y el fantástico, etc.). Como lector privilegiado de su propia obra, Piglia intenta lo mismo: escribir un falso policial, un relato de género pero “literario”, “culto”.
Como en una de Aira, la novela arranca bien para después empezar a derrapar. La diferencia es que Aira derrapa con alegría en la página ochenta de una novela de cien y Piglia lo hace promediando las cincuenta en una de trescientas. La novela comienza con una historia policial típica, en una estructura de flashbacks que alternan la historia de la víctima (un portorriqueño aventurero que muere asesinado en un pueblo de la provincia de Buenos Aires) con el comienzo de la pesquisa por parte del comisario Croce. Este esquema se complejiza con la introducción del sempiterno Emilio Renzi, que viaja al pueblo para redactar una crónica y se enreda con Sofía Belladona, hermana gemela de Ada Belladona. Estas dos chicas, nietas del fundador del pueblo, habrían sido el motivo presunto por el que Tony Durán, que las había conocido en Atlantic City y se había encamado con las dos, viajó a la Argentina y se metió en tamaño embrollo de color local.
Toda la primera mitad de la novela es una trenza un poco enredada en torno a estos tres personajes típicos: el asesinado, el comisario y el periodista. Pero después hay un brusco cambio de rumbo y el centro de la escena pasa a ocuparlo Luca Belladona, hermano de las gemelas, una especie de demente soñador, que intenta a toda costa la utopía de defender su fábrica de autos de los ataques de los cuervos de siempre que quieren rematarla y beneficiarse con el terreno en especulaciones inmobiliarias. En las sombras se mueve Cayetano Belladona, un hastiado oligarca que se confabuló con su otro hijo para vender la fábrica y ganarse así eternamente el odio de Luca. Un maligno y ambicioso fiscal, un secretario ex seminarista, un japonés homosexual y un jockey compadrito se van sumando al elenco.
El primer defecto de la novela parecería estar en la trama. Merecería un largo análisis, digno de Propp o de Barthes, pero no tenemos tiempo (ya bastante hemos perdido leyéndola). Toda la primera mitad gira en torno a Tony Durán y al asunto policial, pero en la segunda Luca ocupa el lugar central de la escena y la primera mitad se va desdibujando. Obviamente, el vínculo es que el crimen de Tony pudo tener que ver con oscuras intrigas económicas en torno a la evasión de impuestos por parte de grandes empresarios del agro o con el remate de la fábrica, pero lo cierto es que esta especie de Erdosain de campo y su utopía personal terminan haciendo olvidar al lector la intrincada trama económico-político-policial. Es como si el experimento hubiera sido querer diluir el policial en la historia arltiana, pero la que termina diluida es la novela misma.
En este argumento se adelanta el segundo defecto: los personajes son tan estereotípicos que por momentos rozan su propia caricatura. Están todos: el policía de pueblo honesto e intuitivo, el oligarca malo, las gemelas trolas y merqueras, el periodista pistola y culto, el fiscal ambicioso, el solitario delirante, el aventurero extranjero. La novela ensaya, en la primera parte, una coartada a esta crítica: como en “La muerte y la brújula”, Croce es consciente de su estatuto de personaje. Es amigo de los grandes comisarios del género argentino (Treviranus, Laurenzi, Leoni) y la narración se los apropia, cita de Walsh incluida. El que no aparece nombrado es Frutos Gómez (el comisario de Ayala Gauna). La omisión no parece casual: Croce se parece mucho a Frutos, salvo que habla mejor. De hecho, como Frutos, tiene su ayudante porteño que lo critica por no tener “métodos científicos de investigación”. Sea como fuere, la autorreferencia y la intertextualidad, esas antiguallas de la teoría literaria, vienen a decir aquí que los personajes son completamente literarios. Pero Piglia confunde personajes de papel con personajes de madera. Ya su Renzi era, y sigue siendo, un muñeco descafeinado que a ningún lector puede caer de verdad simpático: se voltea una de las hermanas, se hace el machito con el fiscal, aspira cocaína, etc. ¿Tenemos que envidiarlo? Curioso que el único personaje con algo de carne sea ese Luca Belladona, que parece salido de una fábula de Arlt, pero que el autor asegura está basado en un tío suyo ya fallecido. Al parecer, el tío realmente tenía un delirio genial como el de Luca. O sea que el tío era un personaje arltiano. Sin darse cuenta, Piglia utiliza un memorable (y airiano) ready-made.
La novela no es mucho más: está plagada de referencias literarias frívolas (el japonés, acusado de matar a Tony, piensa en la cárcel con palabras de Ireneo Funes; los locos de un manicomio repiten palabras de Esperando a Godot, etc.), los personajes expresan ideas brillantes y literarias que la novela no logra poner a funcionar de modo narrativo. Como en Respiración artificial y La ciudad ausente, Piglia cae en la exposición: enuncia que su novela es macedoniana, arltiana, pero la novela se inmola en la mera declaración. La “estrategia” de las citas al pie, que también comienza siendo prometedora, muy pronto va incluyendo las voces de los personajes, en una polifonía simpática pero que parece no agregar demasiado al relato, salvo siendo un elemento más de expansión. Da la impresión de ser una novela “engordada”: le sobra mucho y, sin embargo, es más lo que le falta.
Como no puede ser de otra manera en una novela hecha más de ideas que de narración verdadera, la exposición deviene pedagogía: “Junior le había dicho [a Renzi] que se dejara de embromar y se ocupara del suplemento literario, y medio en joda le propuso, ya que estaba en el campo, que preparara un especial sobre la literatura gauchesca.” ¿En qué lector extraterrestre piensa Piglia cuando aclara que la propuesta es “medio en joda”? El otro costado de esta tendencia sobreexplicativa es arruinar lo sugerente: cuando el lector empieza a sospechar que las hermanas Belladona quizás se encamen o se hayan encamado, Renzi viene a aguarle a uno la fiesta: “¿Existe el incesto entre hermanas?” se pregunta. Lo intrincado de la trama, o de las tramas, y lo abigarrado de las referencias “cultas” parecen solicitar un lector inteligente; las acotaciones del narrador, las explicaciones y las sobreinterpretaciones, uno idiota.
Como lo mejor de la primera mitad es la construcción del enigma policial y lo mejor de la segunda el relato del destino de Luca Belladona, uno se pregunta si no hubiera sido mejor escribir dos novelas en vez de enredar dos historias de por sí enmadejadas (de paso, hacía un dos por un con Anagrama). Encima el “final abierto” lo deja a uno con ganas de que el enigma se resuelva. ¿O es una novela tan genial que el lector puede inferir solo el verdadero asesino? Habría que volver a leerla. Pero, ¿a quién se le ocurriría hacer algo semejante?
(Actualización marzo-abril 2011/ BazarAmericano)