diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Abriendo la caja negra
Sólo los elefantes encuentran mandrágora, de Armonía Somers, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010.

 

Una mujer llamada Sembrando Flores de Médicis, enferma de una rara dolencia, es internada en un sanatorio, donde médicos y enfermeras la someten a dolorosos tratamientos e intrusivas investigaciones para estudiar sus síntomas, diagnosticar su enfermedad y tratar de curarla. El sanatorio representa una manera -científica y racional- de entender la realidad; se opone a otras visiones, más relacionadas con lo fantástico y lo irracional. Una de las esperanzas de la enferma se centra en el hallazgo de la mandrágora, que como mágica panacea disolvería su enfermedad. 

Durante la Edad Media, las brujas o curanderas utilizaban esta planta fanerógama, de la familia de las solanáceas, para sus ungüentos. Como sus raíces parecían dos piernas, se creía que tenía características humanas. Según algunas leyendas, la planta se lamentaba gritando cuando la arrancaban de la tierra, pudiendo causar locura en las personas; por eso se solía amarrar un perro a la planta antes de arrancarla. La creencia popular afirma que crecía bajo los patíbulos, donde a veces caía el semen de los ahorcados que eyaculaban en sus últimas convulsiones antes de la muerte. Quizás por eso se decía que favorece la libido. Venenosa y curativa al mismo tiempo, según el uso, era por lo tanto usada tanto en magia negra como blanca. 

Pero la planta curativa es una ficción delirante: ya desde la comedia de Nicolás Maquiavelo, La mandragola (1581), sabíamos que la terapia derivada de esta raíz es una farsa. Está más relacionada con leyendas y rituales que con la medicina. Además, quizás cuando la muerte nos acecha, los humanos que vamos camino al cielo no tengamos acceso a la mítica planta, ya que, como afirma el epígrafe de Fray José Francisco Laffiter, “sólo los elefantes encuentran mandrágora”. 

Entonces, el equivalente más científico que presenta la medicina es una operación llamada “toracocentesis”, una técnica que permite la extracción de una acumulación de líquido anormal o de aire en el espacio pleural, por medio de un catéter o de una aguja, introducidos percutáneamente en la cavidad torácica hasta el espacio pleural. Puede realizarse con fines terapéuticos (cuando la extracción de aire o líquido se hace a fin de disminuir la dificultad respiratoria producida por la compresión del pulmón; es un procedimiento de emergencia ya que existe compromiso vital), o con fines diagnósticos (cuando tiene como finalidad la obtención de una muestra de líquido para su análisis bioquímico y microbiológico). El procedimiento de escritura de la novela equivale metafóricamente a esta operación: una investigación interna, despiadada y profunda en la psiquis y la memoria de una enferma. 

Armonía Somers declaró que esta novela era su “caja negra” en el viaje a través del tiempo (tanto hacia atrás como adelante) que estaba haciendo, ya aquejada desde 1969, como su protagonista femenina, de un extraño mal, el quilotórax. Si se caía el avión en que estaba viajando, se podía acudir a esta novela para entender las razones y las causas del desastre. La novela, entonces, es concebida como testamento, pero también como ejercicio de recuperación de la memoria: Somers tenía miedo de perderla y se dedicó empecinadamente, entre 1972 y 1975, a recuperarla. El texto no fue publicado sino en 1986, es decir, once años después, en Buenos Aires. 

Sembrando Flores también se llama Fiorella, y su apellido incluye el muy vasco de Irigoitia y el muy italiano de Cosenza. Nada parece tener un solo nombre en el texto; todo fluye hacia otras denominaciones, a pesar de los variados intentos de fijar el vocabulario: desde las listas de los significados ocultos de las flores y las clasificaciones técnicas de diagnósticos e instrumentos relacionados con la enfermedad hasta el catálogo de libros de una biblioteca. La misma autora no escapó de esta fluctuación nominal: su verdadero nombre era Armonía Liropeya Etchepare Locino, y su nom de plume acaso se debió en parte al deseo de ocultar su identidad a la sociedad puritana de 1950, cuando su novela La mujer desnuda se atrevió a tratar los tópicos casi prohibidos del cuerpo y el sexo femeninos, causando un pequeño succès de scandale. Durante años evitó que le sacaran fotos, y algunos inclusive creían que se trataba de un novelista masculino. 

Somers dedicó la novela a su marido, Rodolfo A. Henestrosa, a quien conoció al llevar a la imprenta los manuscritos de sus cuentos, en 1953. Algunos detalles de su biografía también se relacionan con su obra: su padre, Pedro Etchepare, era un comerciante anarquista y anticlerical; su madre, María Judith Locino, era una católica ferviente. En la biblioteca de su padre encontró autores que fueron decisivos: Dante Alighieri, Giacomo Leopardi, Charles Darwin, entre otros. Desarrolló una actividad intensa como pedagoga desde 1933 hasta su jubilación en 1971, a los 57 años. Su obra fue creciendo despacio, con períodos de silencio (entre 1953 y 1963 y luego entre 1969 y 1978). 

El título inicialmente elegido por Somers para la novela era Quilotórax en Montevideo, en alusión a la situación política de Uruguay: en 1973 había comenzado la dictadura militar. La cultura entró en un período de peligro y precariedad, y muchos escritores debieron exiliarse. Ese título, posteriormente reemplazado, suena a “quilombo en Montevideo”, como diríamos en Argentina los “descastados lingüísticos”. 

“La enfermedad es el lado nocturno de la vida”, dice Susan Sontag al comienzo de su libro La enfermedad y sus metáforas (1978). Enferma ella misma de cáncer, allí exploró el uso metafórico o figurado que se hace de las enfermedades, sobre todo el cáncer y la tuberculosis. Pero su objetivo era probar que “la enfermedad no es una metáfora, y que el modo más auténtico de encarar la enfermedad -y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico”. Somers, sin embargo, hace literatura con la enfermedad y, a pesar de Sontag, le resulta terapéutica. 

Quilotórax, la enfermedad que padeció, es la presencia de contenido de origen linfático (linfa) en la cavidad pleural. Poco frecuente, puede ser primaria (de causa desconocida, como la mayoría de los que aparecen en los recién nacidos) o secundaria (generalmente en niños mayores y tras traumatismos, intervenciones quirúrgicas, compresiones de la vena cava superior, infecciones mediastínicas o tumores intratorácicos.) Más frecuente en el hombre que en la mujer y en el lado derecho, son excepcionales los casos bilaterales. Más allá de los datos médicos y de la realidad biográfica, aquí se trata de la ficción como cura. La medicina opera como el lenguaje, y viceversa: el lenguaje es medicina. La novela también se comporta como la enfermedad que se padece: despierta un interés morboso (como las tramas folletinescas) y en ella “bullen las imágenes”. Somers parodia la “novela de la enfermedad pulmonar”, aquella en que los personajes mueren de tuberculosis y -precisamente por eso- se vuelven héroes y heroínas. El paradigma del género quizás sea La dama de las camelias (1848), de Alexandre Dumas, hijo. El escritor se inspiró en la vida real, la propia: recreó en ella su romance con la cortesana Marie Duplessis. Somers también se inspiró en su propia vida. Su personaje, Sembrando Flores, que hace listas con los códigos y significados secretos de las flores, que tiene “un jardín en la cabeza” como su propio nombre lo indica, es la “dama de las flores” de este folletín uruguayo postmoderno. El texto también es, entonces, con sus citas, alusiones y parodias, una “antología” (del griego  anthos, “flor” y   légo, “seleccionar”; “ramillete o guirnalda”) alternativa de la literatura. 

La metáfora del cuerpo social que también sufre desbordes, como la linfa en la cavidad pleural, y se enferma, es tematizada en breves narraciones interpoladas y alusiones a hechos políticos del pasado y contemporáneos: la guerra franco-prusiana; el fusilamiento en 1909, en la prisión de Montjuic, del pedagogo libertario, librepensador y anarquista Francisco Ferrer Guardia, acusado de instigador de la revuelta anticlerical conocida como Semana Trágica, en Barcelona; la Semana Trágica de Buenos Aires de 1919; el sangriento 1º de mayo de 1923 en Montevideo, cuando los obreros que participaban de la marcha anual por el día de los trabajadores fueron reprimidos; el asesinato en octubre de 1933 del diputado y dirigente del Partido Colorado Battlista, Julio César Grauert, durante la dictadura (1933-1938) de Gabriel Terra; el espionaje nazi durante la 2da Guerra Mundial. 

El texto fluctúa entre el desborde y la contención, en varios niveles. En el nivel del argumento, la enfermedad se desborda en ramificaciones y abscesos contra los cuales lucha la medicina. En el nivel de la estructura, a partir de una narradora omnisciente inicial que pronto cede sus palabras a múltiples voces narradoras en una polifonía desquiciada, la novela consta de 23 capítulos y un epílogo, forma con la que trata de poner algún orden en la escritura. El entramado, a pesar de todo, resulta un poco incierto, y algunos hilos se escapan, como digresiones verbales. Estos desbordes, sin embargo, deberían tomarse como una característica extremadamente rica del texto, que propone o sugiere otro modo de leer. El texto crea su propio lector, pero se trata de un lector “raro”, en el sentido de “poco común”. La recepción de la obra al momento de su primera publicación -no nos extraña- no fue demasiado auspiciosa, quizás porque no se sabía cómo leerla. 

La autora dedica su texto (con algún “recelo”, sin embargo) al folletín, en una estrategia de recuperación y reivindicación genérica. Para soportar su estadía en el hospital, Sembrando Flores pide novelas para leer, y cuando le traen novelas “modernas”, se queja y las critica por ilegibles. (Es evidente que Somers, por medio de esta estratagema, instaura una polémica con la crítica en su evaluación de la novelística contemporánea.) Hasta que un día, por intercesión de un “ángel” (otro de los seres a quienes la novela está dedicada, esta vez con “respeto”), la enferma da con el folletín del español Enrique Pérez Escrich (1829-1897), El manuscrito de una madre, de 1872, cuyo argumento se resume y algunos de cuyos párrafos se citan para beneficio del lector. Comienza así un proceso de parodización que arrastra a varios otros géneros: la novela criollista; la novela gótica del vampirismo; los relatos de lobizones; la novela del realismo social. Hasta Darwin es parodiado: en la teoría de la coloración que crea Sembrando Flores para ordenar y entender las peripecias de su vida (color azul, color naranja, color unicornio, color obispo, etc.), vemos indicios de la noción mimética de la “coloración críptica” como modo de pasar inadvertido en la sociedad en que se vive. 

En la lectura se advierte de inmediato que los procedimientos de intertextualidad son esenciales a la novela, especialmente en la mezcla de los géneros sin que medie categoría jerárquica alguna: hay referencias internas (intratextualidad), alusiones a la obra de la propia autora y a textos de la literatura latinoamericana y (Dante, Miguel Hernández, etc.), pero también relaciones intersemióticas (el cine, los grabados, las ilustraciones de Gustave Doré, la pintura de Miguel Ángel, la música de Beethoven). Todos los géneros “menores” son convocados: diarios íntimos, cartas, relatos orales, confidencias, secretos y chismes, relatos de espionaje, textos anarquistas e históricos.

Somers se adelantó a su época. Está más cerca de la generación próxima, la Generación de la Crisis, que del grupo de escritores al que pertenecería según su edad, la llamada Generación del ’45 de la literatura uruguaya. Abrió camino con su obra. Se considera que Angel Rama inició la valoración crítica de Somers en un ensayo sobre esta “insólita literatura” publicado en la revista Marcha (1963) y luego en su prólogo a una antología de relatos eróticos escritos por mujeres, en 1966; pero incluso en esa época, y a pesar de las buenas intenciones de Rama, Somers desbordaba la comprensión crítica y teórica. 

Con esta novela, Somers reivindicó la lectura como evasión, despreciada por la crítica como literatura “baja” o sin valor (como el folletín o la novela por entregas) y como propia del sexo femenino. El texto traza entre sus personajes una especie de genealogía de mujeres que leen a otras mujeres, mujeres lectoras y mujeres escritoras, mujeres oyentes y mujeres locutoras. También la figura del albacea literario, del editor encargado de editar y publicar los manuscritos, es tematizado en el personaje (que engañosamente parece no serlo) de Victoria von Scherrer, encargada de ordenar los papeles a la muerte de Sembrando Flores. 

No solo se animó la autora a tratar los temas tabúes del sexo, la violencia, la enfermedad y la muerte, sino que sugirió que la muerte puede ser un aliado de la literatura, en tanto productora de un discurso femenino. Pocas veces se ha demostrado tan poéticamente la relación cercana, casi asfixiante, entre cuerpo y escritura. Tradicionalmente, las metáforas relativas al tiempo lo representan como destructor (tempus edax rerum), pero Somers concibe la escritura como un modo irónico de recuperación del tiempo por el recuerdo, como estrategia para contener y detener el avance de la muerte. 

Hay que celebrar la reedición de esta novela fundamental. La editorial El Cuenco de Plata ha publicado, además, una antología de cuentos, La rebelión de la flor, seleccionada por la misma autora  y su primera novela, La mujer desnuda, en un gesto que señala la doble intención de poner al alcance textos que se habían vuelto inhallables y de recuperar a Somers, la “loba esteparia de las letras uruguayas”, para nuevas generaciones de lectores.

 

 

(Actualización mayo-junio 2011/ BazarAmericano)






9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646