diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Federico Souza vuelve a su lugar de origen por unos días, menos de una semana, convocado por su viejo, el Bicho, tras la muerte de “Pajarito” Lernú, el amigo de su padre y miembro de ese clan de personajes entrañables que los lectores conocemos desde La descomposición y Glaxo, las novelas anteriores de Hernán Ronsino. La excusa, aparente pero significativa para la historia y para la presentación de esta novela que incluso desde su tapa está ilustrada con el rumiante que ya es metáfora remanida de la patria, es que el muerto le ha dejado, al narrador, una vaca. El animal pasta tranquilo a la sombra de las ruinas chamuscadas de un colectivo interurbano que los pasajeros alguna vez prendieron fuego en la terminal de colectivos de Chivilcoy.
En esa primera imagen se dan cita varias cuestiones que a lo largo de la novela serán fundamentales para ese largo recorrido del que somos testigos a través de la cámara narrativa posada sobre los hombros, que no sé por qué razón imagino un poco doblados, como cansinos, del joven que partió del lugar hace años y cuenta que ha triunfado como guionista en la gran ciudad, el hijo pródigo que vuelve como un extranjero a reencontrarse con las marcas, o tal vez, y mejor, con las cicatrices de su propia historia.
Hay una frase recordada por el narrador del libro tranquila que define la sensación presente durante la novela. La leyó en un documental que agarró empezado y que no pudo dejar de mirar en una madrugada de insomnio, una frase que el protagonista de la película, siempre y cuando acordemos que los documentales puedan tener tal cosa, luego de pasear en el asiento trasero de un auto por una ciudad en ruinas que parecía ser de Europa del Este, o tal vez de la ex Unión Soviética, y después de intentar dos o tres veces encender un cigarrillo en medio de un descampado ventoso en el que una vaca, en medio de la nada, tasca. La frase que el narrador de la novela recuerda dice: “cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia”.
La ciudad como una piel
Ese lugar al que Federico Souza regresa en Lumbre es de algún modo un límite. Como una piel que protege y al mismo tiempo oculta los recuerdos, la ciudad es un campo minado de memoria. Los recuerdos, condensados en algunos objetos que nada significan para casi nadie pero que para el narrador esconden una especie de yacimiento de sentido, una caída en abismo del pensamiento, y por consecuencia del relato, son el verdadero objeto de la historia que se oculta detrás de cada cara, de cada frase recuperada, de cada cosa.
Puede ser una argolla de metal que resiste inútil al paso del tiempo en una vereda, el colectivo Chevallier quemado en el descampado, un ala abandonada del cementerio municipal, la plaza del pueblo rodeada sin cesar, durante cinco días y cinco noches por Carlitos Luna que montado en su bicicleta de carrera busca romper la marca del récord Guinness de resistencia para que lo convoquen a correr la “Doble Bragado”, el barrio de la Glaxo o esa esquina toda donde funcionaba la carnicería de su abuelo y que en el presente del relato todavía sigue bautizando ese punto exacto de la ciudad: cualquier cosa abre una brecha por la que el relato se bifurca. Cada una de esas cosas y lugares funciona como un centro de sentido del cual proliferan y al que se dirigen las historias, los recuerdos y todo aquello que se activa en la memoria, involuntaria, para detener y al mismo tiempo enriquecer el relato de la vuelta.
Ocurre que Federico, el hijo del Bicho Souza para todos aquellos que ya no pueden reconocerlo, ese que para los vecinos y conocidos ya no significa más nada después de tanto tiempo de ausencia, ha vuelto a la ciudad como si fuera un extranjero. Porque si para muchos las caras, los lugares y los nombres guardan historias que merecen ser contadas, para el narrador lo que empieza a desplegarse –casi me atrevo a escribir a “despellejarse”– con cada recorrido por la ciudad a la que regresa es la propia historia. Ese lugar que luego de unos pocos días y capítulos quedará tan en carne viva que los lectores, como testigos silenciosos que somos, terminaremos ansiando que vuelva cuanto antes a ese departamento en el barrio de San Telmo y se abrace a esa otra extranjera que lo espera con la ventana abierta, que regrese a ese único lugar en el que parece que las cosas pueden calmarse y donde los recuerdos no tienen la mala costumbre de desbordarse: como si fueran ríos de llanura.
La ciudad como utopía
En la historia de la ciudad de Federico Souza se superponen varias historias. El paso por ese lugar del Ejército Grande que se dirigía a la batalla de Caseros en la mitad del siglo XIX es sucedido, en un parpadeo rápido de la historia, por el arribo del boletinero de ese ejército que alguna vez soñó ese pueblo y ahora, ya presidente electo de la Nación, se dirige a los ciudadanos, a la ciudad que es la realización de su proyecto de poblar la pampa. Habla como una especie de demiurgo que con la palabra ha hecho surgir un espacio, un lugar, en medio de la pampa y que ahora tiene ante sí la concreción de esa utopía. La palabra realizada.
Se trata de un lugar nacido de la idea y de la planificación de un político que confiaba en el poder performativo de su palabra y que al contemplar el crecimiento y la prosperidad de la urbe pujante que había soñado una década y pico antes, esboza una metáfora en la cual Chivilcoy se le hace presente “como un libro” que le “habla a la razón y al corazón”. Sin embargo no todos pueden ver lo mismo, no cualquiera puede leer “con provecho” las “brillantes páginas” de ese libro que la ciudad puede significar.
Si para el político y escritor que funda la metáfora de la ciudad como un libro, no todos pueden leer lo mismo en esas bellas láminas ilustradas que la ciudad pujante puede ser, si hay muchos “miopes y tardos de oído”, tampoco cualquiera podrá leer como lo hace Souza, el hijo del Bicho, las historias y los jirones de su propia vida que un camino, una calle o una parada de colectivos guardan como un arrebato inesperado.
La ciudad, entonces, como realización de una utopía soñada por la imaginación y la ficción política que había leído en ese vacío, en esa nada verde sobre la que descansaba un ejército grande, termina por convertirse en un libro cuyas páginas pueden ser leídas por todos. Pero también la ciudad como una posibilidad real que sin embargo es el resultado de una operación de la ficción, esa otra forma de la utopía.
La ciudad que para muchos de quienes apenas somos los lectores es más real y más cierta es aquella en la que vive en las palabras, en los personajes y sus ficciones. Una ciudad que ha perdido para muchos la referencia real de lo que solo es posible en la literatura, como un mapa no solamente igual de grande sino más hermoso que el territorio que se supone representa, ciudades a las que una literatura no solamente modifican, reinventan y convierten en leyenda, ciudades que en las ficciones logran escapar de las referencias crasas de sus realidades y perdurar en sus ficciones.
Esas ciudades, como la Santa María de Onetti, la “ciudad” sin nombre de Saer o ahora la Chivilcoy de Ronsino se han convertido gracias a la literatura en “zonas incandescentes” que irradian historias. Relatos que queremos volver a leer para siempre, porque cuando regresamos a ellos y a sus recorridos del mismo modo que el hijo del Bicho Souza vuelve a su pueblo en Lumbre, sabemos que aunque nos hagan sentir un poco extraños y otro poco extranjeros, en esos sitios estamos como en casa.
El narrador que sabe trazar el camino de regreso a esos lugares, el que tiene la dicha de volver a habitarlos y compartirlos, el que puede hacer con ellos una obra, una historia, una leyenda, es un afortunado que tiene, como ahora el personaje de Lumbre, en su regreso a la ciudad de origen, la vaca atada.
*Este texto fue leído por Paulo Ricci como presentación de la novela en el Foro cultural UNL, el 22 de agosto 2013.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)