diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Que el gran mito de Frankenstein haya tenido al cine como una de sus culminaciones más perfectas quiere decir que no fue el único intento por “recrear científicamente la vida” y que a lo largo de la historia humana hubo otros tantos intentos, no pocas veces aberrantes, al servicio de ese deseo ancestral. André Bazin difundió la idea de que fueron las momias egipcias las primeras antecesoras de la imagen fotográfica precisamente por esa necesidad de perpetuar la figura humana haciéndole trampas a la biología, aunque en esos casos se trataba más del fetiche de una creencia religiosa -la conservación cadavérica era un paso entre otros paran trascender la muerte, pero no el fin en sí mismo- que del efecto de realidad de una imagen. Algunas décadas antes de que se terminara por añadir el movimiento y la duración a las imágenes –la “momificación del cambio”, diría Bazin para referirse al cine-, la industria del juguete daba testimonio del ritmo frenético de los progresos anticipatorios de la época, poniendo a disposición del consumidor sus informes mercancías para el entretenimiento. Entre otros, se destacaban los aparatos de ilusión óptica como los zootropos y los praxinoscopios (presagios del cine), las llamadas “cabezas parlantes” que podían hablar varios idiomas, cantar y hasta adivinar el futuro (presagios del telégrafo y el teléfono) y los autómatas androides, verdaderas programaciones cuasihumanas que realizaban tareas de todo tipo como servir el té, escribir cartas y ejecutar instrumentos musicales (presagios de los robots y de las computadoras). En pleno proceso de modernización, estas imitaciones de la vida generaban una fascinación extraña, incluso siniestra, toda vez que despertaban, desde lo burdo y ambiguo de sus movimientos, inquietantes elucubraciones sobre la posibilidad de vida en los objetos inanimados (o, a la inversa, la sospecha de una naturaleza mecánica en el interior de las personas y los animales). No sorprende, entonces, que junto a esos aparatos naciera una industria paralela del ilusionismo psicológico, cuando no del engaño. Entre los casos más recordados está el del autómata ajedrecista, del que hubo muchísimas versiones entre los siglos XVIII y XIX. Un maniquí generalmente vestido de turco movía las piezas del tablero mientras un ajedrecista real le daba órdenes mecánicas desde la parte interna del aparato. La ilusión óptica era doble, ya que al abrirse las puertas de la cabina para la fiscalización del público un mecanismo plegable permitía invisibilizar, por segunda vez, al operador fraudulento.
Se pueden leer las fantasías científicas que recoge Espectros de la ciencia –y vaya si el título lo convoca– en asociación directa con estas “fantasías” del juego y del asombro, algo monstruosas por su imperfección y declaradamente premonitorias, brillos de una cultura que se opacaría con el desarrollo científico y tecnológico del siglo siguiente. Sin lugar en los cánones literarios ni demasiados autores como exponentes -se trata de una serie de cuentos, novelas y folletines publicados por un puñado de miembros de la élite porteña entre 1875 y 1896-, las ficciones que Sandra Gasparini estudia en este libro pertenecen a un género en tránsito entre el fantástico y la ciencia ficción, sin ser exactamente lo uno ni lo otro, aunque conserva de ellos el impulso de la divulgación científica y el uso de ciertos repertorios temáticos y narrativos muy popularizados en Europa y Estados Unidos por escritores como E.T.A. Hoffmann, Gérard de Nerval o Jules Verne. Las fantasías científicas buscan, en efecto, captar la atención de sus lectores con la incorporación de las últimas novedades técnicas y científicas en sus tramas, pero lo hacen bajo estrategias ficcionales que intentan desplazar las certidumbres de la ciencia a zonas más indeterminadas del saber -o incontrastables por el método científico-, como el espiritismo, el magnetismo o la frenología, doctrinas muy vigentes en la cultura finisecular. En las fantasías científicas los dos órdenes aparentemente opuestos del saber -ciencias y pseudociencias; razón e intuición- no se excluyen entre sí; por el contrario, tal convivencia pretende llevar un efecto revelador al lector: la lógica del saber científico puede servir como matriz explicativa de las causas racionales de fenómenos que se presumen paranormales o mágicos. En esta hipótesis la apelación a la ficción es clave para entender que si uno de los objetivos de estos escritores era popularizar la ciencia en la Argentina, había que acudir también a los mecanismos persuasivos del placer estético. (Las otras áreas desde donde intervenían solían ser la investigación científica, la docencia universitaria, la función pública, la prensa, etcétera. Gasparini realiza un cuidado relevamiento textual para encontrar equivalencias y reformulaciones entre la escritura ficcional y lo publicado en estos ámbitos de trabajo). El verosímil de la narración literaria, además, podía aportar a legos y curiosos un nivel de legibilidad imposible de conseguir con tesis o papers académicos, cuya precisión teórica no los hacía necesariamente -salvo para el mundillo de expertos- más creíbles. El género se constituye, así, en la intersección de estos dos universos aparentemente antagónicos, toda vez que el verosímil de la fantasía contamina el de la ciencia. Pero el resultado de esta puja es vacilante: una duda epistemológica se adueña de los textos, que quedan a medio camino entre el discurso científico y los juegos verbales que simulan ese discurso para el impacto del lector. Las fantasías científicas pueden pensarse, entonces, como sucedáneos literarios de aquellos juguetes ambiguos que ponían en suspenso la percepción común de la vida y de las cosas. En un contexto de periferia como el argentino donde -como señala Gasparini- no siempre existía la posibilidad de estar al día con las últimas novedades tecnológicas de Europa y Estados Unidos, esta especulación no parece tan descabellada.
Si bien el libro incorpora en sus indagaciones perspectivas historiográficas o sociopolíticas, nunca abandona la inquietud de plasmar en cada página, y desde distintos ángulos, la fisonomía textual, literaria, ficcional, de su objeto de estudio. En este sentido, Espectros de la ciencia se diferencia de aquellas tesis académicas que quieren revelar desde un caso particular el funcionamiento general del mundo: antes que eso está el desafío principal de comprender los mecanismos propios e intransferibles de ese caso particular, de ese micromundo. Cabe destacar un capítulo donde el objeto que construye la autora –que es fruto, simultáneamente, de una observación fáctica y de una elaboración personal– se somete a la prueba de los textos con una crudeza mayor, casi quirúrgica. Se titula “Tecnologías del fantasma” y ocupa el centro del libro, con más cantidad de páginas que los otros. Gasparini propone tres categorías para pensar las fantasías científicas, según la procedencia de las “voces” que dan autoridad a los relatos: la voz del fantasma, la voz de la máquina y la voz de la locura. En los tres casos se trata de ver cómo el discurso científico se instala en estas ficciones para ensayar una explicación natural y objetiva a las distintas formas de la aparición espectral. Incluidos en el primer grupo, relatos como “Nelly”, “Un fantasma” o “La casa endiablada” –los tres de Eduardo Holmberg– incursionan en una suerte de espiritismo cientificista que trasciende las convenciones del ghost story clásico: los fantasmas de estos textos prescinden en sus apariciones del trabajo y la docencia de los típicos médiums de profesión. En su reemplazo, y aun en una modernidad periférica como la argentina, los personajes están provistos de los suficientes instrumentos tecnológicos y científicos como para explicar y propiciar esas apariciones. Un fenómeno psíquico como la telepatía es el fundamento objetivo de las transportaciones espectrales, que a su vez es asimilado a los fluidos energéticos de las ondas hertzianas de la radiotelefonía, un descubrimiento físico reciente para aquellos tiempos. La ciencia siquiátrica también puede aportar lo suyo: las apariciones del cuento “Nelly” se pueden diagnosticar como casos de “histerismo telepático” (el fantasma en este caso es el de una mujer que, ya muerta, acusa a su ex marido de serle “infiel” por tener sexo con otras mujeres). En “La casa endiablada”, para dar un ejemplo diferente, se proyecta la fabricación de un fonógrafo para reproducir los ruidos extraños de una casa que, según sus moradores, está asediada por fantasmas. El fabricante del aparato –al que califica de “juguete” por su carácter lúdico y simulador– quiere demostrar que esos ruidos tienen origen en el mundo natural y que en ese reconocimiento está su destreza para fabricarlo. La idea es que una novedad tecnológica como la del fonógrafo disipe las creencias infundadas sobre los fantasmas: los “mensajes de ultratumba” merecen ser racionalizados. Quienes no puedan hacerlo deberán recurrir a un neurosiquiatra para racionalizar sus propias sugestiones…
Pero si de novedades tecnológicas se trata, Gasparini señala que el cuento “Horacio Kalibang o los autómatas” –que forma parte de la segunda categoría mencionada y pertenece también a Holmberg– “introduce el novum más inquietante de las fantasías científicas argentinas (…): ‘la construcción de un cerebro con funciones propias’”. Lo verdaderamente novedoso del cuento –aclara más adelante- “no reside en la mera incorporación de estos androides a la trama. Interesa más bien su capacidad, como objetos culturales, de provocar un efecto de ‘sustracción de la realidad’”. La complejidad del autómata Kalibang radica en su perfeccionada capacidad mimética y, por ende, de simulación y engaño. Es lo que aprovecha su siniestro inventor contra los demás personajes, quienes en principio se ven fascinados por esa máquina ambigua pero luego sienten el temor de la amenaza que significa para ellos: que esa capacidad “cerebral” -que a diferencia de los humanos tiene la ventaja de estar libre de sentimientos y, por tanto, de malos sentimientos- los supere, o peor, que un ejército de autómatas inteligentes se confunda entre las multitudes y termine dominándolas. Lo más interesante del análisis de Gasparini está en observar cómo Holmberg traslada el efecto de ambigüedad y fascinación de ese universo diegético al lector. Si la condición fragmentaria y desarmable de los autómatas es su diferencia principal con los humanos, Holmberg fabrica un relato varias veces enmarcado, con múltiples piezas y tensiones narrativas, para que el lector desarrolle la habilidad de identificar la realidad de las cosas entre tanto fraude literario:
Así, este “juguete literario” cuyos “demás resortes” tocará el lector requiere una compleja operación de lectura cuya clavija deberá encontrarse para hacerlo funcionar correctamente. Holmberg revela, en pequeños detalles de la trama, su conocimiento sobre el funcionamiento de los autómatas. La clavija que Kalibang oculta en su nuca y que revela, junto con unas palabras casi como un conjuro, su naturaleza maquínica, era una pieza clave que, en algunos casos, permitía desarmar por entero los mecanismos automáticos (…). El lector, así educado por este “juguete literario”, sabrá desarmar, o no, al feroz muñeco, si encuentra la clavija a tiempo.
La expresión “juguete literario” es del propio Holmberg. Aparece por primera vez en su novela Dos partidos en lucha y luego será una forma usual de referirse a sus textos literarios, con pequeñas variantes. Por ejemplo, en la dedicatoria de “Horacio Kalibang o los autómatas” habla de ese cuento como de un “juguete discutible”, así como llama “juguete policial” a su obra más famosa, La bolsa de huesos. Como apunta Gasparini, con estos epítetos quería restarle relevancia a sus “experimentos” narrativos tomando como parámetro el estatuto superior de la ciencia, que por otra parte era la actividad principal del escritor. Sin embargo, esto no implica que no creyera en la eficacia de la ficción para instalar en los lectores nuevas formas de narrar y pensar lo científico. Quien lea atentamente Espectros de la ciencia notará que estos “divertimentos” aparentemente inofensivos en verdad obedecían a una estrategia política de mayor alcance. En pleno proceso de modernización institucional en la Argentina, los autores de las fantasías científicas discutían el paradigma científico imperante, que consideraban obsoleto. Gasparini detecta que esta voluntad crítica es una variante no frecuentada por los modelos narrativos extranjeros, lo que le agrega un rasgo local interesante al género. Uno de los blancos a los que apuntaban era el ámbito académico. El objetivo era romper con una estructura pedagógica que no incorporaba novedades ni se preocupaba por la divulgación del conocimiento. Además, la idea era instalar la discusión sobre el rol del sujeto contemporáneo en relación con el conocimiento y las ciencias, algo que aparece plasmado en las obras a partir la construcción prototípica de personajes que ironizan sobre la figura del científico legitimado y proponen nuevos modelos a seguir. En el tercer capítulo se repone el concepto de “hombre nuevo” para describir ese background sociológico que está detrás de los personajes que narran estas historias, como las figuras del “nuevo médico”, el “nuevo naturalista”, el “nuevo reporter”, el “nuevo viajero” y el “inventor”. Varios de estos personajes se asimilan a este nuevo horizonte mediante el rol del “aprendiz” o del “subalterno de naturalista” que observa y cuestiona la tarea realizada por sus superiores. Evidentemente, en esta construcción narrativa está cifrada buena parte del conflicto entre los aspirantes al nuevo modelo -entre los cuales están muchos de los escritores de fantasías científicas- y los representantes de la vieja escuela (Gasparini retoma la categoría foucaultiana de heterotopía para describir ese “espacio otro”, marginal, subterráneo, desde el cual estos individuos de segunda línea rivalizan con las autoridades para, eventualmente, disputar su poder). También cobra influencia la figura del “sabio loco”, de larga tradición en el siglo XIX. Lo que constituye al “sabio loco” es su rechazo por el orden natural de las cosas, su transgresión a las reglas de la razón y el conocimiento objetivo. Sus virtudes están en los márgenes del saber: la alquimia, la magia o la nigromancia, el dominio de lo sobrenatural y de todo aquello a lo que la ciencia no puede acceder ni explicar. Forma parte, por tanto, de otro espacio heterotópico que se rebela ante los cánones instituidos. Por eso, a pesar que estos “sabios locos” a menudo son desenmascarados como tales –es lo que ocurre, por ejemplo, con el fabricante de autómatas en “Horacio Kalibang”–, a los fines estratégicos se vuelven aliados o cómplices de los jóvenes aspirantes a la “nueva ciencia”.
Otro rasgo político de las fantasías científicas argentinas es avivar polémicas entre teorías científicas y dramatizarlas ficcionalmente, una estrategia que tampoco estaba presente en autores consagrados como Verne o Hoffmann. Uno de los ejemplos más evidentes es el de Dos partidos en lucha, cuya trama está atravesada por la controversia entre darwinistas y rabianistas (o transformistas y antitransformistas), es decir, entre quienes suscribían la teoría evolutiva de Darwin y los que eran partidarios del “creacionismo” postulado por Timoteo Rabian. Para dirimir el conflicto se monta un congreso en el Teatro Colón, donde los representantes de los respectivos bandos exponen sus argumentos ante la presencia del público porteño, que espera ansioso el veredicto final. En la escenografía se ve un cartel con el lema “Struggle for life” y unos monos luchando por una zanahoria. Durante la segunda jornada, y con la presencia del propio Darwin que viaja desde Londres para presenciar el debate, se realiza un experimento que concluye en la victoria de los transformistas: al observarse el funcionamiento cardíaco de un pigmeo africano mediante una vivisección, se determina que esa “raza” pertenece a la especie humana y no a presuntos monos antropomorfos. El cruel y enigmático procedimiento nunca se explica, pero alcanza para darle legitimidad a la nueva teoría evolucionista y demostrar la derrota de los rabianistas, que la aceptan resignados. Aunque en principio se apela al rigor científico, entonces, gana la perspectiva de la creencia y no la de la demostración empírica. Lo importante es persuadir a todos de que algo nuevo ha sido probado. Al fin y al cabo, las fantasías científicas apelan a la eficacia de la ficción para cubrir una demanda de orden político: cómo pensar la situación nacional de la ciencia en el país recién nacido. Lejos de cualquier inocencia, los autores de juguetes literarios también fantaseaban con estar a la altura de esa nueva realidad.
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Hacia el final del libro, antes del segmento que deja constancia del copioso material bibliográfico utilizado, Gasparini reúne en un apéndice las síntesis argumentales de buena parte del corpus central de la investigación con el fin de facilitar al lector el seguimiento de sus hipótesis, explicitando además las dificultades de acceso a muchas de las obras, desatendidas tanto por el mercado editorial como por el no menos deficiente sistema bibliotecario argentino. Entre los títulos reunidos hay dos cuentos de Carlos Monsalve (“Historia de un paraguas” y “De un mundo a otro”), uno de Eduarda Mansilla (“El ramito de romero”), los capítulos sobre el Cabo Gómez del célebre Una excursión a los indios ranqueles de Lucio Mansilla y la novela Un viaje maravilloso del sr. Nic Nac al planeta Marte, entre otros textos del principal exponente del género, Eduardo Holmberg. La lista de autores del corpus central se completa con Eduardo Ezcurra (En el siglo XXX), Martín García Mérou (Perfiles y miniaturas), Juana Manuela Gorriti (Sueños y realidades, Panoramas de la vida), Carlos Olivera (En la brecha), Achilles Sioen (Buenos Aires en el año 2080) y Luis Varela (El doctor Whuntz). Como anticipan muchos de los títulos, la generosidad de esta literatura consiste en buscar ampliar la capacidad de asombro del lector, con un ímpetu comparable al de las “maravillas” técnicas de su tiempo. Espectros de la ciencia es una llave indispensable para que esa maquinaria escrita hace más de ciento treinta años pueda volver a funcionar.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)