diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La historia de Cuna de gato –de cuya aparición se cumplen en este 2013 cincuenta años– es abigarrada pero simple. Trata de un tipo que quiere escribir sobre el día en que cayó la bomba en Hiroshima y termina envuelto en la vida política y religiosa de una paupérrima isla centroamericana. Los episodios que llevan de un punto a otro son muchos, y Vonnegut se divierte a veces acelerando las conexiones de modo que la cadena de causas y consecuencias gane en extravagancia. El mundo de Vonnegut –el de Las sirenas de Titán, el de Madre noche, el de Matadero cinco, el de esta Cuna de gato con notable claridad– es de hecho un mundo fuertemente extravagante, pero su extrañeza no aparece como un corte respecto de una presunta normalidad de la vida sino como una intensificación de su delirio ordinario. Efectivamente, hay algo roto en el suelo que pisan los personajes de Vonnegut, y no se trata de un problema menor sino de una falla esencial. En sus intervenciones públicas –y en fragmentos puntuales de sus ficciones– Vonnegut podía ser crítico en el sentido habitual de la palabra para un americano, es decir, podía denunciar la corrupción de los valores de Jesús o la traición del espíritu de la Constitución. Pero en sus libros fue un paso más allá, literariamente decisivo: dejó al mundo sin Biblia ni Carta Magna y se dedicó a tomarle el pulso al absurdo y la crueldad.
En Cuna de gato –su cuarta novela, veloz, desesperada y divertidísima– hay tres libros.
El primero es El día en que terminó el mundo, el libro que proyecta escribir el narrador para contar qué hicieron los inventores de la bomba atómica y otras personas vinculadas a su creación el día en que su bebé cayó sobre Hiroshima. El foco de atracción de este libro es el científico Felix Hoenikker, un genio abstraído de cualquier consideración moral que hace posible la bomba e inventa luego, con la misma responsabilidad con la que un pibe amasa la masilla para ver qué ocurre, una sustancia llamada hielo nueve, que podría resolver para el ejército el problema de los pantanos y las dificultades que le imponen a la marcha, o bien terminar de una vez con todo lo existente; no por nada se habla de ella como de una “semilla del apocalipsis”.
Para los lectores de Vonnegut, la preocupación por Hiroshima y la ciencia que presenta Cuna de gato es inmediatamente comprensible: las bombas aliadas son uno de sus temas recurrentes (Madre noche y Matadero cinco son historias sobre los fantasmas de Dresde), y sus lanzamientos sobre Europa y Japón señalan para Vonnegut uno de los puntos máximos de un sistema destructivo que tiene en las fuerzas armadas su emblema más claro pero que se alimenta de la investigación científica y la cultura del espectáculo, entendidas como partes de una maquinaria de guerra completamente salida de quicio. Esto último puede sonar grave y facilón, además de apropiado para la indignación a bajo costo, como sucede con tanto panfleto crítico bienpensante. Pero afortunadamente Vonnegut no escribe literatura de tesis ni de denuncia; sus libros no ilustran ideas, no quieren demostrar nada y no tienen como objetivo único la contrainformación; los salva de cualquiera de estos peligros su afinidad con la crítica-trip al modo beatnik y un humor incómodo, terrible y liberador que le permite todo.
Dicho como consigna: Burroughs sí, Marcuse no.
Pero en El día en que terminó el mundo hay algo más importante que una obsesión temática con la ciencia y las bombas aliadas: el título es una clave posible para leer a Vonnegut. Buena parte de sus novelas podrían tener ese nombre apocalíptico; lo que las hace especiales para el universo de la ciencia ficción al que están sin dudas asociadas es que ese fin del mundo no está planteado en ellas como un futuro posible o un acontecimiento ocurrido en una realidad alternativa sino como un hecho histórico célebre pero mal interpretado, y de tal magnitud que ha vuelto ridículas palabras como humanidad, progreso y civilización. Ese hecho es obviamente la Segunda Guerra: sus carnicerías y el desarrollo tecnológico-operativo que las hizo posibles.
Vonnegut comparte la crítica del progreso y el horror al átomo con un escritor clásico del género como Bradbury (a quien apreciaba, con justas razones). Pero su literatura es diametralmente opuesta a la del autor de Crónicas marcianas. La ciencia ficción que practica Vonnegut es una investigación del tiempo en que dejamos de ser humanos, por eso su tono no es el del que le advierte a la humanidad un destino funesto si continúa con prácticas que llevan en sí la catástrofe futura. De hecho, a Vonnegut el futuro le importa poco porque es una dimensión del tiempo desaparecida; lo que le importa es dar cuenta de las ruinas y las mutaciones que quedan en el mundo luego del fin del mundo. Vonnegut es un escritor de la post-historia, de lo post-humano y de la post-América, uno de esos nihilistas todoterreno que la literatura produce lamentablemente cada vez menos u ofrece en versiones degradadas como Martin Amis y Houllebecq. Si hay que buscarle afinidades literarias, el humanista Bradbury no es la mejor opción; en su lugar es preferible recurrir a autores como Ballard, Pynchon, Dick y el mencionado Burroughs, tan distintos entre sí pero arqueólogos todos de la catástrofe contemporánea.
El segundo libro de Cuna de gato es Los libros de Bokonon, un conjunto de textos pertenecientes a una religión centroamericana tan joven que su padre fundador continúa escribiéndolos en una curiosa clandestinidad. Estos textos adoptan formas diversas –hay verso, prosa, parodias beatnik del utopismo y permanentes alusiones a la Biblia y sus géneros, también paródicas– e incluyen un grupo de conceptos –wampeter, karass, sinookas– que la novela define poco a poco y utiliza como matriz filosófica.
En principio, la función del bokononismo es darle sentido a un mundo hostil, tal como alguno de sus textos declara. Pero su propia autoconciencia –su estatuto de religión paródica– fortalece el pesimismo de la novela. El Dios de Bokonon cumple con la ley de todos los dioses y mantiene a sus hijos en la ignorancia de sus designios; según sus libros la verdad del universo está fuera de los órdenes que se nombran como naciones, familias, clases o partidos políticos: es un viento que agrupa a los hombres más allá de cualquier razón accesible a su intelecto. No conviene desatender la burla de la identidad que promueve la religión centroamericana porque es un modo de sacarse de encima razones para la guerra; Vonnegut debía coincidir con Bokonon en este aspecto. Pero se trata de una ventaja que flota en el vacío. La versión bokononista del origen del mundo deja en claro que la humanidad no es más que la creación de un genio aburrido. Como la bomba y el hielo nueve.
De modo que el Dios de Bokonon se parece al doctor Felix Hoenikker.
Esta correspondencia tiene en el libro numerosos efectos; el más notable es sin dudas la imagen del mundo que genera: un mundo de padres borrados. El tema es tan importante, y tiene tantas derivaciones, que bien puede ser que, antes que la ciencia desatada, el asunto central de Cuna de gato sea el de los hijos abandonados a su suerte, como si para Vonnegut la orfandad fuera un atributo común a todos los hombres (posiblemente el definitivo, junto a la estupidez). Una parodia existencialista del Génesis va en esta dirección. Según el bokononismo Dios creó la Tierra y luego creó a las criaturas para que contemplaran su obra; con el primer hombre mantuvo este diálogo:
- ¿Cuál es el propósito de todo esto? –preguntó [el hombre] cortésmente.
- ¿Todo debe tener un propósito? –preguntó Dios.
- Ciertamente –dijo el hombre.
- Entonces encárgate de pensar uno para todo esto –dijo Dios. Y se fue.
Este abandono teológico tiene su eco en el abandono familiar que viven los tres hijos de Hoenikker. En un momento especialmente terrible el doctor decide jugar por primera vez en la vida con su hijo mayor; entrelaza un cordel entre los dedos para formar la figura conocida como cuna de gato y le muestra al pobre chico el descubrimiento en el que de algún modo se apoyan sus otros descubrimientos: no hay más que hilo, no hay cuna ni gato. Después hace la de Dios: le da la espalda al hijo y busca otro pasatiempo.
Queda el tercer y último libro, que Vonnegut presenta como el resultado de los otros dos: la investigación para El día en que terminó el mundo y la aceptación por parte del narrador de la fe expuesta en Los libros de Bokonon. Este libro es propiamente Cuna de gato. La Bestia Equilátera –que continúa firme en su propósito de ofrecer a los lectores argentinos notables versiones de literatura escrita originalmente en lengua inglesa– lo editó el año pasado con una gran traducción de Carlos Gardini y una tapa colorida de Liniers.
(Actualización marzo – abril 2013/ BazarAmericano)