diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Dos cuentos vulgares, de Juan José Becerra
Institucionalizaciones, de Sergio Fitte
La marca de la polilla, de María Martoccia
A la sombra de Chaki Chan, de Carlos Ríos
La Plata, Ediciones El Broche, 2012
Los libros de Ediciones El Broche no son ni por asomo literatura de cordel en términos genéricos, si se piensa en ese tipo de poesía popular, muchas veces narrativa, que circula en pliegos extremadamente simples y se vende en ferias, formando casi una guirnalda de folletitos de colores que se cuelgan de un broche en una soga. Pero los broches están, al menos en esta nueva etapa del proyecto que retoma, diez años después, una de las tantas editoriales independientes surgidas a fines de los noventa. Ediciones El broche tuvo un primer período entre 1999 y 2001, cuando Carlos Ríos y Esteban López Brusa se juntaron para editar cuatro libros con un plantel de autores de lujo que incluía a Sergio Pángaro, Horacio Fiebelkorn, César Aira y el mismo Carlos Ríos. Después de un largo paréntesis que se cierra con ambos fundadores de nuevo en la ciudad de La Plata (porque en el medio, Carlos Ríos tuvo un período mexicano), el proyecto se renueva y lanza ocho libros juntos –los otros cuatro los reseña Matías Moscardi–, esta vez en un formato mini que hace pensar en dos sentidos distintos para la palabra “broche”: primero, porque no es difícil imaginarse estas ediciones, que constan en su mayoría de un solo cuento, colgadas de un cordel en una feria de editoriales o un festival de lecturas, y segundo porque el espíritu parece ser también en este caso, el de permitir una circulación rápida y económica, simplificada, en un pequeño formato que cuida la calidad de la presentación mientras no deja de ser, al mismo tiempo, una colección de cuentos agarrados con un broche. Y también con hilos tenues, finísimos, que atraviesan los relatos libro a libro y permiten leerlos como si fueran un mosaico, uno donde la polilla de María Martoccia hace juego con el gran danés de Juan José Becerra y a su vez el chino de Becerra podría dialogar con el Chaki Chan de Carlos Ríos o discutir ciertas cuestiones interpretativas –en un intercambio que sería un delirio, por supuesto– con la narradora de Institucionalizaciones, de Sergio Fitte, que también cree ver y entender cosas desde la cárcel de su propio lenguaje.
En La marca de la polilla, María Martoccia pone en escena el mundo literario con sus vericuetos, talleres y concursos, como un orden que se repliega sobre sí mismo en un juego de espejos que parece clausurarlo (con una cita a un cuento de Julian Maclaren, que Martoccia tradujo para La Bestia Equilátera), pero no. Porque en el relato pesa tanto la conversación entre literatos y aspirantes a literatos que toman el té como la presencia de Vanina, la sirvienta que tiene puesta una campera color rosa sobre el delantal y que, como si eso fuera poco, “tiene bordado ‘Love’ a todo lo largo de la espalda”. Ahí, parece decir un cuento que simula enfocarse en el “ambiente literario”, está el verdadero misterio, el verdadero enigma. Que nadie interpreta, como tampoco se hacen preguntas sobre la conducta algo extravagante de Vanina, pero que supone una apertura hacia un algo inabarcable, irreductible, algo que coincide parcialmente con el tormento de la interpretación que se pone en clave cómica en los Dos cuentos vulgares de Becerra. En este caso, la vulgarización –bien real– tiene que ver con una puesta de la interpretación en su nivel menos obtuso posible: el de la obscenidad, ése en el que todo está a la vista y por lo tanto parece obturar el posible sentido. Primero, cuando en “El gran danés” un hombre pierde a su mujer en un accidente de autos para descubrir, en pleno duelo, que el perro gigante que vivía con los dos tiene una serie de conductas reveladoras que involucran ropa interior femenina, lamidas, y extraños movimientos de cadera. Algo así como el infierno que atravesó el narrador de En busca del tiempo perdido después de la muerte de Albertina, pero en clave animal, bruta, con jadeos y hocicos babeantes (por si alguno pensó que la elegancia constituye al menos, en casos como éste, un último consuelo). Lo que en “El gran danés” es pura performance canina, en “A ella le gustaban los negros”, el segundo cuento vulgar, se revierte sobre el lenguaje verbal en las disquisiciones de un chino que, enamorado y rechazado por la misma mujer del primer relato, insiste en metaforizar lo no metaforizable, el núcleo duro de un lenguaje que golpea cuanto más coincide con lo real, como cuando se trata de volatilizar desde el sentido una frase como “la próxima vez no me la trago”, pronunciada por la mujer deseada –y para otro– al otro lado de una puerta cerrada.
Creer o no creer, dar por sentado o no aceptar que las palabras designan algo de la realidad, que tienen cierta correspondencia con los hechos, es el rollo que inaugura también el relato en A la sombra de Chaki Chan, de Carlos Ríos (porque después de todo, ¿hay cuento si no hay malentendido?), cuando el protagonista recibe un llamado misterioso de alguien que dice, simplemente, “Soy tu padre”. Pero acaso en el mundo suavemente distópico de Ríos, donde alguien puede decir “Junto aluminio en Flor de Maroñas o en San Petersburgo, según el día”, y decir también que ese aluminio lo van a usar en una obra financiada por el gobierno para dar trabajo a los recolectores que consiste en una estatua de Marilyn, estas cosas sean más que esperables. Lo cierto es que en los hechos y los detalles reconocibles pero levemente distorsionados del relato, la naturalización de lo que debería ser objeto de sospecha fluye y se deja atrás rápidamente con el caudal de una escritura tan afirmativa, tan convencida en la presentación de un mundo que extrae su coherencia solamente de la velocidad y de la ligereza con que se pasa de una frase a la otra, que el único que vacila es el lector. Y algo de todo esto, aunque tematizado con otro grado de autoconciencia, hay en Institucionalizaciones de Sergio Fitte, donde el relato a cargo de una mujer y madre extirpada de su lugar de identificación y pertenencia (junto a los “orilleros”, como señala ella) y trasladada a la ciudad y a la “clase alta” –o lo que ella percibe como tal– se vuelve algo así como el opuesto de la paranoia, cuando la madre que acecha el misterioso jardín de infantes al que asiste el hijo, y que prohíbe la entrada de los padres, no deja de interpretar desde su adaptación forzada a un nuevo ámbito, las cadenas que clausuran las puertas o, muchísimo peor, la aparición cada vez más constante de niños mutilados. Así, entre evidencias e indicios, entre pistas y señales que parecen invisibilizarse cuanto más claras y palpables, dialogan acaso involuntariamente (¿pero hay alguna posibilidad de que sea del todo así?) y trazan su huella los relatos de Ediciones El Broche y sus autores que según López Brusa, “tienen una presencia sesgada en el sistema literario”. Si el escritor tiene razón, no caben dudas de que lo más jugoso está en el borde.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)