diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La disipación es el quinto libro de la poeta Selva Dipasquale (Buenos Aires, 1968). Sus obras anteriores son Teoría de la Ubicación en el Espacio (1994), Camaleón (1998), Paraselene (2005) y Meditaciones en el bosque (2007). En este último poemario la autora ya presentaba su visión particular de la naturaleza, esa construcción (un paisaje lo es, después de todo) en la que el que medita hurga para saber quién es, y, precisamente, disipar emociones.
“Testigo de tanta desdicha no pude hacer nada por evitar las reglas de una naturaleza salvaje”, se lee apenas iniciada, entonces, La Disipación, cuando muere una mascota. La voz de Dipasquale se declara testigo, quizás vicio metódico de la meditadora, cuyo ideal es observar. Pero apenas las páginas dejan entrever el mundo de Pupé y Oropélida, personajes errantes en este libro, uno comienza a sospechar que tarde o temprano la testigo dejará de serlo, que sucumbirá a la tentación de mezclarse con esos seres y con su entorno. La testigo sueña con ellos, presta imágenes a su realidad y así es como esa impotencia declarada inicialmente se disipa al avanzar en el texto. Ya adentrado el lector en ese paisaje que tiene “un poco de naturaleza y un poco de extrañeza” (la cita pertenece al serbio Danilo Kis) descubre que la testigo se dice Superselva. Y al hallarla así, con la repetición de ese en el nombre, una doble sonoridad que la deja ligada a la tradición de las superheroínas, confirma la clave: la testigo no cumple un mero acto de presencia. Ella tiene una habilidad, su supernombre la legitima. Ella transita el mundo de los protagonistas como “un fantasma, una brisa que les rememora y los encuentra en esa mueca propia, incomprensible”, según sus propias palabras.
Superselva es testigo de la desdicha en Pupé y Oropélida. Nada puede hacer para evitar las reglas de una naturaleza salvaje, dice. Pero lejos de permanecer impávida, lo intenta de principio a fin.
La luna “cose/su tela/perfecta, blanca”, dicen unos versos del libro. Ante el rigor de esa ley todavía parece tener sentido ir en busca de la magia, preservarse mediante los signos. En ese deseo de ser más que testigo, de aliarse en cada pase de magia, escribe: “con la canasta de huevos y el rosario encima. Para que no se rompan.”
La magia, el humor, son formas de salida, caminos paralelos al de las reglas demostradas. “Pasó inadvertido por la suave y perfumada refracción del sol”, dice acerca de Pupé. Pupé pasa revestido en algo, pero en realidad es la ley óptica la que sigue su curso, su infalible dirección, mientras Pupé avanza en una que desorienta.
Él mismo parece no saber de qué está hecho, disiparse en su identidad. “Sin dudas, nada de esto fue planificado por él”, escribe y da la sensación de apiadarse, la narradora. Es que Pupé es un tanto ingenuo de las interacciones que operan en su seno. Y a veces más que un inocente alegre luce como un ser privado en sus posibilidades: se lo muestra condenado o reducido a la materia concreta, e, igual que ella, predestinado en sus cambios de estado. “Sería bueno que se pudiese derretir. Pero no” se lee sobre Pupé. Y también: “Hay que esperar que la vellosidad se cristalice y hacerlo polvo.” O en otro pasaje: “Una mancha negra, voluminosa, monstruosa y mercurial toma consistencia. Pero como la malla no se funde, Pupé es una mancha con malla.”
Pupé se topa con límites tangibles, sus mutaciones son siempre a medio camino, presentan un misterio. ¿Hacia dónde se desvían esos movimientos moleculares que parecen no haber hallado cauce? ¿Habrá un deseo de fraguar?¿ Es mejor disiparse o resistir desde esos coágulos donde la materia quiere apretarse?
La materia, precisamente, es el ejemplo más devastador de reinvención. Oropélida, el personaje que en el nombre ya lleva el estigma de la apariencia, basa en ella, justamente en la apariencia, su reinvención. Como si fuera paciente de una enfermedad extraña que sintomatizara en las formas más diversas y menos pensadas, desconcierta con sus signos clínicos.
Oropélida , en sus transformaciones, abarca la insólita escala de posibilidades que va desde un dinosaurio a una Eva Mitocondrial. Amparada en esa amplitud puede manar con la explosividad de un cítrico, o valerse de una fruta así para añejar una pena hasta agriarse (“sus lágrimas/tienen gusto/a limón”, dice uno de los poemas). También puede adquirir la consistencia de una palta sólo para acusar que es posible secarse hasta que de la propia pulpa no quede más que piedra.
Oropélida no se da tregua: se disfraza de monja, de arroz. A ella las reglas de la naturaleza salvaje parecen invitarla a que, ya que no puede contra ellas, se les una: “Ella no sólo se mete en los baches naturales sino que los cava. Sale y entra erecta. Y se ramifica de color verde.”
¿Ramificarse es la treta, otra forma de mirar el árbol inevitable de la disipación? Oropélida no se detiene en este libro a pensar en ello. Tira las cosas de la casa por la ventana, sacude lo inanimado para que sus leyes se manifiesten. En actos de ese estilo conquista para siempre la simpatía de Superselva, que se deja llevar.
¿Entonces Pupé no supo aprovechar sus oportunidades? Pupé logró sentirse abeja, araña, y llorar como una aguaviva. Luchó por sobrevivir como el mundo de La disipación mandaba. Pero la poeta escribe: “Oropélida/ mira a Pupé” y “se pincha/ el globo”. Como si se diera una suerte de selección natural, una mirada más fuerte que otra deshace el experimento, sopla y la fantasía se pulveriza.
No hay espacio para todas las formas, podría ser una de esas leyes salvajes y vigentes, tan naturales que no podemos darnos el lujo de contemplar. Hay que perfeccionar una habilidad mientras nos disipamos; para lograr, entre roces y empujones de la materia, coexistir. O resignarnos en nuestra expresión mínima, equivalente a estos versos del libro: “que nada nos vea/ que nada nos mire/ que nada nos toque”, intentando conservar lo que de todos modos no será igual: aquella energía original e intacta.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)