diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Al ponerme a escribir esta reseña me viene a la memoria una frase de Joseph Conrad, citada por John Berryman: “No leo las reseñas sobre mi obra, sólo las mido”; nada para despejar la sombra de una duda sino para multiplicarla como los espejos la figura de Kane, en “EL ciudadano” de Welles.
La extensión de un poema no es nunca algo azaroso. La manera en que ha de ir inscribiéndose en la página está en él desde el origen, como la forma de una hoja, la disposición de sus nervaduras, ya están inscriptas en una semilla. Pueden tomar sus formas, desplegar sus líneas, crecer, porque ya estaban ahí, en el diseño “matricial” de la naturaleza, hay una especie de predestinación en esto.
Un poema breve podría compararse a una carrera de l00 metros llanos, me gusta usar esa comparación, en la que el corredor entrega toda su energía en un espacio y un tiempo limitado; su movimiento, su respiración son acordes a ese espacio-tiempo que recorre; en ese espacio-tiempo de la página donde le es dado inscribirse y escribirse y que él mismo construye, el poema concentra todas sus líneas, forma sus imágenes, las ilumina, las hace destellar, sin perder nunca de vista el marco en el cual se entreteje, se despliega y culmina.
El poema largo se embarca para otra aventura; lo mismo que el corredor de larga distancia que debe recorrer un trayecto de varios kilómetros, en el cual ni el movimiento del cuerpo, ni la respiración, ni el impulso requerido se parecerán al del corredor de los 100 metros. El poema extenso se pondrá en movimiento y, para usar una expresión de Mandelstam, empezará a proyectarse a sí mismo, como una nave que viaja al espacio, después de cumplir una etapa del recorrido, impulsa a la siguiente y ésta, a su vez, cumplida su trayectoria a otra y así sucesivamente.
La complejización de la escritura
Se han mencionado en diferentes ocasiones los cambios que fueron produciéndose en la escritura de Juan. L. Ortiz, la complejidad cada vez mayor que adquiere, y que es posible advertir en la disposición misma de los versos sobre la página. Como si la visión del poeta, cada vez más amplia, se proyectara hacia muchas direcciones, que a su vez se bifurcan, se abren en abanico; con justeza “El Gualeguay” ha sido comparado a un gran río que se bifurca en innumerables arroyuelos y riachos por donde su curso avanza. Sin embargo, al mismo tiempo, hay que señalar la permanencia en toda la obra de eso que solemos llamar estilo, y que suele ser más que lo que se piensa cuando se dice estilo: “Es la parte íntima del ritual, (que) se eleva desde las profundidades míticas de escritor (...) es siempre secreto(...) su secreto es un recuerdo encerrado en el cuerpo del escritor (...)donde se forman de una vez para siempre los grandes temas verbales de su existencia”, escribe Barthes. (La formación de “esos grandes temas verbales” de un escritor, que se elevan “desde las profundidades míticas” constituye un continente inmenso, inexplorado; aquí y allá, en la obra, quedan como señales, hitos; en la de Juan L.Ortiz, una de esas señales: “la jitanjáfora viajera.”)
Entonces, en la composición extensa siguen estando los rasgos, las modulaciones, que se manifiestan en las composiciones más breves. En la poesía de Juan L. Ortiz ocurre algo semejante a lo que ocurre en Góngora, que en sus letrillas y romances, trabaja una escritura que podríamos llamar más llana, o una sintaxis más simple, mientras que en los sonetos y otras composiciones, lo que se dio en llamar “gongorismo”, aparece mucho más visible; pero no hay duda, el hermosísimo “Hermana Marica” y el soneto a la muerte del Greco son hijos del mismo autor, comparten el mismo ondulante y cadencioso deslizarse de la frase.
En Ortiz, el pasaje de la escritura de poemas breves a los más extensos no deja marcas tan visibles, pero igualmente se nos hace perceptible en ciertos rasgos; si tomamos el admirable “El aguaribay florecido”, de exquisita composición, en la que el manejo de las imágenes, el poder de condensación, el control de las formas se dan la mano para lograr esa palpitación “impresionista”,- “el ojo impresionista: el más rico, el más sutil de los ojos”- intensa y evanescente a la vez, y saltamos a un pasaje de “El Gualeguay”, vemos que el “sistema de inserciones sucesivas” se multiplica, se vuelve, en el segundo, más complejo y se pierden un tanto los bordes de la composición, asimismo el contorno de las imágenes es, en cierta medida menos abarcable, y sin embargo, persiste el mismo gusto por los sonidos, por el juego entre los sonidos, por el “aireamiento” de las imágenes, que les da esa consistencia etérea, de liviandad:
Muchachas de ojos de flores y de labios de flores
En la sombra exhalada –de qué su dulce hálito?-
Sus vestidos ligeros, muy ligeros, con pintas.
(“El aguaribay florecido”)
y en “El Gualeguay”
El río era todo el tiempo, todo...
ajustando todas las direcciones de sus líneas
como la orquesta del edén bajo la varilla del amor...
La diferencia entre estos dos ejemplos está, creo, en que el primero aprehende, a manera de un cuadro impresionista, -“Les demoiselles au jardín”, de Monet- una imagen y en el segundo la imagen sólo empieza a inscribirse, y nunca la veremos “enmarcada” como en el primer ejemplo, como un instante de “feérie” que se despliega con gracia alada sobre la página, porque de trecho en trecho irá sufriendo, mediante digresiones, derivaciones, agregados, continuas variaciones; nunca lo veremos como “desde una ventana”, formarse, condensarse ante nuestros ojos.
Notas a “El Gualeguay”.
Ocurre entonces que “El Gualeguay” va construyéndose por medio de una escritura que no estamos habituados a encontrar en poemas de esa extensión; no sería mucho decir si dijésemos “lírica” porque la lírica sobrevuela campos de enorme extensión y toma formas muy diversas; ésta de “El Gualeguay” está trabajada “en hilos de agua”, o “de viento”, como les gustaba decir a los simbolistas. Dicho de otro modo, es un trabajo de largo aliento emprendido a través de una escritura que siempre se caracterizó por el aire de levedad, es como emprender una larga travesía en una frágil embarcación. La extensión del poema permite además la multiplicación de interrogantes, recurso que encontramos a todo lo largo de la obra de Juan L. Ortiz, y por cierto esas interrogaciones lo menos que esperan es una respuesta; son el correlato de una mirada llena de curiosidad, de la aproximación meticulosa y a la vez llena de miramientos y rodeos a las cosas; el poeta es alguien que mientras recorre o discurre, que viene a ser lo mismo, roza, tantea, mira, huele, intuye, relaciona, descubre a través de un largo monólogo consigo mismo: qué hay allí? qué es esto? de dónde? cómo es que está ahí? por qué vino? por qué así? cuándo fue? y los puntos suspensivos vienen a servir de frágiles puentes para pasar de unas a otras.
De ese modo tanto en el “Estudio preliminar” como en las “Notas a El Gualeguay”, de Sergio Delgado, encontramos ayudas inestimables para la lectura. En el primero una síntesis de la obra y la vida del poeta para entrar, por decir así, en materia, y en las Notas, precisas, exhaustivas al final del poema, los elementos para “navegar” por esa gran corriente del poema, sin extraviarnos, porque nos permiten “ver” por debajo del tejido, precioso, de la escritura, el mapa por el que transcurren las distintas etapas de nuestro recorrido. Es decir, terminan por fundirse en un misma línea, esbelta y sólida, la expresión llena de musicalidad, de tonalidades, y los pormenores de la historia. Un juego, en el que los “satines”, los “idilios”, “las plumas de las nubes”, “las falenas del rocío...no?”, “la retirada por el amarillo que moría”, “ese deslizar sobre los terciopelos unas culebrillas de urgencia”, “el filo de las golondrinas”, “la celosía de las hojas”, junto al “imperio de la codicia”, “la carnicería”, “los tatuajes de duelo”, “un horror como de deshora”, se engarzan, se entretejen y bordan un tapiz de tonos brillantes, transparentes, más oscuros, más sombríos, otra vez claros, que asume la trama viva de la historia.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)