diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

Carlos Battilana
/  Adriana Kogan

Ulises Cremonte
/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo
/  Marcos Zangrandi

Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Hernán Pas

Un testimonio de las mediaciones
Historia del llanto, de Alan Pauls, Barcelona, Anagrama, 2007.

En el seno de una familia burguesa de los años setenta la educación sentimental es doctrina y se expande, como un virus corrosivo en proceso de metástasis social, a las filiaciones políticas que imperan en la época; o el mismo movimiento, de flagrante consustanciación dialéctica, pero a la inversa: un modo de pensar la política –aledaño al modo de subjetivarla- como matriz de impolutos valores –es decir acrónicos- infatúa la mentalidad de la clase media argentina. Ese virus es una mezcla de sentimentalismo burgués y de pregón bien pensante, cuasi cristiano: un derivado del progresismo nacido, para fechar la sintaxis de esa deriva de tradición liberal, en la cultura romántica y decimonónica. Con un virtuoso manejo narrativo de esa porosidad fenoménica, la novela de Alan Pauls se erige como un tratado de la mediación: desbroza una temporalidad en la que reverberan varios pasados, varias sensibilidades e indaga en el acto de lectura el revulsivo ofertorio de su medianía. El razonado lenguaje de esta breve novela no se interesa por la parcialidad de su testimonio, sino por lo irreductible de su ofrenda: una monstruosa anatomía de lo político.

La historia transcurre entre los cuatro o cinco años de la niñez y los veintitantos de la temprana adultez del protagonista, entre los años ’60 y principios de los ’80 en Argentina. Por eso, lejos de la estela borgeana, ésta no es una Historia universal, y ni siquiera una Historia del, sino de un llanto: el que acontece supeditado por la inocua pedagogía moral del pater familias, un modelo de educación política-sentimental que mide efusiva y patriarcalmente su disposición prometeica en los efluvios candorosos de la humana -demasiada humana diría Nietzsche- moral de los sentimientos. El protagonista de esta novela es un niño prodigio, un infante monstruoso. A los cuatro o cinco años exhibe ya una capacidad inusitada de comprender, de escuchar, de ser afecto a –y afectado por- los martirologios que los adultos –su padre, un amigo del padre, su abuelo, la mucama- vomitan a saco en sus oídos de niño sensible. Adorador de un superhéroe que la literatura política desguazará como ícono del mercado imperial, ese niño no podrá concebir que la felicidad no conlleve trauma, ni podrá congeniar, por ejemplo cuando espabile su primer ayuntamiento, su irreprimible e irrisoria voluptuosidad de enamorado con el sufrimiento de los otros. No se puede ser feliz, sino a costa del sufrimiento: he ahí el núcleo supremo de ese aprendizaje que, con el magnetismo de una adicción, lo trabajará al protagonista de esta historia “de por vida”. Y “vida” es el modo nefasto de decir el mundo que lo cultiva: el de su padre, el de los amigos de su padre, entre ellos un cantautor de protesta cuyas canciones destilan lo más baladí del argot emocional, el de una madre que, pionera del divorcio, pasa las horas embadurnada de cremas y narcotizada, el de su abuelo materno, que irradia la idiosincrasia de su pasado militar con una gestualidad tan mórbida como chabacana, el de una novia perteneciente a una familia católica chilena a la que abandonará con repentina animosidad en el momento en que Allende se suicide y la imagen de su cadáver se estruje, desde la pantalla televisiva, contra sus ojos ya hastiados de llanto. Y, también, el mundo de la lectura: orbe en el cual la realidad se teñirá con la promesa fantasmagórica de lo real.

En su acepción clásica (tera en griego, monstrum en latín), lo monstruoso significa tanto lo diferente –lo que está fuera de la norma- como el mostrar espectacularmente. La diferencia que enarbola el infante protagonista, que a los trece años ha leído todo lo que tenía para leer sobre literatura política, desde El manifiesto del partido comunista a La causa peronista, desde Ernest Mandel a Michael Löwy, es la panacea en la que goza, con sed de militante, su padre: la inoculación de una sensibilidad extrema, casi patológica, que recupera en series de reportes en las que su hijo se “expresa”, se abre al mundo exterior y, sobre todo, llora. Al hacerlo, conmueve. Y además, rinde: una economía emocional en la que valor de uso y valor de cambio son una misma cosa. El resultado es previsible: la farsa absoluta, el histrionismo del hipócrita. Por eso es imposible llorar ante la pantalla que muestra el bombardeo al Palacio de la Moneda en Santiago, como imposible que allí el pathos no sea otra cosa que un producto industrializado de la burguesa sensiblería: un lagrimal gastado por la hipocresía medra entre el deseo partisano y la afección existencial. Esa es la peripecia de esta Historia del llanto. La segunda connotación de lo monstruoso está reservada en estas líneas a la pericia técnica con la que Pauls hace de ella una alegoría (y un alegato) de lo político.

Empecemos de nuevo. La hegemonía de lo nimio en las últimas décadas auspició sendas derivas, entre ellas la de sopesar la potencia disruptiva del lenguaje –su lógica arbitraria, aquella que Wittgenstein homologaba a las reglas protocolares de un juego- ora en los intersticios de lo histórico, ora en la experimentación documental, ora en la subjetividad puesta en vilo, ora en la premeditada destrucción del verosímil, y así de seguido. En todos los casos, la inadecuación esencial del lenguaje y lo real pareció fatigarse en nominaciones bastardas de la estética realista. Historia del llanto, primera nouvelle de una trilogía narrativa sobre los años ’70, traspasa esa discusión con la fe ciega e inconmovible de un formalismo cuyo efecto vuelve inocua la pregunta que se suele consagrar a ese orden de la representación y lo representado. La narrativa de Alan Pauls ha sabido trazar una nueva coordenada en el lenguaje literario. Porque del espectral La mujer Zombi al más breve y logotípico Ex, el proceso que decantó en El pasado como título de su aclamada novela no debería atribuirse únicamente al carácter hospitalario que esa frase supone –el pasado es un lugar, un claustro temporal y a la vez un tesoro, todo y nada- sino al íncipit de un viejo territorio a ser –en los mejores casos, y el de Pauls es uno de ellos, con herramientas archirefinadas- nuevamente explorado: la capacidad de la literatura para hablar –casi como la poesía- sobre lo único que la interpela: un testimonio. Ese es el subtítulo que porta la nouvelle del niño prodigio. Nada más alejado de la literatura testimonial, la factura de este testimonio, no por ficticia, deja sin embargo entre manos el peso de otra verdad: el artificio siempre está del lado del referente. Las marcas precisas de ropa, de perfumes, de revistas, de periódicos, de películas, funcionan en la prosa de Pauls como una ascética disección de la temporalidad histórica: ninguna afección por el nombre, ninguna empatía principista cala en la estricta pertenencia histórica de lo nombrado. Ese distanciamiento se afianza en el trabajo de una sintaxis cuya eficacia formal, si eclosionó en El pasado de modo insuperable, resulta por momentos lega de ciertas requisitorias de la extensión: volumen y densidad, esas nodrizas que justifican siempre no sólo los grandes temas sino también las grandes novelas (acaso la trilogía, desde esta perspectiva, demande ser leída como una única novela). No sólo porque esa sintaxis resulte una suerte de usina productora de escritura, sino porque en ella el sentido encuentra el plus necesario para que la maquinaria de lo representado fluya. Aún así, Pauls se las ingenia para salir airoso del límite del mero recurso, y hace de la concentración del florilegio (la historia se narra en el presente continuo de una conciencia escindida) el microcosmos donde confluyen rigurosidad formal y espesor novelístico. Un ejemplo: cuando el niño de cinco o seis años, que ha quedado varias veces al cuidado de su vecino que esconde en su traje militar no sólo el género sino el oficio, elucubra los motivos por los cuales podría llegar a ser víctima de un abuso imaginario y recuerda, por ejemplo, las veces que el vecino le hizo juntar los pedazos de uñas que éste se acababa de cortar en el bidet y en ese recuerdo se incrusta, imprevisto y luminoso, el del abuelo cuando intentaba cortarle las uñas menos para cooperar que para acallar los quejidos domésticos de su hija despechada, el sistema condensa lo múltiple de la experiencia temporal, y obnubila, ofrece el goce insuperable –como ficticio- de la plenitud.

En esa multiplicidad condensada, el tiempo de la política es yerro y la experiencia la del mundo hipostasiado. Al asistir al concierto semiclandestino del cantautor llegado recientemente de su exilio madrileño, el protagonista, ya adolescente, conocerá la verdad de la causa por la que milita, su inesperado desahucio, el tóxico de esa clarificada aprensión que lo exasperará y dominará al mismo tiempo y que podrá especificar sólo con la ortopedia prestada de la medicina: la náusea. El episodio es ejemplar. Lo es en la economía de lo narrado, pero lo es también en el modo gráfico en que la pluma cinéfila de Pauls condensa las imágenes: una plasticidad descomunal. La descripción del episodio, donde la empatía se hace patente cuando el protagonista cree ser el propio productor de las consignas que exhala la canción, así como la del cantante, a quien el lector atento descifrará antes de que lo haga la letra transcripta de sus canciones, destila además la gracia del humor clásico. A diferencia de Aira, cuya escritura regurgita comicidad allí donde la deriva extrema, hasta volverlo inverosímil, el sistema de lo narrado, Pauls es cultor de un humor que más brilla por lo trágico que por su desopilante cinismo. Como ocurre en El pasado en aquellos pasajes donde la neurosis de Rímini lo coloca en el lugar del absurdo, el episodio del cantautor se alía con el efecto de la comedia clásica: la risa y el sarcasmo desguazan los pilares de los valores representados y todo el voluntarismo bien pensante de ese sistema ideológico atomizado en los versitos de un par de canciones se viene, irreversiblemente, a pique. No con la rapidez con la que derrapa un castillo de naipes, sino con el lento derruir de las olas contra las torres de arena.

Por supuesto, la náusea del protagonista apenas roza la profesada por Sartre; puesto que no surge ante la evidencia de una existencia cosificada donde las cosas se desembarazan de sus nombres, la conciencia que reverbera esa náusea tiene el tinte de un acontecimiento político: no son las cosas, sino el régimen de ideas que las nutre, su empalagosa ascendencia romántica, lo que califica la experiencia del protagonista. ¿En qué consiste ese acontecimiento político? ¿O qué es lo político en ese acontecimiento? La náusea es la conciencia del artificio de las mediaciones. Es la educación burguesa la que personaliza la Historia: derivar de ahí la extinta frontera entre lo público y lo privado no es más que un gesto autocomplaciente, fatuo. Toda la novela discurre por la emergencia de esa conciencia disruptiva: así como los uniformes transmiten un falso halo de comunidad, las canciones del cantautor uniformizan falsamente una conciencia de clase. Disfraces, falaces imposturas. Ante esa cantata, de la que el cantautor de protesta es el sumun perifrástico, el protagonista reacciona: “¿por qué no te callás? ¿Por qué no guardás la guitarrita en el estuche?”: eso le diría al cantante si pudiera, si no mediara la amistad de su padre, el hábito marmóreo de las buenas costumbres argentinas. La furia de esas preguntas glosa la mejor tradición política de nuestra literatura: si en el gesto de romper el instrumento para que nadie se lo apropie se ha visto una de las operaciones sobre la lengua más conmovedoras del Martín Fierro, el tema de esa cantata contra la cual el protagonista de esta nouvelle se revela (tanto como se mide) emerge en la contundente figura de un giro coloquial que, en negativo, la reproduce: toca de oído. La náusea es justamente la irrupción de la conciencia de esa impostura, tempranamente interiorizada y mecánicamente ejercitada por el protagonista. ¿El niño prodigio? Ocurre que la prosa de Pauls se afila esta vez en el testimonio y la experiencia deviene clima de época, estilos de vida, de clase, imaginario social de un sector que en la creencia populista se emuló intérprete y médium, y se regodeó idiotizado en el papel contencioso de esa comedia. Fueron extemporáneos, casi decimonónicos. Con meditada pulsión crítica, y para no “tocar de oído”, el autor de El pasado reduce lo testimonial –donde las apropiaciones y desfiguraciones de lo autobiográfico se jactan de lo inapelable- hasta un grado superlativo de elaboración formal: mostrar espectacularmente el escalpelo de la mediación. La nouvelle de Alan Pauls es así una crítica punzante y certera a las ficciones populistas, y al mismo tiempo un relato que no agota nunca el acto de testar en la supuesta irrelevancia de la ficción literaria. Sobre las páginas finales, en un casi tan monstruoso como radical alegato figurativo, el protagonista trasmutará la energía libidinal con que de niño devoraba las tiras de historietas y luego las revistas pornográficas a la lectura de literatura política; rozará con las yemas de los dedos, como hiciera quizá con las fotos de mujeres desnudas ofreciendo su sexo abierto a la imaginación que rebulle, como el orgasmo, en la penumbra, las páginas que narran los vaivenes de la lucha armada y al fin rubricará los estertores más abyectos de esa máscara patética: la ilusión decepcionante de sumarse a la acción política, el incordio de habitar un mundo por siempre equivocado.

 

(Actualización diciembre 2008 - enero febrero marzo 2009/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646