diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“… cuando todos los documentos estuviesen integrados al sistema de procesamiento de datos, no sería difícil detectar quiénes y para qué están usando determinadas palabras.”
Hay una palabra para calificar aquello contra lo cual las procaces invectivas de Fogwill, en ésta como en sus últimas novelas, parecen complacerse en demasía: sistema. El universo del sentido común –furiosamente el de los mass media, la televisión en este caso-, el de la praxis política y el destinado a insuflar morbosamente los distingos de clase son, en sí mismos, no mundos cerrados sino partes del todo, como invita a pensar, desde un prisma poético diverso, el título de uno de sus libros de poemas. Para ver cómo funciona un sistema hay que describir sus enlaces, la lógica gregaria que lo hace posible y lo sostiene. En otro orden de cosas narra la impávida transición de las partes al todo y viceversa y pretende hacerlo con la ecuanimidad de lo indeterminado: casi ninguno de los personajes, ni siquiera el protagonista, llevan nombre en esta historia; se los pro-nombra, o se los identifica por atributos genéricos –el “Pelado”, la “arquitecta”, la “médica”, los “masónicos”, etc.-. Y es que las nominaciones en este relato sitúan, pero no describen, son andamios codificados del referente histórico que sirven para emplazar el pasado, pero no la memoria.
La novela divide doce años en doce capítulos, de 1971 a 1982, y narra en ese lapso, situado en Argentina, la crónica de “una penosa biografía, construida con la mezcla arbitraria de la biografía del autor, de otras que conoció y de la del propio personaje”, -como dice la nota introductoria-; biografía de quien, con el mismo tenor impávido, supo pasar de militante revolucionario a cumplir tareas de obrero, de técnico, de maquinista en la empresa constructora de autopistas en Buenos Aires hasta recalar en las congraciadas prebendas del directorio de la empresa. Es decir, el protagonista “hace carrera”. Aunque esto último forma parte de una convención, porque ese otro orden de cosas no está allí, en los resquicios de esas peripecias, sino en lo que, amparado en la totalidad pugna infructuosamente por manifestarse. Y lo hace del único modo posible: en la inevitable insuficiencia de las parcialidades –¿de allí el carácter “penoso” de esta biografía?-, en el sesgo cosificado de los roles: “Ven que nunca se nombra gente ni personas, siempre se refieren a ‘actores’, y si alguna vez necesitan evitar la repetición de la palabra, la sustituyen por ‘interlocutores’”, dice el protagonista al explicar a los directores de la compañía los subterfugios retóricos de un informe enviado desde España con el fin de multiplicar, sin más visos éticos que el de la propia multiplicación, las ganancias de la empresa.
Si hay razones para celebrar la reedición por Interzona de esta novela del 2001, ellas deben buscarse en el concierto de voces que durante la última década vienen ensayando, desde el campo literario, distintas variantes de codificación tanto de lo que se suele llamar “pasado reciente” como del traumático legado que ese pasado, el de la última dictadura, ostenta en el presente. Disímiles y acaso polémicas más por los modos que por la propia elección de la materia, esas voces, para apenas insinuar un panorama, podrían acaso estipularse desde la minuciosa elaboración formal de novelas como Ciencias morales de Martín Kohan –o Dos veces junio, esa conjuración formidable de las ideologías represivas- o la más reciente Historia del llanto, de Alan Pauls, hasta los ejercicios más o menos especulares y cuasi panfletarios de narraciones tales como A quien corresponda, de Martín Caparrós. En este arbitrario panorama, En otro orden de cosas compone un cuadro heterogéneo, una nota discordante. Más el relato de una lógica extrema que el de las experiencias o sus percepciones, más la crónica de un movimiento tan impasible como aparentemente inevitable, el relato de Fogwill dispone la impronta holística de los acontecimientos. Todo es una cuestión política, dice el protagonista y ese dicho, que parece replicar al son de las frases huecas lo más común de la opinión común, cobra sin embargo en la economía del texto la contundencia de un axioma. Las preguntas, a primera vista desconcertantes, “¿qué es el amor?” y “¿qué son los sentimientos?”, que abren y cierran aproximadamente el relato –desconcertantes porque insumen una reflexión destinada a evaluar los comportamientos sentimentales de pareja, en un cuadro por demás segregado por lo concreto de la materia y sus resultados– aparecen como inflexiones arteras encaminadas a rubricar los alcances de esa misma sentencia. Cuando la energía de la militancia política –“el ritmo de la revolución”- es desarticulada por la avanzada de la represión estatal y muchos de los compañeros pasan a trabajar directamente con el enemigo, lo que se indica, con la displicencia de lo neutro, es que “hay mucho amor en esa ley”, porque esa ley es “una fuerza”, la de servir, que parece más bien física antes que moral, y menos dócil que la voluntad. “Era parte de la lógica del movimiento general”, se dice en el texto. En esa lógica, los cuadros políticos que no pasaban a servir al enemigo buscaban en los hitos privados la irreprimible ocasión de la sobrevivencia: “Pensó en los jefes que habían sobrevivido a la contrarrevolución: estaban yendo y viniendo, ajetreados en la política, haciendo cálculos sobre cómo invertir sus ahorros o con quien valdría la pena alinearse en el nuevo escenario”. Que el protagonista sea uno de los tantos que adoptaron ese pasaje –aunque en su caso no para servir a las filas del enemigo, sino a las del orbe capitalista que, visto desde la ideología de esos mismos cuadros, no resulta menos claudicante- es uno de los puntales por los cuales la narración, sencillamente, incomoda. Y, ciertamente, esa incomodidad es un logro que debe atribuirse a la sapiencia del prestidigitador. La sucesión impertérrita de aquello que la voluntad nunca logra domeñar, como los precisos mecanismos de una máquina, barre –afortunadamente- con todo atisbo de melancólica epicidad, y, también, con su deplorable remiendo: el párvulo hospicio del reniego.
Hay visibles aciertos, componendas del buen hacedor, para que esto suceda. Los hechos históricos más conspicuos de la época, por ejemplo, se narran con la compulsiva avaricia de lo accesorio, apenas un dato: “El presidente había dicho que Perón no se atrevería a volver. Otro día anunciaron que volvería Perón y Perón volvió. Después se volvió a ir y se había llamado a elecciones”. Lo mismo ocurre con la muerte de Perón y la avanzada de la represión estatal, la acción militante y guerrillera, la premeditada consagración del mundial 78, la guerra de Malvinas. La concentración, en cambio, aparece para señalar la hegemonía del poder financiero. Como un monstruo destinado a devorar las entelequias políticas e ideológicas, el potencial económico rige el tono, pero también el ritmo, de los acontecimientos (algo de ese potencial, de ese flujo virtual que mueve moles reenvía sesgada e inevitablemente a cierta zona de la teoría imperialista de Hardt y Negri). La frase “convulsión exonerativa”, una cláusula proveniente de la psicopatología, que ciñe el informe de los inversores europeos, explica el modus operandi del capitalismo posmoderno: refiere “la tendencia a producir catástrofes para ocultar con ellas pequeñas faltas”. Es decir, no se explotan mercados, se crean de la nada, se inventan. La nada, sin embargo, no es la nada: el costo, por más insignificante que en la balanza de esa empresa resulte, puede ser terrorífico: “lo que convierte a la nada en un mercado es un poder de decisión. Nuestra herramienta es el poder de decisión”, brega el informe. Desde esta perspectiva, los años de plomo de la década del setenta, como ya insinuaba Walsh en su carta a la Junta, no son otra cosa que la necesaria contraparte para que el verdadero proyecto se instituya, una mascarada. El poder de decisión, en esta visión, siempre responde al estímulo de la prebenda. Ahí está el protagonista, accediendo a lo “representativo” –al auto, al departamento céntrico- como a la cadena de corruptela que repica, en forma doméstica y ramplona, el viejo adagio yanqui: “time is money”, y parece demostrar que la voluntad no es otra cosa, a fin de cuentas, que una cantante y sonante moneda de cambio.
“‘¿Qué es todo?’, se preguntaba. Tal vez se equivocara, pero estaba seguro de que para muchos de los funcionarios de su piso, igual que para la mayoría de sus jefes instalados en el piso veintidós, la idea de ‘todo’ no alcanzaba más allá del cheque y la planilla de liquidación de sueldos que recibían en vísperas de fin de mes”. En esta reflexión, la idea del “todo”, parcial, porque presupone cierta representación, emerge acompasada por el flujo de las decisiones (y ya se sabe lo que implica una decisión en este cuadro); la televisión, por ejemplo, resulta el barómetro que mide y globaliza los estilos: “era tan frecuente oír ‘bajón’, ‘trucho’ o ‘zarpado’ en ámbitos ajenos al submundo marginal como encontrar que un chofer de taxi hablara de sus ‘objetivos de la vida’ o se manifestara ‘paranoico’ por la nueva reglamentación de multas de tránsito. La televisión, pensaba, debía ser responsable de estas modas del lenguaje”. O también: “los personajes que habían compuesto la abogada y su arquitecta se ajustaban mejor a lo que la televisión indicaba que debía ser una mujer: el equilibrio justo entre una carrera de éxitos y una meta de imbecilidad”. ¿Pero qué es el todo? O mejor dicho, ¿cómo está tratada esa idea del todo? Existe un momento fundamental en el relato en el que cede la sospecha: la mesurada retórica del informe es una jerga, la del lenguaje de los curas; leyendo el informe el protagonista recuerda a Luis, un jesuita revolucionario capaz de argumentar a favor de la creencia por la creencia misma, a quien terminarían llamando “el cura mentiroso”. Y, nada casualmente, la novela se inicia con la discusión acerca de una frase atribuida a Perón: “Se puede decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira”. Y aquí Fogwill parecería haber desgranado el potencial simbólico de esa frase, que ya había aparecido en Vivir afuera, su novela de 1998. ¿Por qué la insistencia en esa frase? El hacer o el decir –sea una mentira, una revolución o una maqueta de una autopista- parecieran disputar y tensionar la única parte que engloba al todo: lo real. Y aquí es donde la incisiva mirada escéptica se perfila con más resolución: lo más verdadero, para el protagonista, será trabajar en la obra, aquello que hace y a la vez lo hace, lo constituye. Si la máquina es constituyente las creencias o las ideologías, en cambio, evanescen. Sobre el final del relato, el resultado totalitario de esa ecuación llega a administrar las tareas del intelectual: un congreso para intelectuales y pensadores de distintos países estipulado por la compañía prevé que “hasta la intervención más disidente puede convertirse en un mensaje positivo como prueba de que en el evento se han escuchado todas las voces”. Porque aunque lo que se pueda decir no sea controlable, “la infraestructura del evento puede controlar en alguna medida la manera” en que se dice y el clima en que se escucha eso que se dice. ¿Visión imparcial, arrobo de diagnóstico? ¿Ironía o cinismo? Hay un poema de Sergio Raimondi, “Proyecto Mega”, que parecería consustanciarse con esa descripción –aunque, bueno es decirlo, en el poema no se habla de intelectuales sino de maestros- y no parece meramente casual que ambos libros, el de Fogwill y el de Raimondi, se hayan publicado en el 2001. También en Poesía civil, el libro de poemas de éste último, existe el intento de, al menos, indagar una idea de la totalidad, los engranajes o enlaces de los distintos niveles que la componen. Pero a diferencia de Raimondi –la cuestión genérica no es determinante aquí-, lo que parece obturar esa posibilidad en el relato de Fogwill es la asimilación fortuita de una lógica, la del Sistema (con mayúscula), que ejerce en negativo su potestad sobre lo más categórico del propio relato: lo menos asimilable a la “recta línea” de la corrección ideológica. “Volvió a pensar en la obra y en la revolución: eran dos pruebas de que se usa el hacer, y no el destino de uso que se asigna a lo que se está haciendo”, dice el narrador. Ocurre con esta frase lapidaria algo similar a lo que suele pasar con las versiones desmitificadoras de los relatos modélicos: la desmitificación termina por imponer su propio montaje. Así, entre las miradas más descarnadas que vuelven sobre los llamados años de plomo, si En otro orden de cosas afortunadamente logra incomodar peca por momentos de una confrontación imprevista: aquella que presupone únicamente actores en lugar de sujetos, ideologías como herramientas que habilitan a hablar de triunfo o derrota, como si, en el lenguaje homologado entre empresa y revolución, de éxito o fracaso se tratase. ¿Es la voluntad una variación caótica del todo, criatura del sistema? Spinoza escribió que una piedra lanzada al aire por efecto de un choque pensaría, si tuviera conciencia, que volaba por su propia voluntad. Schopenhauer, a quien se reenvía indirecta y presurosamente en este relato, añadió que la piedra, simplemente, tendría razón.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2008/ BazarAmericano)