diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

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“La cuota justa de desenfado y originalidad”
Nuestros años ochenta, de Irina Garbatzky y Javier Gasparri (compiladores), Rosario, Humanidades y Artes ediciones. Centro de estudios de teoría y crítica Literaria, 2021. 

El libro es un volumen colectivo con contribuciones de Mario Cámara, Claudia del Río, Daniela Lucena, María Elena Lucero, Ignacio Iriarte, Francisco Lemus, Judith Podlubne, Martín Prieto, Nancy Rojas, Viviana Usubiaga, Alicia Vaggione y cuenta con un epílogo de Gabriel Giorgi. El volumen recapitula las jornadas homónimas realizadas en 2019 y que fue organizado y editado, pandemia de Covid mediante, por Irina Garbatzki & Javier Gasparri desde el Centro de Estudios en Teoría y Crítica Literaria y el Centro de Estudios en Literatura Argentina, así como desde el Programa Universitario de Diversidad Sexual (UNR). Nuestros años ochenta es una contribución a los estudios culturales y a ese espacio de la crítica expandida cuyo vocabulario se puede desglosar en un tipo de atmósfera afectiva o en otros términos, en una climática afectiva que hace a la época en distintos tonos y canteras anímicas específicas: la aspereza y la rugosidad del miedo, el terror, el desánimo y la desilusión, la enfermedad y la muerte, la contracción y endurecimiento de los cuerpos pero al mismo tiempo, la estimulación epidérmica, los roces y placeres, la fiesta, la experimentación y el auge colectivo.

Periodizaciones. “¿Cuándo empiezan y cuándo terminan los años ochenta?”. Así como señalan en el prólogo Irina y Javier, “si los ochenta funcionan como dispositivo de lectura, como red para pensar un conjunto de emergencias estéticas y culturales, entonces la periodización abandona la obsesión por la década y comienza a delimitar nuevas líneas, opciones simbólicas”. Aquí me gustaría sumar otras capas y planos de lectura. La periodización de los ochentas en clave de temporalidad, en términos de un pensamiento sobre la temporalidad y específicamente, sobre un tiempo pulsado de lo democrático, un “momento histórico intersticial”, escribe María Elena Lucero. Se trata, pues, de un tiempo no lineal ni cronológico que corresponde a una serie de “imágenes históricas” (escribe Gabriel Giorgi), esto es, el ocaso de la dictadura y el terror sistemático, el retorno democrático y las libertades civiles, la guerra de Malvinas, la escalada inflacionaria y el copamiento carapintada en La Tablada, los pactos de civilidad y convivencia, la gestión de lo común a través de lo dialógico y procesal, la restauración de garantías institucionales y jurídicas. Ese tiempo del retorno que marca el inicio de la vida de derecha y que signa la derrota revolucionaria de la izquierda, tal como apunta Silvia Schwarzbock en Los espantos (2015). Así entonces, ¿qué temporalidades traen los ochenta? Antes que esa narrativa ciertamente moderna que tiende hacia la linealidad homogeneizante, digamos la memoria social inscripta a través de las memorias históricas compartidas, el tiempo cronológico de la medida que fija las cosas y las personas, desarrolla una forma y determina un sujeto. Antes que una memorialización histórica quiero insistir en un conjunto de trayectorias leídas de soslayo y a contrapelo, “ese borroneo que tensiona la memoria consabida de una época” como escribe Daniela Lucena y que resuena en la insistencia del Archivo de la Memoria Trans en rescatar biografías, en los modos precisos de inscribir esas vidas trans en la cronología oficial de lo nacional. Lo que es decir, ¿cómo se inscribe la singularidad de una vida trans, específicamente, la violencia policial e institucional y la persecución sistemática aún durante el retorno democrático pero inscriptas en la cronología histórica de un estado-nación en proceso de democratización? o de otro modo, ¿qué cuerpos son el soporte del tiempo (cronológico) de lo democrático y que cuerpos son sus agujeros negros, cuerpos coladores, punto aleatorios de la flecha del tiempo? Así lo canta Virus (1981) en sus estribillos: “Hay que separar, la evolución, de una persona y de una nación, son tiempos distintos”. ¿Hay que separar los tiempos o hay que borronear y entrecruzar las temporalidades hasta solaparse unas con otras?

En esa temporalidad de los ochenta, o un tiempo ochentoso que cuenta con una resonancia propia (un ethos temporal, o eso que hace época pero no una década fechable y asignable), en ese tiempo ochentoso se inscriben los archivos, un ejemplo de esto es el Archivo Jacoby que trabaja Mario Cámara, un archivo de esos que “no cimentan una línea evolutiva, más bien enmarañan etapas, las hacen convivir, las anacronizan; no glorifican el pasado sesentista, aunque tampoco lo condenan, lo releen sin caer en la tentación monumental o melancólica”.

Y aquí podríamos sumar también la recuperación del archivo rosarino, esa vida secreta del archivo que se predica de la experiencia efímera de HUAG, el mail art de Graciela Gutiérrez Marx y Edgardo-Antonio Vigo, el ciclo “Jóvenes artistas se manifiestan, el colectivo APA (Artistas Plásticos Asociados) y APROA (Artistas Plásticos de Rosario Agremiados) o la experiencia de Amigos del arte Rosario. Un archivo que “tuvo la intensidad justa para también acabar tempranamente” reponen Claudia del Río y Nancy Rojas, un archivo tan local como situado y de circuitos subterráneos. Un archivo de sentimientos, entonces, de esos afectos que pasan a través del archivo, la euforia rosarina, de los proyectos autobiográficos como intimidades públicas (paradojas de lo personal). Un archivo de sentimientos, decíamos, de la euforia ligada al destape y la apertura, vinculada a la colectivización de las prácticas artísticas que antecede a la decepción y el desengaño generalizado que serán el tono posterior durante el menemato. Un archivo de sentimientos de objetos perdidos, de redes artísticas relacionales ya desaparecidas pero un archivo también de las tramas feministas, de las artistas feminizadas y de las mujeres disidentes dentro del mundo canónico, el aparato institucional masculinista y patriarcal del arte: a propósito escriben Claudia del Río y Nancy Rojas “la pintura, en esa época, era concebida en términos de heroicidad y perpetuación masculina. Cómo no darnos cuenta de esto cuando los archivos institucionales muestran que muchas artistas quedaron afuera de los grandes premios de los salones”. 

En la an-archivística de los ochenta lo que se descubre es una potencialidad inactual que nos devuelve otro imaginario afectivo y sensible de los ochenta, nos devuelve, en otros términos, una potencia inacabada. Inversión de la fórmula: 1. “lo que es perfectamente posible en 2022 y lo que parecía imposible en los ochenta” y 2. lo que es perfectamente posible en los ochenta y lo que parece imposible en 2022. Operación sobre/en/desde los ochenta que consiste en memorializar, volverlos recuerdos y episodios históricos aunque de modo desplazado, necesariamente inactuales e inacabados, recordar entonces pero seguramente con cierta amnesia, recordar, tal como escribe Daniela Lucena, con “excesos de memoria y olvido”. 


El deseo nace del derrumbe

La fiesta es un plano de resonancia que define, al menos en parte, los ochenta. La fiesta es un campo de experimentación sensible, la fiesta es “underground y contracultura”, una mezcla de modernismo kitsch y de estética camp, una zona de encuentro en cuyas fronteras se ensayan modos de encuentro, redes de politización compartidas e instancias de difuminación cultural entre la vida y el arte. Un ejemplo muy concreto es el documental de Agustina Comedi, Playback. Ensayo de una despedida (2019) que sitúa la fiesta durante los ochenta en Córdoba. Algo de esto subrayaba Gabriel Giorgi a propósito de la proyección de la película en la galería Gran Vidrio (Córdoba). Aunque podríamos sumar a Virus, los hermanos Moura y Jacoby en esta misma línea de entrecruzamiento entre pop rock y vanguardia. Algo de esa resonancia se escucha en el trabajo del grupo orgie y Silvio Lang con su lema “politizar la fiesta”.

Y puede sonar tanto prometedor y demasiado optimista esta consideración, las culturas disidentes y los modos de parentescos insospechados –nada nuevo bajo el sol, o la repetición de una consigna acaso un lugar común de la teoría queer por estos días–. Sin embargo, este gesto compositivo alrededor de la fiesta tiene que ver con los modos precisos de desagregación de los ochenta sobre los códigos culturales y la normas sexo-afectivas que fueron heredadas de la ética militante de los años sesenta y setenta pero también tiene que ver con desertar y dejarse caer frente a un presente signado por el miedo, los temores y el terror –como formas privilegiadas del vínculo social–, que fueron una de las tantas conjugaciones afectivas que heredamos de la junta militar. Aquí lo que sucede es un corrimiento, no necesariamente voluntario y declarativo, de la política clásica militante, los protocolos de comportamiento de heroicidad patriarcal, las ideas de revolución y compromiso militante, la moralidad petulante de los artistas de vanguardia, y los rituales propios del folklore activista. Un grado de experimentación micropolítico y un grado de deserción se producen en la superficie sensible de la fiesta. Un grado de intensidad, de abandono y otro tanto de poblamiento, de composición con/desde los cuerpos.

Sumemos otra capa. La fiesta es un locus donde se disputa y se experimenta aquello que Indio Solari expresa en términos de “la misión de su grupo era proteger el estado de ánimo” que Daniela Lucena recupera. La fiesta es un modo de “construir guaridas underground” en tanto locus, espacialidades contrapúblicas –la fiesta pues dentro y fuera del boliche, hacia el espacio público urbano pero una fuga puertas adentro también– que implican una disputa sensible por los afectos y los estados de ánimo.

Pero no hay fiesta y renovación de los rituales sin su correlato que es un grado de resignificación de los rituales funerarios y los duelos privados vueltos rituales contrapúblicos. Como bien apunta Francisco Lemus, “se creaba de manera vertiginosa, pero también se despedían amigos y amantes. La belleza se mezcló con los rituales de la muerte (¿acaso no fue siempre así?)”. Al tiempo que se sucedía el auge artístico, tan punk como camp y experimental irrumpía el HIV-Sida, esa deriva tanatológica y una renovación de la ritualidad y los pactos sepulcrales. El velatorio de Omar Schiliro en 1994, la despedida de la artista Liliana Maresca con magnolias y años antes, en 1991, el adiós a Batato Barea repleto de globos. Aquí podemos inscribir también la intervención performática de Act Up (New York) con Ashes action en 1992. Fiesta y duelo, belleza y políticas de la muerte, ahí donde comulgan el disfrute y la enfermedad, esa polaridad coincidente marca algo del pulso de los ochenta.


Andaba la banda, blanda andaba ya” - Virus (1982)

Por estos años podemos situar la irrupción (primero) y consolidación (luego) de una estética de la precariedad. Por estética de la precariedad se indica la ausencia de medios y recursos como motivo de un contenido expresivo que suponen un tipo de creación desde el rejunte y el reciclaje de materiales y estilos, ?la resignificación de lo sucio y de las imágenes inestables, el desecho y la basura callejera, o los desperdicios y la reivindicación de los soportes convencionales, ?el collage, el patchwork y hasta la pobreza como lugar de enunciación. Haciendo foco en los procesos y los procedimientos más que en los resultados acabados y ?en la permanente hibridación entre productos de la industria cultural y las técnicas y procedimientos del arte de vanguardia del siglo XX, este tipo de estética de lo inacabado se inscribe, especialmente, en las contraculturas subterráneas (punks, disidentes o argentrash) por estos años y que luego verá su florecimiento en distintas grupalidades y escenas en contigüidad con la crisis del 2001, su ejemplo paradigmático, Belleza y Felicidad de Fernanda Laguna o Eloísa Cartonera de Washington Cucurto.

Estética y arte de la precariedad, decíamos, que están íntimamente ligados con una genealogía de la precariedad reciente en nuestro país. Precariedad que emerge en nuestro contexto en los estertores finales de la dictadura, durante la crisis del alfonsinismo y la salida a flote del menemismo en la superficie del campo social. Con esto quiero indicar un motivo transversal del libro que se lee como trasfondo sensible de esta época y que refiere a la condición de vulnerabilidad, fragilidad y exposición corporal compartida que desde nuestros saberes situados se refieren a un momento histórico muy preciso, la consolidación del neoliberalismo global a cielo abierto y los efectos de sentido que conlleva: la erosión de las garantías civiles y el estado social de bienestar, la des-protección y la gestión de la seguridad-inseguridad como fronteras inmunitarias y la aparición de formas novedosas de desigualdad.

Precaridad y neoliberalismo que suponen, como decíamos un correlato experimental, las modalidades artísticas vernáculas y un tipo de estética precaria, no de lo precario, sino de la co-pertenencia entre forma y contenido expresivo pero que hace foco en los cuerpos sexuados y la salud como clivajes fundamentales. Lo que es decir en menos términos y con menos retórica, se trata de la irrupción del estigma de la “peste rosa”, del “cáncer gay”, en términos de Néstor Perlongher del “dispositivo sida” o como escribe Alicia Vaggione se trata de la “irrupción del sida como acontecimiento disruptivo, inesperado, sorpresivo, algo del orden de la conmoción que trastoca la temporalidad”. Un prisma seropositivo que quisiera leer en términos de umbral de precariedad, de zona de vislumbramiento de esa vulnerabilidad, fragilidad y exposición corporal al tiempo que el HIV supone la maximización e intensificación de esa precariedad y supone, asimismo, un tiempo de lo precario asociado a la finitud de la vida y a la gestión biomédica de los cuerpos. El dispositivo sida, decíamos, como zona de entrecruzamiento de poderes y de alianzas discursivas de las iglesias católicas y evangélicas, medios de comunicación y el poder biomédico (a lo que hoy podríamos mencionar en términos de Paul Preciado como farmacopoder o farmarcopornografía) pero el dispositivo sida también logra situar una pregunta fundamental, ya formulada por los feminismos tiempo antes, la pregunta por las redes de sociabilidad y de relacionalidad, la pregunta por el cuidado (por las tecnologías colectivas y las redes de interdependencia que sostienen una vida).

Esta zona de “temas biopolíticos irresueltos” en el libro se plasman en el capítulo 3 denominado “Biopolíticas de los ochenta. El sida como límite”. El HIV es un núcleo de condensación biopolítico, lo que es decir, un nudo de vinculación y torceduras en torno a la gestión de la vida y la administración del hacer vivir/dejar morir cuyo epicentro es el cuerpo y la salud (individual y poblacional) pero en cuyo foco de irradiación expansiva se descubre el cuerpo sexuado y las tecnologías de género pero también, como escribe Ignacio Iriarte citando a R. Espósito, lo que se descubre es “una relación íntima y necesaria entre enfermedad y muerte, entre vida tecnología y enfermedad”. Acá la insistencia en la tecnología tiene que ver con aquello que arriesga Ignacio Iriarte leyendo a Perlongher, “el SIDA empuja a una informatización del mundo” porque la capacidad contestataria, combativa y revolucionaria de lo gay-marica se desvanece a través de la captura identitaria (el sexo telefónico anunciado por Perlongher) y la captura biomédica, su domesticación y posterior asimilación mercantilizante dentro de la agenda neoliberal (en auge por aquel entonces).

En esa zona de genealogía multifocal es interesante destacar dos cruces imprevistos, en primera cuenta, entre los artistas Luis Frangella (argentino) y David Wojnarowicz (norteamericano) y en segundo lugar, la migración cultural de Carlos Nekro Rodriguez (cantante de la banda homocore o “hardcore gay antifascista” Fun People, luego Bom Bom Kid) portando una remera que indica “Action=life & silence=dead” que corresponde a la campaña Act Up pero esto sucede en pleno recital en la ciudad de Reno (Nevada en EUA) en 1996. En ambos casos se trata de un laboratorio de experimentación y de gestos de resistencias biopolíticas a partir de producciones artísticas.


 


* Texto leído en la presentación de Nuestros años ochenta, en conjunto con la participación de Gerardo Jorge, realizada en por el canal de Youtube del IECH (Instituto de Estudios Críticos en Humanidades) el miércoles 27 de julio de 2022.


 


 

(Actualización diciembre 2022 - febrero 2023/ BazarAmericano)


 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646