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Lo hice: historia de un asedio crítico

Sandra Contreras

Lo hice: historia de un asedio crítico

Sobre:

¡Qué triste es la prudencia!, de Luz Rodríguez Carranza, Villa María, Córdoba, EDUVIM, 2025

Si me permiten, comenzaré por referirme a mi primer encuentro con la lectura que Luz Rodríguez Carranza había empezado a hacer del teatro de Rafael Spregelburd hacia 2011, y al impacto que me produjo ese encuentro. Prometo no abusar de este permiso, y en cualquier caso intuyo que esa referencia es de por sí legítima para empezar a hablar de un libro como este, cuyos innumerables hallazgos están tramados, sustancialmente, en una historia de vida, y en una historia de vida en la que, por lo demás y tal como lo testimonia más de una vez, la comunidad de lecturas que comparte con amigos, estudiantes y colegas, es uno de sus activos -de sus neuroestimulantes, para decirlo con el protagonista de Spam- fundamentales.

Conocí la obra de Spregelburd en la primera década de este siglo, durante los años en que iba confirmando la idea de que la experimentación narrativa, en el contexto de la ficción argentina contemporánea, venía teniendo lugar, y a veces de un modo más elocuente y eficaz que en la misma literatura, en algunas obras provenientes de los universos del cine y del teatro. Desde entonces no hice más que confirmar que, más allá de su decisiva incidencia en la historia del teatro, la obra de Rafael Spregelburd significó en su emergencia y sigue significando hoy un auténtico acontecimiento en el arte del relato, quiero decir, un punto de inflexión en la misma tradición narrativa argentina. 

Pues bien, fue en esos años en que para mí todo era deslumbramiento y fascinación ante un proyecto que se constituía bajo el signo de la ambición, ante una imaginación que articulaba, como no había visto hasta entonces, desmesura desbordante con calibradísima composición narrativa, que Luz Rodríguez Carranza vino a Rosario a presentar su trabajo sobre Bizarra -si no me equivoco el primero que le dedicaba a este teatro. Fue una revelación. Luz ponía el foco en las imágenes y discursos contemporáneos argentinos que ese teatronovela delirante de 2003 derrochaba en el escenario, al modo de una summa de mensajes con enorme fuerza de interpelación que al mismo tiempo circulaban como restos vaciados de sentido, y nos proponía leerlos con la teoría del don de Mauss, con la economía general de Bataille, pero sobre todo a partir de las dos medidas de la economía política moderna -el patrón fijo del trabajo y el patrón inestable de la Bolsa-, y, ya en sede literaria, a partir del modo en que Bizarra yuxtaponía la narración (del melodrama) y la descripción (del costumbrismo) que Luckács separaba como formas de circulación del interés en la novela. E inmediatamente me dije: pero claro, cómo no lo había visto antes, para un artista de la escala como Spregelburd no hay lectura más justa que la que empieza por preguntarse cuánto valen y dejan de valer las palabras, las creencias, las imágenes. Y es que con esa clave Luz apuntaba, directamente, a la economía que constituye uno de los núcleos de este mundo imaginario, pero además iluminaba el sentido mismo de su desmesura teatral y narrativa como intervención en tiempos del nuevo espíritu del capitalismo y, en tiempos en los que, como lo procesaba también esa otra obra descomunal del 2003 que fue La estupidez, la reducción [todas las limitaciones] del empobrecimiento había[n] estallado en nuestro triste caos del 2001. Con los años, y a medida que seguí las intervenciones de Luz sobre La Paranoia, Todo, Apátrida, Spam, El fin de Europa, se me fue haciendo evidente que la clave de la circulación de los valores (que siempre asoció a la puesta en juego de decisiones éticas), le había abierto además el mejor camino para pensar la tremenda fuerza política que atraviesa la entera obra de Spregelburd. Lo que es, sin dudas, el gran hallazgo de Qué triste la prudencia. En una tradición literaria, crítica e intelectual como la argentina, en la que el vínculo entre escritura y política, definitorio y fundacional, ha dado lugar a los más álgidos debates y también a muchos de nuestros mejores libros, dar con la clave de la forma única, e inédita, con que el teatro de Spregelburd produce hoy un efecto político radical -de esos, dice Luz, que no se quedan en catarsis de un día sino que conmueven y desestabilizan como un tsunami de larga preparación- es signo no solo de lucidez y sensibilidad sino también de la ética con que se asume la tarea crítica, esto es, la práctica de la lectura, en el presente. Por esto, si en Qué triste la prudencia Luz Rodríguez Carranza se propone analizar cómo es que el trabajo del dramaturgo consigue producir, aunque parezca utópico afirmarlo, una ruptura política, en esta presentación quisiera compartir con ustedes cómo es que creo que Luz logra hacernos ver esa disrupción.

Y creo que Luz lo logra porque, en primer lugar, elige y sabe situarse en ese filo en que se tocan, en la escena y en la platea, pensamiento y emoción, distancia e implicación, desafección y afección. En este sentido, yo diría que la pregunta que le intriga en relación con el fenómeno de Bizarra -cómo es que una escena en la que se jugaba la desaparición de cualquier valor produjo a la vez un fervor del público que se sostuvo a lo largo de 12 semanas consecutivas y una entrega total de 78 actores que interpretaron heroicamente los papeles de ciento diez personajes a razón de tres episodios por día- es la misma que Luz experimenta y renueva a lo largo de 15 años de seguir, y en idiomas distintos, los estrenos, las diversas puestas, las ediciones, los videos, ¡y hasta los ensayos! en Buenos Aires, Bruselas, Lausana, París, Caen. Me pregunto entonces, ¿qué hay, para Luz, en esas palabras que a la vez que percibe como desactivadas están lejos de resultarle inofensivas, que tocan e inclusive hieren al cuerpo en la platea? Es ese anudamiento el que Luz  Rodríguez Carranza desarma con distancia crítica, pero sin dejar que esas palabras dejen de afectarla, sin intentar, ni por un segundo, neutralizar esa amalgama de dolor y miedo, de humor y liberación, en la que para ella se sustenta el poderoso efecto de emoción que produce este teatro y que le importa tanto como el de su impacto político. Luz dice que a veces, en medio del fluir de las palabras que ya no significan nada, los personajes de Spregelburd de pronto escuchan -y así detienen- lo que les interesa, lo que les duele, lo que temen. Del mismo modo, creo, la práctica crítica de Luz, inescindible de una capacidad sutil para aguzar el oído ante un teatro que exige tanto de la atención y de la escucha, se expone a cada paso a esa interpelación. Son momentos de una particular intensidad en el libro, como ese en el que, en el monólogo de Apátrida, Luz Rodríguez Carranza distingue la frase que destruye al mismo crítico de arte que la pronuncia después de su duelo con el artista nacional, pero también subraya y nos hace escuchar aquellas palabras -sur, genocidio- que en 2010 nos miran, a los espectadores, desde un lugar traumático y nos hacen vacilar.  La crítica teatral de Luz es así experiencia expuesta a la interpelación. No es casual que sea la autora de un libro, publicado también en Eduvim, que se titula, justamente, Interpelaciones.

No se trata, sin embargo, solo de las palabras, se trata también de dejarse tocar por las formas. Lo que se transmite en las obras de Spregelburd, dice Luz, y esta es una de las grandes iluminaciones del libro, no es semántico sino formal y por eso puede atravesar las traducciones y actuaciones más lejanas entre sí. Son los tres procedimientos que identifica y analiza ya en el primer capítulo -la absorción, el chiste y la comedia, y el humor atravesándolo todo- y son también los géneros -melodrama, policial, fábulas morales, autosacramental, ciencia ficción, operas fictas- cuyo funcionamiento desmenuza, con erudición retórica y sensibilidad históricas, como dispositivos para la emergencia de la catástrofe. Yo creo que es la práctica de este distanciamiento crítico en la empatía la que le permite además a Luz -y esto me gusta especialmente- desarmar la monumental Heptalogía de Hieronymus Bosch. No porque el libro no proponga una precisa lectura tanto del funcionamiento la Rueda de los 7 pecados capitales como de la teoría del caos en que se articulan las obras que la integran. Sino porque Luz Rodríguez Carranza, en un diálogo auténtico y por cierto muy productivo con el pensamiento contemporáneo, en particular con la filosofía de Badiou y el psicoanálisis de Zizek, hace el camino que le fueron marcando sus propios intereses y afecciones. Las obras se desprenden entonces de ese conjunto y se redistribuyen, desordenando la cronología y reuniéndose con otras, incluidas las producidas, filmadas y puestas online durante la pandemia. Así, mientras La Paranoia -la más ambiciosa de las representadas por el Patrón Vázquez, integra, junto con Todo y Leaving Midgard, la serie de las comunidades del miedo, donde los géneros que en épocas de desamparo sirvieron para confortar al público hoy están minados por la inseguridad y el terror, La Terquedad, la última de las siete en ponerse en escena en Argentina, integra la serie de los apocalipsis implacables junto con El fin de Europa e Inferno. Por su parte, las óperas habladas Apátrida y Spam y el híbrido filmado Pongamos por caso se agrupan como óperas fictas, en las que se explora la relación ambivalente con la performance, mientras Phillip Seymour Hoffman, por ejemplo, Pizarra y Diarios del capitán Parrilla, la hasta ahora única ficción narrativa no teatral, lo hacen como obras en las que la subjetivación, a través de la vacilación de los protagonistas, “se abre paso, paradójicamente, no hacia la identidad, sino hacia la escisión”. La originalidad de esta organización es, desde luego, parte misma de la potencia creativa del libro.

  Pero el nudo de Qué triste la prudencia, lo dije al principio, es la inteligencia con que Luz dilucida e ilumina la “decisión ética” y la “capacidad estética” con que el teatro de Spregelburd “interviene, y hace aparecer otros mundos, en el que parecía único e inquebrantable”. Si ese mundo contemporáneo es el de los espantos, según el término que toma de Silvia Schwarzbok, el del régimen estético de la apariencia pura en el que “ya no hace falta ocultar las atrocidades” porque ellas “forman parte de un archivo digital deshumanizado por el que nadie se siente responsable”, lo que define la mayor fuerza política de Spregelburd, postula Luz, es justamente teatralizar la evidencia de esa catástrofe generalizada dando paso, simultáneamente y a través de la risa, que de pronto se congela, a la imposibilidad de su aceptación. No lo hace, dice, con “una lente grotesca sobre la realidad” que busque aleccionar o concientizar al público. Lo hace, en cambio, en tanto puesta en acto del pensamiento, exponiéndonos a “la presencia insoportable de todo aquello para lo cual no hay equivalencia posible”. Hay momentos brillantes en esta dilucidación, como aquel en el que el análisis de la colisión del escenario con la pantalla muestra el dispositivo que en La Paranoia hace aparecer, a través de cinco espacios yuxtapuestos, lo “incontado” de la violencia social contra el cuerpo de las mujeres. Otros, conmovedores, como el último gran capítulo, que es, creo, el vórtice de todo el libro. Luz deja para el final lo que llama la conjunción cósmica que tuvo lugar en 2017 en distintas latitudes y en distintos idiomas: el estreno en su idioma original en Buenos Aires de La Terquedad, la obra que gira en torno del comisario valenciano inventor de una lengua artificial en la España franquista de 1939; la puesta en escena en Caen de ese rompecabezas cambiante de todos los finales que constituyen las 8 obras que integran El fin de Europa; e Inferno, la obra que trata de la delación bajo tortura durante la dictadura militar, estrenada en alemán, en Bregenz, Austria. Tres obras “brutales”, “implacables” dice Luz, cuya singularidad en la obra de Spregelburd es que en ellas la catástrofe -el apocalipsis como triunfo del fascismo- ya ha tenido lugar, mientras se pone en escena la cobardía de vivir con él, esa tristísima prudencia a la que apunta todo este teatro. Que Luz, que abrió el libro con el tratamiento de Bizarra, lo cierre con la lectura de Inferno, tendiendo así un arco entre las catástrofes argentinas del 2001 y del 76, que envuelven a su vez todos los desastres del presente, habla de una composición formal, narrativa, que implica, ella misma, una parábola política.

Por esto también Qué triste la prudencia es él mismo un libro político. Y lo es en tres dimensiones: tiempo, comunidad y testimonio. En efecto, el de Luz Rodríguez Carranza es un libro oportuno, quiero decir, un libro que encontró su tiempo: que así como intuyó la clave desde el comienzo necesitó pensarse mientras la obra se expandía aún más, hasta encontrar, no casualmente, su momento de publicación y circulación en este presente de expansión de los espantos.

Pero ese tiempo es también el tiempo de la comunidad. En esa platea, argentina y transnacional, se sitúa Luz: allí donde, aún cuando los relatos identitarios y colectivos hayan perdido eficacia, aparecen, con el teatro de Spregelburd, “los países que todos llevamos con nosotros”, la huella de las “palabras y símbolos que detestamos pero que nos emocionan, […] que nos duelen, nos avergüenzan [pero que] y, aunque no queramos confesarlo, nos exaltan” y que “no van a desaparecer nunca, haga lo que haga la estética de los espantos [y diga lo que diga el discurso del fin”. Esa interpelación comunitaria se escucha en el título, que cita la frase con la que la pintora de Bizarra llama, el 19 de diciembre de 2001, a poner el reloj en hora para salir a las calles donde tiene lugar la guerra, pero tal como esa frase -Qué triste es la cordura- retorna al castellano después de su traducción al italiano -Comme e triste la prudenza-, con la que resonó en Roma con tanta fuerza como en Argentina. Y se ve también -esa circulación comunitaria- en la portada del libro, para la que Luz elige no la imagen de alguna de las puestas sino la de la pancarta en la que esa frase se convirtió en consigna para los trabajadores del teatro en protesta en la Italia de Berlusconi. Son los lazos -para remitirme a otro de sus libros, también publicado en Eduvim- que Luz inscribe en este libro.

  Por esto, la escritura de Qué triste la prudencia es también una práctica del testimonio. Quiero decir, si es cierto que el libro encontró su tiempo, ese encuentro, creo, se precipitó como si, sin buscarlo y seguramente sin saberlo, Luz hubiera esperado a que Inferno se representara en 2022 en el teatro Astros, esto es, a que se pusiera en escena en Argentina la obra en que la tristísima prudencia se hizo cobardía en nuestra historia y que a Luz la interpela con fuerza vital. Allí, precisamente, donde escuchó una verdad singular -de te fabula narratur, la narración habla de ti- puso el corte y cerró el libro, que es de principio a fin un asedio a la verdad. A Luz le gusta especialmente una frase, “Lo hice”, “I did”, que es la que -de Caravaggio y el lingüista napolitano de Spam al delator de Inferno- dicen los protagonistas que reconocen su propia responsabilidad intransferible. Sé que la fuerza performática de esa frase, en la que se yuxtaponen una declaración de autoría y una confesión, es inescindible de la primera persona en que se afirma. Pero yo, espectadora devota del teatro de Spregelburd, y lectora admirada y agradecida de Luz, me permito en esta ocasión traicionar su sentido y conjugarla en tercera para decir, en clave festiva, porque la parada era grande, y porque esta praxis sí nos dejó un libro desafiante y enorme: Luz lo hizo, y estamos aquí para celebrarlo.

Septiembre • Noviembre 2025

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