Sobre:
Vértigo index veri. La estética considerada desde el punto de vista del mal, de Bruno Grossi, Córdoba, Borde Perdido, 2024
Bruno Grossi se ha referido irónicamente a su libro como una especie de Minima moralia 2. A pesar de la boutade, vale la pena tirar de ese hilo o tomar al pie de la letra una comparación que a priori se presenta como extemporánea. Porque si bien a diferencia de los largos párrafos de Theodor W. Adorno, los cien fragmentos que forman la constelación de Vértigo index veri no van nunca más allá de la extensión de la mera página, la lógica discontinua, hiperconcentrada y polémica de cada uno de ellos sintoniza con el tono asertivo, paratáctico y especulativo característico del filósofo. El libro busca replicar por lo tanto el gesto adorniano de darle autonomía al párrafo, aunque quizás por momentos su brevedad y ligereza lo acerca más a María Negroni que al moralista oscuro de Frankfurt. Pero, por otro lado, en términos tópicos allí donde Adorno buscaba con su texto ceñir las transformaciones en la subjetividad en la posguerra, la “vida dañada” sobre la que Grossi reflexiona es más modesta (de ahí proviene quizás la alusión a ese “2” de su humorada que recuerda a la comedia Hamlet 2 de Steve Coogan), pero no por ello menos importante: la vida académica y/o universitaria, sus glorias y miserias, sus posibilidades y sus límites.
De hecho desde el vamos se nos enuncia precisamente que la “Ciencia” —así con mayúsculas, modo extraño, no siempre precisado, con el cual el texto refiere a las formas institucionalizadas de acercarse a las obras de arte al margen de toda experiencia del sujeto— “genera las condiciones para que rechacemos la experiencia intensa, las subordinemos a otra cosa o ni siquiera podamos reconocerlas como tales”. Todo el ensayo (y “ensayo” aquí, aunque se escriba con minúsculas, es siempre la palabra maná para contrarrestar a la Ciencia) puede leerse por lo tanto como un diagnóstico general o como las consecuencias derivadas de ciertos modos “fríos”, “distantes” y “calculados” de lectura y escritura hoy hegemónicos. Sin embargo, lejos de contentarse con apuntar desde las alturas con el dedo esas carencias, el ensayo no deja de señalar los medios para reconectar con esa intensidad vislumbrada que está en la base de todo interés por la obra de arte. La asunción de la propia “perversión” o “malicia” estética sería así el correlato, en el nivel del sujeto, para pensar otras dimensiones, en el objeto, y amplificar así la experiencia. A partir de esa idea Grossi parece inscribirse en la novísima tradición de la anti-corrección política, sobre todo porque su hipótesis general señala con vehemencia cómo las instituciones académicas tienden a reprimir los elementos asociales de las obras de arte, exaltando por el contrario sus elementos reformistas o progresistas, lo que las hace recelar paradójicamente de toda dimensión estética. Sin embargo, el libro triunfa allí donde, por ejemplo, Ruido de una época de Ariana Harwicz fracasa: el giro ético del presente puede ser leído como el resultado de cierto buenismo e infantilismo generalizado, desconectado de toda praxis política real, no obstante ese reclamo hecho con y desde las obras de arte expresa algo verdadero que late en todo contacto con el arte: las huellas de una vida justa. En algún punto resulta sorprendente que en un libro que dice considerar, inclusive desde el título, el arte desde el “Mal” contenga un parágrafo llamado “La vida buena”. ¿Qué clase de “utopía” está pensando Grossi?
En este sentido, hay dos presencias laterales en el libro que lo apuntalan secretamente: la universidad y el marxismo. No por nada un par de citas enigmáticas, alejadas entre sí y al parecer vagamente anacrónicas podrían estar diciendo más de lo que una primera lectura pareciera indicar. Analicemos cada una. La primera es de Leo Strauss: “el reemplazo de las opiniones aceptadas no podría ser gradual si no fuera acompañado de una aceptación provisional de esas opiniones: como lo decía Al-Farafi en otro lugar, la conformidad con las opiniones de la comunidad religiosa en la cual nos educamos es un requisito necesario para el futuro filósofo”. La cita es extraña, como si con ella se estuviera criticando la ortodoxia de nuestras universidades (¿la universidad como una comunidad religiosa en la que reinan una serie de supersticiones transmitidas de generación en generación?) y la pertenencia culposa a ellas (el deseo de permanecer, a pesar de todo). Pero si tenemos en cuenta el contexto del cual proviene -La persecución y el arte de escribir, un libro que trabaja sobre las estrategias retóricas de los filósofos para proteger sus tesis polémicas de las censuras políticas- las cosas pueden aclararse metodológicamente: la destrucción de las instituciones no puede ser realizada desde fuera (léase sino el elogio ambiguo del ensayista réprobo en los parágrafos “La ficción del diletante” y “Erotismo del saber”), sino desde el interior mismo de ellas. Por eso el libro de Grossi, a pesar de su estructura pop y su estilo irónico que podría granjearle lectores foráneos, es más autorreferencial y académico que lo que este está dispuesto a admitir: solo a la comunidad académica se dirige, solo ella podrá decodificar todos los tropos universitarios (el culturalismo, el cientificismo, el impresionismo, el lector común, etc) que el libro se encarga en desmontar. Grossi es en el fondo un reformista.
Pero por otra parte es como si este no quisiera abandonar todo horizonte crítico-revolucionario. Es lo que se evidencia en nuestra segunda cita elegida: la última, espectacular, de Blanchot, que cierra el libro:
¿Pueden vivirse esas dos vidas? Se pueda o no, es preciso: una está unida al porvenir de la comunicación, cuando las relaciones entre los hombres no hagan ya de ellos, disimulada o violentamente, cosas, pero para eso no compromete, profunda, peligrosamente, en el mundo de las cosas, de las relaciones útiles, de las obras eficaces en que siempre estamos a punto de perdernos. La otra acepta, fuera del mundo, inmediatamente, la comunicación, pero a condición de que esta sea el desquiciamiento de lo inmediato, la abertura, la violencia desgarradora, el fuego que arde sin esperar (…) Ciertamente, la primera es la única que tiene relación con una “verdad” posible, es la única que va, pero a través de qué vicisitudes y de qué dolores, hacia un mundo.
La cita —sobre los dos modos de acceder a lo “verdadero”— ocupa casi todo el parágrafo, pero el comentario que la acompaña es breve, lacónico, como si Grossi no quisiera ir más allá del límite formal autoimpuesto que lo hubiera obligado a trascender la extensión de la página. Pero en otro sentido el escamoteo del comentario es justificado: que el libro termine con una referencia a un ensayo denominado “Acercamiento al comunismo” y con un llamamiento a seguir pensando en las tensiones sugeridas en él debería darnos un indicio; porque si bien el libro coquetea todo el tiempo con lo que de fascinante hay en el Mal y con el regodeo soberano en el esteticismo, sobre los últimos fragmentos parece progresivamente virar o recaer sobre un cierta responsabilidad ética, sobre cierta perspectiva afín a la Teoría Crítica (otra vez Adorno, o un cierto Adorno). Sin embargo, ese nuevo “Bien” postulado no es asociado a una serie de valores, principios o proyectos que guiarían la práctica, sino que se derivan de algo más inmediato y pulsional: la rabia que provoca el sufrimiento ajeno. No es casual en este punto que Grossi haya publicado en los últimos años dos ensayos que maridan con el libro (“Marxismo esteticista” y “Marxismo decadente, o por qué nos gusta más la belleza que la justicia social”) en los que el horizonte transformador —a pesar de todas las críticas despiadadas o frívolas que parecen conectarlo, a pesar de sus intenciones, con posiciones vagamente anti-políticas— está dando vueltas en el aire. Pero “Marxismo” lejos de designar en su caso una forma de gobierno, un corpus de textos o una serie de premisas, es —intuimos— el nombre genérico con el que se piensa algo diferente a este presente “feo e injusto” (son las palabras del libro) que nos toca vivir. El ejercicio de la crítica o el ensayo, tensionado entre el voluntarismo y el derrotismo, no sería así sino el movimiento constante que Grossi performa, desgarrado, a pesar de sus piruetas de ironista, a lo largo de todo el libro, para convocar esas dos utópicas vidas blanchotianas.
Mayo • Agosto 2025

