top of page

La máquina preservadora

Matías Moscardi

La máquina preservadora

Sobre:

Poesía por otros medios. Poetas Mateístas. Revista Vox, de Omar Chauvié, Bahía Blanca, EDIUNS, 2025

Una pista me conduce hasta Foia. Mi intención es conseguir una figurita difícil: la revista Un huevo y medio, cuyo único número se publicó en 1988, justo después de la histórica bienvenida a Juan Gelman en el teatro San Martín, quien regresaba al país tras un prolongado exilio en México –en la revista, aparece publicado el discurso que Gelman pronunció en esa ocasión–. Después de varias averiguaciones detectivescas para ver quién podía llegar a tener el material, Fabián Casas me puso en el camino: “Foia guarda todo. Escribile a él”. Llego a Villa Luro por la tarde, en Uber. Me recibe Gerardo Foia, con una faringitis fulminante que, sin embargo, no hace menguar su cordialidad. Ni bien entro a su casa, pasamos a una habitación en la que hay una biblioteca enorme y hermosa, junto a varios cuadros legendarios: uno con la portada del folleto en blanco y negro que anuncia el mítico evento de Gelman; otro, con el póster de una lectura de poesía organizada por la misma época, impreso en risografía, con unos colores verde y magenta espectaculares, que todavía flamean. Siento que estoy en un museo de la poesía argentina de los 90. Gerardo Foia se había forjado una figura colectiva para la gestión de eventos poéticos y publicaciones: el grupo Bardus, ejército de un solo hombre. Con esa insignia de superhéroe poético, impulsó recitales, viajes y revistas en el arco que va de 1988 a 1990, encendiendo la llama prometeica de otros jóvenes poetas de su generación. Después, los avatares de la vida lo llevarían a trabajar como productor del programa televisivo Reina en colores, con Reina Reech; más tarde, se desempeñaría como productor de Susana Giménez; hasta que, por último, durante el kirchnerismo, fundaría el canal de noticias IP y Fútbol para todos. Cuando salimos de la biblioteca en dirección a su estudio, justo debajo de la escalera, antes de subir, la veo: es un cuadro enorme con la revista mural Cuernopanza, publicada en la ciudad de Bahía Blanca entre 1987 y 1996 por el grupo de Poetas Mateístas, que también son leyenda. No lo puedo creer. Qué hace acá. Nunca había visto una en vivo y en directo. Casas no miente: ¡Es verdad que Foia guarda todo! Le saco una foto y se la mando a Omar Chauvié por WhatsApp.

La visita a Foia me deja pensado: los 90 fueron la última década analógica en la historia de la poesía argentina. Después, Internet, el celular y los enredos sociales cambiarían nuestra sensibilidad para siempre, de manera irrevocable. Por eso creo que es fundamental no solo poder entrar en contacto con la materialidad de la poesía del período –ver las publicaciones, tocarlas, oler el papel, escuchar los relatos orales que orbitan a su alrededor– sino también poder dar testimonio de su existencia, componer una escena crítica para la posteridad. Si no, estamos fritos.

Y de eso se encarga, precisamente y por suerte para nosotros, Omar Chauvié en un libro clave: Poesía por otros medios, publicado este año por la Editorial de la Universidad Nacional del Sur. Dos son sus objetos centrales: las intervenciones de los Poetas Mateístas y la actividad heteróclita alrededor del proyecto Vox, capitaneado por el infatigable Gustavo López, ambos con sede en Bahía Blanca. Se trata de una de las escenas protagónicas de la poesía argentina durante el menemismo y más allá. Sin tener en cuenta estos dos proyectos, el rompecabezas poético nacional no solo estaría incompleto: sería menos feliz.

En el título del libro de Omar Chauvié resuena aquel adagio que, en la década de los 60, Marshall McLuhan había articulado visionariamente: el medio es el mensaje. En ese “por otros medios” se lee, luego, la relevancia de los soportes, de su interacción material con la historia y con la cultura en cuanto al acontecimiento poético entendido ya no como una entelequia incorpórea de textos flotando en un éter difuso sino como un conjunto de prácticas de escritura situadas y captadas en su más irreductible engrudo, en el precioso barro de su inmanencia.

Panfletos de distribución gratuita como La mineta, fanzines como Trompa de Falopo o Mientras se corta el césped, revistas como Un huevo y medio, Lamás Médula, Epitafio o la 18 Whiskys, entre muchas otras que suma Omar Chauvié y ensanchan la lista: “La ramera de Rosario, Aeropoemas y Matafleto de Bahía Blanca, las revistas murales Cavernícolas de Viedma, Percanta, de Lanús, Cuernopanza de Bahía Blanca, Megafónde Palpalá, Jujuy, los versos firmados por Cachilo y las pintadas firmadas por El poeta manco, en Rosario, el grupo Imagen en Tucumán”, todas ellas propulsadas por jóvenes noventosos que, gracias a su accionar colectivo e interdependiente, bancaron la trinchera de la poesía en una época dura, convencidos de que no existe la propiedad privada en el lenguaje: la poesía es una res publica.

Como banda sonora, el relato crítico que compone Chauvié tiene dos canciones clave que habría que leer en sus intersecciones: “Demoliendo hoteles”, de Charly García, en la que quedan eternizados unos pibes que, allá en la esquina, pegan carteles; y “Superficies de placer”, de Virus, cuyo nombre habla por sí mismo. En suma, el grafiti, la pintada, el panfleto, pegar carteles, no solo son prácticas que demandan poner el cuerpo sino que además implican la transferencia de una carga pulsional enorme a todos estos soportes alternativos de inscripción y circulación, que luego quedan investidos políticamente por la condición de la poesía en su versión deseante. Los proyectos en los que enfoca Chauvié nunca son una sola cosa: cada uno conlleva –además de poemas– acciones, libros, espacios culturales, performance, redes, siempre en el cruce más o menos constante entre poesía y plástica, poesía y acción pública.

De ahí la necesidad, para una historia de la literatura argentina reciente que cada vez es menos reciente y más lejana, de un libro como el de Omar Chauvié. Fundamentalmente porque no se trata, a pesar de su innegable anclaje académico y universitario, de un libro en el que un grado alto de especificidad temática termina por bajarle la persiana a los lectores no especializados. Todo lo contrario: Chauvié reconstruye el relato de época –en este sentido hay algo novelesco– a la vez que analiza de manera pormenorizada esos objetos, sin perder jamás de vista cierta dimensión narrativa de la cosa. Corta la bocha: es un libro entretenido que podría leer –y haría bien– cualquier lector interesado en la poesía argentina.

Si creen que exagero, escuchen cómo arranca:


En el medio de la noche de diciembre, la Plaza del Sol recibe una nube de avioncitos de papel que traen colores y los poemas mateístas en su fuselaje. Esos planeadores abren un instante de la feria cultural en el centro de una ciudad de provincia. Los ojos buscan en dirección al cielo oscuro y al chocarse las columnas de hormigón del edificio a medio construir, la ciudad se percibe diferente. Los chicos corren a juntar los aeropoemas, se los alcanzan a los más grandes que los leen en voz alta. El espacio público hace de caja de resonancia, conecta versos y nuevos lectores en momentos tensos.

Por su instrumental imaginario, por el hilvanado intermitente de metáforas y metonimias, incluso por el equilibrio entre ternura y objetividad, la escritura de Chauvié está decididamente atravesada por la traducción de la poesía al lenguaje de la crítica.

Curioso: en los últimos veinte años, desde el 2001 hasta el día de hoy, sucede que varios y varias poetas han publicado libros de ensayos sobre poesía. Martín Prieto, Rodolfo Edwards, Alicia Genovese, Tamara Kamenszain, Ana Porrúa, Edgardo Dobry, María Negroni, Anahí Mallol. En todos estos casos –y en tantos otros que seguro me estoy olvidando– habría que revisar, cada vez, la relación entre crítica y poesía que se efectiviza en la prosa ensayística. El libro de Omar Chauvié, elaborado como una tesis doctoral, no subordina el texto a las marcas propias de la escritura académica: Chauvié es poeta y su modo de leer la poesía –de habitarla, transitarla, comprenderla, compartirla y transmitirla– tiene una enorme carga vital y experiencial que se deja entrever en su escritura crítica. Ana Porrúa sitúa esta perspectiva, de manera hiperprecisa, en el prólogo del libro: “Su posición no es «frente a», como observador de la acción artística sino «en medio de» la misma. Si en principio fue un espectador de las acciones de sus contemporáneos en relación con la poesía y la ciudad, luego fue uno de los hacedores de estos modos de visibilidad y circulación de lo poético y décadas después armó el punto de vista del investigador”.

Algo que también hay que decir es que Chauvié logra casi una hazaña en cuanto al género: se permite articular el humor en un discurso típicamente considerado “serio”. Su objeto lo amerita: las acciones de los Mateístas son ocurrentes, graciosas, cargadas de comedia, ya desde los nombres que eligen, tales como “Fuerza Aeropoética Mateísta” o “Mate art”. La elección del nombre “Poetas Mateístas” –porque toman mate– ya tiene, de por sí, la estructura de un chiste. La revista y la editorial Vox, con todo su fino trabajo con el kitsch y el concretismo, vuelca en la edición de sus libros la felicidad y la perspicacia propia de la comedia. Creo que es la primera vez que me pasa: ¡me reí leyendo crítica literaria!

El libro incluye, al final, una galería impresionante de archivos visuales en las que el lector accede —de manera coherente al abordaje metodológico que pondera la materialidad de los fenómenos— a todas esas publicaciones y fotos que testimonian la existencia de aquellas pintadas, panfletos y revistas.

En un cuento de Philip Dick llamado “La máquina preservadora” un científico de nombre Laberinto, ante el miedo —tan irracional como justificado— de que la guerra destruya hasta el último vestigio de la música humana, inventa un aparato que transforma las partituras de Bach, Wagner, Beethoven y Schubert en bichitos bizarros. Como suele suceder en la Ciencia Ficción, la cosa termina mal. Cuando invierten la polaridad del proceso y vuelven a meter a los monstruitos en la máquina, la música que brota es, en cambio, una cacofonía inaudible, como esos largos tramos de ruido en los primeros discos de Sonic Youth.

Sin embargo, la pregunta latente en el cuento de Philip Dick es un acople que queda resonando, como una picadura molesta: ¿qué va a pasar con todo esto? ¿Dónde se alojará aquella materialidad que no responda cómodamente a los procesos de digitalización? ¿Se perderá para siempre? ¿Y los relatos? ¿Quiénes los guardarán? ¿Quiénes los leerán? ¿Quién podrán pensarlos? Como sea, para aquellos que deseen saber qué pasó con la poesía –sobre todo en la ciudad de Bahía Blanca, aunque el foco territorial podría extenderse, desde ahí, a gran parte del país– entre los años 1988 y 2001, antes de que Internet nos borrara la memoria saturándonos de recuerdos, bueno: acá tienen este libro.

Septiembre • Noviembre 2025

bottom of page