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La excepción

Matías Moscardi

La excepción

Sobre:

Sobre el renglón de la Pampa. 7 poetas bonaerenses, de Juan Fernando García (selección y prólogo), Buenos Aires: Ediciones Bonaerenses, 2025


Y que durar sea

mejor que arder, mejor que arder.

Gustavo Cerati

 

En el cine de un pueblito siciliano, el padre Adelfio, sacerdote local, tiene prohibido mostrar las escenas de besos de las películas, porque se consideran pornográficas. Alfredo, el proyectorista, se ve obligado a recortar los fotogramas en los que dos pares de labios se unen en un abrir y cerrar de ojos. Esto produce saltos abruptos en el montaje, que a su vez generan el descontento y el consecuente abucheo del público, indignado porque le arrebatan la mejor parte de la película. Esta es la escena primitiva de la película Cinema Paradiso (1988). Al final, presenciamos la revancha de los besos. Totó, cuya infancia transcurrió en el cine, regresa al pueblo para asistir al funeral de su viejo amigo Alfredo. Ahí, se encuentra con un regalo inesperado. Alfredo guardó para él una cinta de celuloide en la que unió todos los besos censurados por el cura. Totó proyecta la película en su sala personal. Está solo, con la boca abierta, entre butacas carmesí. No puede creer lo que ve: dos minutos de besos que se suceden, unos detrás de otros, con el vértigo de una balada punk en blanco y negro.

Para mí, las antologías de poesía son como esos besos de Cinema Paradiso: la fuerza de un poeta solitario se potencia cuando sus poemas se colectivizan, cuando se reúnen con otros muy distintos, cuando se juntan y empiezan a convivir con vecinos inesperados. Cualquier antología de poesía comparte esta misión del recorte profano y el cambio de contexto: la de presentar las cosas mezcladas, a lo bestia, para que cobren más fuerza. Sucede con antologías ya clásicas de la última poesía argentina: Poesía en la fisura (1995), de Daniel Freidemberg, Monstruos (2000), de Arturo Carrera, o la 30.30 (2012) de Daiana Henderson, Francisco Bitar y Gervasio Monchietti. Ahora voy a contarles algo acerca de una nueva, que salió este año, llamada Sobre el renglón de la Pampa. 7 poetas bonaerenses.

En tiempos oscuros, el proyecto de Ediciones Bonaerenses representa algo así como una trinchera de resistencia poética: distribuye sus libros gratuitamente en las bibliotecas populares y públicas de toda la provincia y también los tiene disponibles para su descarga abierta en formato PDF. En 2022, publicaron la antología Pasajeras esas nubes. 7 poetas bonaerenses. (2022), con selección y prólogo de Roberta Iannamico, que reúne poemas de escritoras radicadas en el sur de la provincia: Lorena Curruhinca, Laura Forchetti, Natalia Molina, Eva Murari, Agostina Paradiso, Carolina Rack y Alejandra Saguí. “Todas son muy activas en el mundo de la poesía”, dice Iannamico en el prólogo: “la militan, la enseñan, la llevan a las escuelas, la leen y la escuchan en lecturas públicas, la publican en sus propias editoriales, organizan festivales en sus pueblos, en sus ciudades. Aunque con distintas edades, estas 7 poetas transitan una historia en común: la del feminismo y la sororidad, la de ser chicas que escriben poemas, intercambian visiones, lecturas y se hacen amigas”.

En 2025, la editorial continúa el camino iniciado con Pasajeras esas nubes –la idea de trazar una cartografía poética actual de la región– en una nueva entrega que apunta, esta vez, al noroeste del territorio bonaerense: Sobre el renglón de la Pampa. 7 poetas bonaerenses, con selección  y prólogo de Juan Fernando García, incluye poemas de Diego Batalla (Pergamino, 1977), Juliana Chacón (Chacabuco, 1977), Leandro Gabilondo (Arrecifes,1985), Inés Legarreta (Chivilcoy, 1955), Juli Miranda (Junín, 1981), Sergio Rigazio (Junín, 1957) y Luciano Toledo (Junín, 1985).

Mientras leía, pensaba en la dificultad que implica hablar de poetas tan distintos y a la vez en el efecto de enunciación colectiva de toda antología: lo heterogéneo de los estilos poéticos no se opone a lo común que esos textos, trabajando juntos en bloque, hilvanan como conjunto. Por eso, pensé en una reseña que fuera una antología de la antología: mostrar un poema de cada uno y pensar cómo se articula en el cuadro total del libro.

De Diego Batalla tomo este:

 

intuición de la primavera

 

no sé por qué no la ves, si está ahí

te mira, nos mira, late detrás

de este frío, desde lo que no se da

todavía, es una pura potencia

si no la ves, tratá de mirar con la memoria

de la piel, con ese aroma

que ahora trae el viento por error

si nunca dejó de volver

si a veces nos pone pensamientos

en la cabeza, para ayudarnos

a seguir, si hasta todo

el aire, la tierra, todo

está al tanto de su retorno

si ahora mismo está mandando, la viste

esa pequeña flor prematura

de temblores para anunciarse

 

Pienso en la función del paisaje, del territorio, como una primera nota ya presente en el título de la antología, la idea de que la Pampa funciona como soporte de escritura, concretamente como renglón: algo que da cause, una línea guía para la letra. Diego Batalla escribe que el paisaje “nos pone pensamientos/ en la cabeza”. Es eso: en todo el libro, como una constante, nos vamos a encontrar con un paisaje que piensa, que hace pensar, que mueve a escribir. Así como también hay un “mirar con la memoria/ de la piel” que vuelve palpable los efectos de ese paisaje sobre las cosas, sobre el cuerpo y sobre el lenguaje. En Juliana Chacón, por ejemplo, lo visible y lo comestible se funden en la sonoridad de las palabras:

 

La pampa en el río

 

Viene creciendo el Paraná

hasta empotrarse en la pampa

Trae el perfume de sus islas

el canto alegre de los gurises

barro denso

que nos encalla

En la costa del delta

bogas asadas

mate amargo

cuchillos

barcazas lanchas pontones

tortafritas vino pan casero

Empuja mansamente las palabras

las erres

suaves que acunaron

al Negro, a Rosita, a Doña Cata

En su cielo orillan las casas

sobre palos altos

Nosotros lo cruzaremos

con brazadas

hasta alcanzar las costas

como barquitos de papel

mecidos en la corriente

Así para siempre

en nuestra llanura

volvemos a nacer

 

El paisaje, en definitiva, ¿no es aquello que “empuja mansamente las palabras/ las erres”? Esto también atraviesa pulsionalmente la antología: no habría una relación representativa entre lenguaje y territorio. Es al revés: el territorio se mete a los empujones en cada poema, lo real afecta la lengua, en el sentido táctil del término “afecto”, como lo define Spinoza: un “tocar y ser tocado”. Las palabras, entonces, tocan las cosas y las cosas tocan las palabras. Algo de eso hay. En uno de los poemas de Leandro Gabilondo, tenemos el diccionario de la abuela:

 

Mi abuela Pichona

a una canción le dice: pieza,

a un lugar: sitio,

al jugo Tang: Tanyi,

al dolor de sus rodillas: infierno,

a una banda: orquesta,

a la Seven Up: la del 7,

al árbitro: malparido,

a los rivales: mugrientos,

a Crónica: la televisión,

a Macri: inmundicia,

a mi papá: el Alfredito,

al perro del vecino: juira,

al club de mi barrio: el club,

al ídolo del club de mi barrio: el Pitu,

a la ropa linda: una preciosura,

a un tipo que detesta: zángano,

a los chetos: estirados,

al Chaqueño Palavecino: el Chaqueño,

a cenar o almorzar: comer,

a un detalle que la pone contenta: nunca vi nada igual,

pero al amor,

al amor no lo nombra,

mi abuela Pichona lo ejerce

como si fuese un mandato,

un acontecimiento impostergable,

su propia constitución.

 

Es interesante también notar cómo opera el lenguaje del pasado en la antología, con sus continuidades, sus similitudes y sus diferencias en relación a las generaciones anteriores. En este sentido, este texto de Leandro Gabilondo podría funcionar como poética: el amor no se nombra, se ejerce. Creo que también desde acá podría leerse la antología: en lo que cada poeta ejerce sin nombrar. Juli Miranda escribe, por ejemplo, sobre la memoria:

 

Lo bueno de la memoria

es que con el tiempo

una regresa a los buenos recuerdos.

 

Y se maravilla

de haber estado allí,

tan cerca,

ambas.

Tan cerca, que me estiro

para abrazarte,

fracasando cada vez,

no llego.

 

Lo malo de la memoria

es que con el tiempo

una regresa a los buenos recuerdos.

 

Las y los poetas de la antología comparten una ética: el verso como instrumento para dialectizar lo bueno y lo malo –junto con cualquier otra oposición binaria–. Lo que es bueno puede ser malo y lo que es malo puede ser bueno. En todo caso, el poema –la poesía– siempre sirve como dispositivo de testeo ético para nombrar las cosas y pensar los efectos de esos modos de nombrar. Acá hay un anudamiento entre ética, poética y política.  

Sergio Rigazio escribe que “la realidad pasa/ las metáforas quedan”. Cuando escucho a alguien decir, por ejemplo, “casa chalet” –en Mar del Plata sucede bastante a menudo– me acuerdo automáticamente del poema de Mariano Blatt –“invierno casa chalet/ verano casa chalet”– y lo repito en voz alta con el tono de Blatt. No puedo evitarlo. Los poemas que aparecen en esta antología tienen esa pregnancia sonora que surge de su espontaneidad y de su apuesta a una ética atenta y sensible a los modos de nombrar lo real. Escribe Rigazio:

 

no esperar más

caminar sabiendo

 

que se va hacia adelante

como por ir

no más

 

O este otro:

 

El zen de las liebres

 

asomar las orejas aquí y allá

como por arte de magia

un preciso estudio del viento

pisar lo justo

pensar lo necesario y nada más

el arte de huir

algo pasando

sin dejar de ser nunca

un gambeteo sublime

derecho

y

feliz

a

la

muerte

 

En el prólogo, Juan Fernando García resume el criterio de selección con una cita de Diana Bellesi: “Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha”. “El zen de las liebres” es eso: como el general Quiroga, que va en coche al muere, pero sin la épica nacional. Es lo inútil, lo inevitable, lo molecular o lo minoritario lo que insiste de manera transversal en los poemas de la antología. En la misma dirección, Inés Legarreta se hace la eterna pregunta por el sentido de escribir, algo que también resuena en el resto del libro:

 

no sé por qué escribo poesía

¿Será porque es más corta

más rápida

más persistente? ¿O todo lo contrario?

¿Porque sale y vuela y no anida

como la tristeza? ¿O porque no hay hombre o mujer sin verso

como no hay sapo sin agua?

¿Será porque aun tanteando el descascarado cielo

se presenta?

¿Será porque no corrige el balbuceo

no desdeña el desecho

no deja de caer en picada

tan alta como sea?

Estrellada.

¡Ah! La pobrecita...

no sé por qué escribo poesía.

 

Fabián Casas suele insistir en esta idea de la poesía como un estado de pregunta. Otro ejercicio, siempre productivo, es el de recortar –como los besos– las preguntas que aparecen en una antología (o en cualquier libro). En el poema de Lagarreta, ninguna alcanza: la pregunta –que es también un intento de respuesta– es un puro girar en falso sobre ese desconocimiento irónico, sobre esa pulsión inercial que lleva a dar “enter” para hacer aparecer los versos, como por arte de magia, sobre la página del Word.  Luciano Toledo articula un interrogante en la misma dirección: “¿Para quién escribís?” Y responde: “para mis amigos que no me leen”. Remata:

 

y también para mi vieja

que un día me dijo

que escribir era un capricho

y ya se me iba a pasar.

 

La ironía de aquel famoso meme del “hijo poeta”, como el reboot de un viejo malditismo atemperado, vuelve cada tanto entre los versos del libro: la poesía es una necesaria apuesta a la nada. Miren, si no, este poema de Toledo:

 

La lluvia cae sobre la pelopincho

 

el agua

que golpea

el agua

sustancias compuestas

por átomos iguales

lo que bien se conoce

o aburre o enamora.

 

O este otro:

 

Enseñanza cannábica

 

anoche mientras dormía

me robaron dos plantas

hoy desperté

sin poder entender

esa sutil diferencia

entre lo ausente

y lo que nunca existió

 

Entre el aburrimiento y el amor no hay casi distancia: el conocimiento al que accede el poema conlleva siempre el riesgo de la pasión o de la indiferencia, pero también la perplejidad de las mínimas distinciones –la ausencia o la inexistencia–. Por eso, Toledo insiste en que “la poesía/ debería ser/ un servicio público”. En otro poema, la poesía mueve abuelos como montañas:

 

Arte poética

 

El abuelo de Mauro lee mi poesía

mi amigo me cuenta que

en uno de sus tantos sueños

salía a la calle con su abuelo

y que iban a verme leer

“boludo, mi abuelo no sale nunca”, me dice.

 

Como el abuelo que, contra todos los pronósticos, atraviesa el umbral de su casa –ahí empiezan los problemas de la existencia según Pascal– para escuchar al amigo de su nieto leer en vivo, los poemas reunidos en esta antología generan un efecto parecido: al leerlos, nos parece que la excepción de la poesía, todavía, puede ser posible. Aunque sea en sueños.   

Mayo • Agosto 2025

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