Sobre:
La juventud de la crítica. Leer, escribir, intervenir, de Judith Podlubne, Rosario - Santiago de Chile, Nube Negra y Bulk Editores, 2025
Podría trazarse una línea entre La juventud de la crítica, el libro de Judith Podlubne recientemente editado por Bulk editores y Nube Negra, y otros libros u otros críticos que en la Argentina se han ocupado de algunas acciones de la juventud; por lo que propongo recuperar particularmente la noción de juvenilismo. Juvenilismo: ese concepto específico que señala que ser joven es la condición (quizás también el atributo) central que marca las acciones llevadas adelante por agentes que hacen del impulso vital de ese período del ser humano un movimiento, no solo como fuerza kinésica, sino también como agitación colectiva.
Para el caso argentino, me resulta inevitable, por lo tanto, aludir al 37. Y quiero que pensemos más en el gabinete de lectura que en 1837 congregó a un interesante grupo de jóvenes, que en el término «generación» que pudo hermanarlos, porque —como se puede ver en los abordajes de la propia Judith Podlubne—, los integrantes de una «juventud» no necesariamente son coetáneos absolutos; o sea: la paridad etaria rigurosa no es lo que necesariamente determina esos movimientos. En cierta forma, la de juventud es una categoría fluctuante, que admite algunos desajustes de fecha, aunque —eso sí— es implacable con las desarticulaciones de espíritu. Y desde ahí, podríamos detectar puntos de emergencia de esa fuerza grupal disruptiva para escandir, desde 1837 para acá, momentos de juvenilismo estético o político —en rigor, estético y político— para sumar (y en una lista no exhaustiva) el arielismo rioplatense del 900, las vanguardias de los 20 y los 60 o las luchas armadas de los 70. Los han estudiado y enseñado central o tangencialmente y con suma lucidez Félix Weinberg, Oscar Terán, Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y varios de los críticos escritores cuyas producciones son objeto de análisis en el libro de Podlubne: Beatriz Sarlo, Nicolás Rosa, David Viñas, María Teresa Gramuglio, Adolfo Prieto, Noé Jitrik.
Señalo el 37 como un posible inicio para esa línea de juvenilismos, consciente de que toda determinación de un comienzo es siempre una operación crítica, ideológica. En una clase abierta sobre literatura argentina del siglo XIX que dio Beatriz Sarlo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en 2017, ya como invitada (porque se había retirado de la docencia), dijo lo siguiente: «Creo que una literatura empieza cuando un texto (o unos textos) deja (o dejan) rastros en los que vienen después de ellos. Y yo creo que eso ocurre por primera vez en la literatura argentina con el 37». Habría ahí un determinación a posteriori. Con esa especie de ojeada retrospectiva, Sarlo confirmaba lo que ese movimiento de choque había pretendido. Porque, como sabemos, todo movimiento de choque (juvenilista o no), carga con una propuesta de autoafirmación que se proyecta como el impulso activador de la novedad, del cambio, incluso de la salvación. Recordemos que, en la primera lectura que Esteban Echeverría —cabeza intelectual de los muchachos reformistas— dio en el salón, afirmó: «Nuestros padres hicieron lo que pudieron, nosotros haremos lo que nos toca».[1] Junto con una noción de literatura con derecho prepotente a llamarse nacional, en ese contexto surgió también una forma de ejercicio sistemático de la crítica.
En una nota al pie al Fragmento preliminar al estudio del derecho, texto que se edita justamente en 1837 (para la fecha de la inauguración del salón literario ya había sido entregado a la imprenta), Juan Bautista Alberdi plantea: «Algunas personas creen que este estudio [se refiere a su libro, filosófico] no es para la juventud, que es menester conocer primero, y comprender después».[2] Lo dice con el fin de desarticular la relación lógico-consecutiva que pudiera tener ese aserto, para plantear que, aun cuando puedan ser sucesivas esas operaciones («conocer primero, y comprender después»), no necesariamente deben distribuirse entre la juventud y la vejez. Y se exalta para celebrar un hecho que le parece irrebatible:
Todas las conquistas del espíritu humano han tenido órganos jóvenes. Principiando por el grande de los grandes, por el que ha ejecutado la más grande revolución que se haya operado jamás en la humanidad, Jesucristo. [...] Alejandro, Napoleón, Bolívar, Leibniz, Montesquieu, Descartes, Pascal, Mozart todavía no habían tenido canas cuando ya eran lo que son. La vejez es demasiado circunspecta para lanzarse en aventuras. Esto de cambiar la faz del mundo y de las cosas, tiene algo de la petulancia juvenil, y sienta mal a la vejez que gusta de que ni las pajas se agiten en torno de ella. […] Bastaba que Dios hubiese hablado a los hombres por una boca joven, para que la voz de la juventud fuese imponente (p. 116).
Es que algunos «viejos» (y algún coetáneo también) los trataron de soberbios, que pretendían enseñar antes de ponerse a aprender. Por eso a la prevención inicial Alberdi suma más argumentos:
Que no se diga que lo ignoramos todo, porque no lo sabemos todo. Nosotros no somos abogados, no somos jueces, no somos maestros, no somos nada todavía: no estamos, pues, obligados a saberlo todo. Somos aún escueleros. La ignorancia nos pertenece. Escribimos para aprender, no para enseñar, porque escribir es muchas veces estudiar. Nada más lejos de nuestras miras que toda pretensión magistral. No podemos enseñar lo que nosotros mismos vamos a aprender (p. 158).
Pero La juventud de la crítica no busca ahí su objeto. «Durante años fantaseé con la idea de escribir una biografía colectiva de la juventud de la crítica literaria argentina», confiesa Judith Podlubne.[3] Y aunque lo formula en pasado, es claro que no abandona la idea; la socializa y la reconstruye: es probable que esa «biografía colectiva de la juventud de la crítica literaria argentina» deba ser una acción colectiva, es probable que algunos capítulos ya se hayan escrito, sugiere. Por eso aclara que, cuando eleva a título la cláusula La juventud de la crítica, se refiere «a la juventud de los críticos que fueron mis mayores. Para quienes cursamos los estudios universitarios en la segunda mitad de la década del ochenta, los años venturosos de la posdictadura, y nos iniciamos en la actividad crítica en los noventa, Gramuglio, Rosa, Ludmer, Sarlo, pero también Pezzoni, Molloy, Jorge Panesi, integran ese elenco mayor» (p. 12).
Yo soy coetánea de ese colectivo de los jóvenes estudiantes de la década del ochenta que se inició en la actividad docente y crítica en los noventa. Yo soy esos menores que fueron alumnos de esos mayores en cuya juventud Judith marca el corte de su objeto crítico. Yo fui —soy, claro— coetánea de Judith y de los coetáneos de Judith Podlubne. Y esa condición me hermana no solo a mis pares de Buenos Aires, donde estudié (David Oubiña, Sylvia Saítta, Florencia Garramuño, Roberto Amigo, Ana Longoni, Álvaro Fernández Bravo, Martín Kohan, Pablo Alabarces, Raúl Illescas, Pablo Ansolabehere, Annick Louis, para nombrar aleatoriamente a algunos), sino también a mis pares santafesinos: Adriana Astutti, Alberto Giordano, Martín Prieto, Sandra Contreras, Sergio Delgado, Analía Gerbaudo, Judith Podlubne, con quienes interactuamos. Fuimos jóvenes al mismo tiempo. Pero, lo más importante, fuimos estudiantes formados por quienes habían sido aquella juventud de la crítica de la que se ocupa Judith en su libro, cuando se convirtieron en maestros. Fuimos los jóvenes estudiantes de estos que habían sido jóvenes antes que nosotros, y que moldearon nuestra juventud preparando los modos en que eventualmente podíamos madurar.
Pero Judith también aclara que lo que le importa no es estudiarlos en ese momento de la vida en que han sido jóvenes («aunque también» —no lo niega—); pero que, ante todo, lo que busca es estudiar la emergencia de «sus estilos críticos», que coincide con ese momento en que han sido jóvenes. Lo que quiere es «conocer cómo se gestaron esas escrituras, en qué circunstancias, sujetas a qué valores, creencias y humores, confrontando con quiénes y sobre cuáles asuntos» (p. 13). Así, seguirá las pistas de los jóvenes de Contorno y su relación con Sur. Observará a los jóvenes de la revista Los libros, que irán creciendo durante los treinta años de publicación de la revista Punto de Vista. Indagará la reconstrucción de linajes que Gramuglio hace a partir de estudiar de modo inaugural y sistemático la época inicial de Sur. Rastreará en Setecientosmonos cómo va llegando Nicolás Rosa de Sartre a Barthes; y, con Barthes, cómo va convirtiéndose en Nicolás Rosa. Y cómo los todavía jóvenes de Punto de Vista llegan a Raymond Williams. Y digo «todavía jóvenes» con el mismo talante con que algunos de esos jóvenes han hablado, ya como críticos literarios, del «romanticismo tardío» (pienso en Sarlo), porque en la Argentina el romanticismo y la juventud de los escritores puede ser una categoría de muy larga duración. Lo que nos confirma, de todos modos, que con juventud lo que Judith recorta son esos momentos iniciales, de formación, de acceso, de descubrimiento, de emergencia, de lanzamiento, de ensayo, de tentativas. (El punto nodal, en ese sentido, en el libro de Podlubne, se instala en Barthes: el impacto producido por Barthes, el descubrimiento de Barthes, el acceso a Barthes —y las disidencias que se producen en torno al modo de asumirse en Barthes—).
Los desfases se dan también —no sin fricciones— entre quienes tienen más o menos la misma edad, como se ve en el abordaje que hace Podlubne de la relación entre Oscar Masotta y Eliseo Verón, o entre Nicolás Rosa y Oscar Masotta. Al rememorar su relación con Masotta, Nicolás Rosa recupera una conversación a la salida de una reunión en casa de Piglia; y Judith cita lo que Masotta dijo: «‘Nicolás, cuando se traduzcan los textos franceses (que leíamos en francés para estar a la moda) nos van a llamar traductores’. Me sentí molesto, pero con el pasar del tiempo la herida narcisista se fue curando cuando leí a Echeverría y a Sarmiento, también ellos verdaderos ‘traductores’ de la cultura francesa» (p. 173). Y es fundamental que nos detengamos, ante todo, en lo que Judith Podlubne deriva de la escena:
En boca de Masotta, el comentario asumía un carácter providencial. Quien empezaba a ser reconocido como el iniciador del psicoanálisis en nuestro país [Masotta] le confería a quien no tenía trayectoria consolidada [Rosa] el mérito compartido de ser, él también, un traductor de las nuevas tendencias teóricas. Rosa aceptaba la distinción con una incomodidad oportuna, necesaria para insistir en la simetría con Masotta, doblando las imágenes de ambos en una analogía pretenciosa. La analogía investía una escena de un denuedo romántico, fundacional, que aunque exagerado, no debió ser del todo ajeno al efecto que tendría para muchos la llegada de la teoría literaria a nuestro país (p. 173).
También aborda Judith en su libro la relación de los más nuevos de Sur con los mayores, ya consagrados o más consagrados, indagando cómo leyeron esos jóvenes a Silvina Ocampo. Y esto es interesante (y vuelvo a la idea de que la juventud no es necesariamente una edad sino una condición), porque Pezzoni, «el más antiguo de los jóvenes» de Sur, como lo caracteriza Judith (p. 69), a Sylvia Molloy —por ejemplo— le lleva doce años. Esta parte del libro refuerza lo que Podlubne plantea en el prólogo a partir de Agamben: lo que ella indaga es el nacimiento intelectual de estos jóvenes. Y, en muchos de los casos que ella analiza, lo que los marca es la disidencia, cifra que Judith obtiene de una especie de divisa que le enuncia Sylvia Molloy en una conversación: «En esos años Sur era un lugar en el que se podía disentir, incluso con Sur» (p. 70). Especie de divisa que acaso Molloy misma haya inventado, sospecha sin disgusto Judith: «No sé, no importa, cuánto Molloy inventó aquella tarde», agrega, bien plantada, Podlubne (p. 70). Yo, coetánea de Judith y discípula de Molloy, me siento totalmente identificada. Identificada con esa actitud entre displicente y desafiante que Judith manifiesta en esa frase, porque pienso lo mismo sobre eso que Molloy le ha dicho a ella en esa larga tarde de conversación. Porque siempre pensé lo mismo —por caso— de ese texto maravilloso que Molloy escribió sobe Borges para el centenario del nacimiento: «Traducir a Borges», en el que recupera dos o tres anécdotas desopilantes en donde instala la cifra del sistema del escritor. Quizás lo recuerden: en el primer párrafo, Molloy cita especialmente una serie de «palabras de veras inglesas» que a Borges le gustaban y que —oh casualidad (y amo esa manipulación de la casualidad en Molloy)— a ella le parece que caracterizarían atinadamente su estilo:
La última vez que vi a Borges le dije que había traducido «La encrucijada de Berkeley» con el título de «Berkeley's Quandary». Le gustó. Le gustó mucho. Me dijo, con su natural gentileza, que sonaba mejor en inglés que en español. También me dijo lo mucho que le gustaban ciertas palabras inglesas (palabras de veras inglesas, decía, no derivadas del latín), palabras que empezaban con qu: quill, queasy, quake, qualm, quagmire (esta en especial le gustaba). Mientras escuchaba cómo las decía, más bien entonaba, como quien declama, tuve la impresión de que todas —pluma, desasosegado, temblor, duda, atolladero— de algún modo aludían a su obra.[4]
Ante este párrafo que me subyuga, puedo decir lo mismo que Judith Podlubne: «No sé, no importa, cuánto Molloy inventó aquella tarde». Lo que nos mueve es lo que revela y lo que provoca.
Con ese tupé, Judith Podlubne se arroja también sobre las urdimbres ficcionales de la crítica, con la misma decisión con que se lanza también en persecución de un ritmo. En el abordaje de los inicios del ejercicio crítico de Nicolás Rosa, que no debe disociarse de la revista Setecientosmonos y viceversa, Judith no pude dejar de notar un ritmo, y lo persigue: «Setecientosmonos se compone en adelante al ritmo acelerado de la actualización teórica de Rosa» (p. 124, el subrayado es mío); para mencionar poco más adelante la «premura y la avidez con que procesa ese tránsito» (p. 129, de nuevo subrayo yo). En la página de AHIRA (el Archivo Histórico de Revistas Argentinas), Judith Podlubne refrenda su percepción, y vuelvo a subrayar: «Setecientosmonos registra la vertiginosa formación teórico-crítica de Rosa en esos años». Y en el libro ofrece una sentencia clave de Nicolás Rosa: «Escribimos una revista porque todavía no podemos escribir un libro, porque todavía no podemos armarlo» (p. 129). Por eso, aunque importante e interesantísima, no se trata solo de una cuestión de premura, de una aceleración ciertamente reveladora. Es más que eso: porque, por esa aceleración, La juventud de la crítica nos conduce hacia otra de las cuestiones nodales de su propuesta: allí donde Podlubne ve «una verdad autobiográfica individual» de Rosa (p. 129), hace ver también que Nicolás Rosa —en una escena muy sarmientina, pienso yo— no puede hacer lo que todavía no puede hacer, pero que tampoco puede dejar de hacer algo porque no puede esperar a que se pueda hacer lo que todavía no es factible o lo que todavía él no puede. Así, una revista puede ser —entre otras cosas— el libro antes del libro, como de algún modo entrevé Beatriz Sarlo en los artículos que María Teresa Gramuglio lleva publicados en Punto de Vista cuando en 1987 le sugiere que lo componga. Judith menciona que Gramuglio «atiende la sugerencia sin llegar a concretarla», por motivos que pudieron ir variando; pero —barrunta Judith— ┌lo cierto es que, antes de la segunda mitad de los ochenta, una compilación de estas características habría resultado apresurada y en el 87, cuando Sarlo la vislumbró oportuna, Gramuglio ya la concebía como un libro imposible» (así lo dice Podlubne en «La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual», el prólogo que escribe para Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura argentina, de María Teresa Gramuglio, que sale en 2013 por el sello de la municipalidad de Rosario (p. 7); es el libro publicado de Gramuglio que, paradójicamente, Gramuglio «nunca había escrito»).
Me detengo en este texto de Judith Podlubne sobre Gramuglio porque está antes que su libro (del de Judith, digo), y porque justamente quedará fuera de su libro aun cuando sostiene su libro. «La lectora moderna» acaso sea, no solo el «centro inestable» del vínculo con su tesis de doctorado —Escritores de Sur. Los inicios literarios de José Bianco y Silvina Ocampo, editado por Viterbo en 2011 (p. 9)—, sino también, incluso, la condición de posibilidad de La juventud de la crítica. Propongo que «La lectora moderna» es el libro antes del libro: el libro por fuera del libro que hace, de todos modos, al libro. Y quizás sea también la contraprueba que revela que es posible un libro que también Judith Podlubne pudo haber considerado imposible. Son los libros que, aparentemente, todavía no se escriben o que no pueden escribirse, o que ya se están escribiendo sin que se lo advierta del todo. El libro que, más que un plan o un punto de partida, es —ante todo— un punto de llegada.
Son los libros que son y los que puedan venir; y entonces, veo —como pitonisa de lo evidente—, que en el futuro de Judith Podlubne hay un texto —un libro deseable por ella y por nosotros— sobre «los catorce números de Sur que Pezzoni tuvo a su cargo, como secretario de redacción, entre 1969 y 1973» (p. 11), enunciación que quiero leer como un compromiso.
Y, puesta a vidente, también veo —en un futuro quizás no demasiado distante— que la «práctica de la narración» que en este libro Judith Podlubne ha incorporado (ese es el término que usa) «a los procedimientos conocidos» de su ejercicio crítico (p. 15), es una ¿pulsión? narrativa que quizás ya esté afilándose como instrumento de otra modalidad de la escritura. ¿Se acuerdan de esas escenas sarmientinas maravillosas de Nicolás Rosa en El arte del olvido, escritas a modo de didascalia teatral? Sarmiento, en Yungay, en invierno, le enseña a leer a Dominguito, entre el fuego, la ceniza y el carbón, sin que entre a escena la madre.[5] Esa fascinante didascalia de Nicolás Rosa propone la dramaturgia como una forma de la crítica, lo que nos devuelve a la idea —que para mí es una convicción— de que la crítica es también una forma fundamentada de la ficción. Y entre todo lo que creo y veo, creo y veo también que en la escritura crítica de Judith Podlubne viene despuntando una pulsión narrativa que tal vez esté derramando hacia otros campos.
No me llama la atención: en el principio de la ficción de Sylvia Molloy está la escritura crítica. O, como en el episodio de la maestra de La máquina cultural —el libro de Beatriz Sarlo—, crece una pulsión por encarnar en primera persona lo que habitualmente ha tratado en tercera, y conserva la tercera persona en las notas al pie (una manera digamos más usual en las formas de la crítica: la de pensar el objeto como otro). Pero, en este caso, Sarlo toma la decisión de examinar una cuestión haciendo que se enuncie como una voz en primera persona, pero no para contar una historia de vida, no para hacer etnografía. «Se me ocurrió tomar la voz y la perspectiva de la maestra para ver si se entendía algo más que una equivocación insensata y desbordante de ideología» (el subrayado es mío), dice Sarlo sobre el acto de esa maestra que mandó llamar al peluquero del barrio para que rapara la cabeza de los niños.[6] Pero quiero frenar, por las dudas: no es que en La juventud de la crítica Judith Podlubne diga yo como otra o asuma ser otra desde un yo. Pero sí creo que en La juventud de la crítica Judith busca biografiar o que deriva hacia la acción de biografiar también para ver si —como crítica— entiende algo más o si se entiende algo más.
Y si el núcleo teórico revelador de La máquina cultural está en el texto que bajo ese mismo título Sarlo pone —por suerte— al final de su libro, para que lo explique pero no lo determine, «Biografiar a Gramuglio», de Podlubne, es su equivalente en La juventud de la crítica; autorreflexión que persigue la cifra de una acción crítica nueva:
La escritura de «La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual de María Teresa Gramuglio» resultó para mí el encuentro con un modo nuevo de la investigación literaria, el de la biografía como forma. La novedad respondió menos a los recursos que el género ofrecía (ninguno que antes no me hubiera dado la crítica literaria) que a los problemas que invitaba a plantearme. Quise ser una biógrafa antes de conocer las reglas del oficio, para experimentar esos problemas en la escritura. Diría, entonces, con Barthes, que escribo «desde la posición del que hace una cosa y no del que habla sobre una cosa: no estudio un producto, endoso una producción; anulo el discurso sobre el discurso […]» (pp. 254-255, subrayado en el original).
Por eso Judith va a hablar también de «las alternativas que la forma biográfica le ofrecía a la escritura crítica» (p. 278). Y dirá que «la conversación está en la base de la biografía moderna», porque esa «materia viva y versátil» que son los testimonios y los documentos reviven por la conversación, que involucra palabra y escucha (p. 258).
Por eso quiero traer al libro lo que tampoco está en el libro, y sin embargo también sustenta el libro de Podlubne. Es una entrevista que Judith y Adriana Astutti le hicieron a Sylvia Molloy, pensándola como una forma de biografiar (incluso porque combinó charla y escritura y reescritura). En esa entrevista, Sylvia Molloy rememora:
En Sur me relacioné especialmente con María Luisa Bastos, Enrique Pezzoni y Héctor Murena. Y también desde luego con Victoria, a quien dejé de tenerle miedo, entre otras razones porque descubrí que también ella era tímida. A Silvina, a quien leí, admiré y temí antes de conocer personalmente, me acerqué algo más tarde, a través de Enrique Pezzoni. Nos hicimos amigas, pero a ella nunca le perdí del todo el miedo; nuestra amistad conservó siempre un elemento de imprevisibilidad, de vago desasosiego, de desconfianza, que la vuelve, retrospectivamente, increíblemente rica. A Borges lo vi muchas veces en mi vida, pero nunca quise acercarme demasiado a él, quizá porque buscaba una relación más distanciada con su obra. No me pasó eso con Silvina ni con Pepe Bianco, quienes me marcaron, creo, más que ningún otro escritor argentino.[7]
Me interesa esa respuesta de Sylvia, entre otras tantas razones, por la red que arma. Lo que nos hace ver que la acción de biografiar implica el placer y el riesgo, el deseo y el vértigo de reconstruir la red, derivar por un rizoma, sendero huidizo, en fuga permanente, que va de un nodo a otro y a otra y a otra y a otro, que se vincula con este y que me lleva a aquella… y así. Así es la compleja y fascinante reconfiguración o diseño de las redes.
Durante los primeros ocho meses de este año releí varios textos de Judith Podlubne con asiduidad, cuando yo misma estuve enfrascada en otra forma de biografiar, y en otra forma también de la escritura crítica: el armado y la anotación del epistolario de Sylvia Molloy con Victoria Ocampo, Pepe Bianco, Silvina Ocampo, Héctor A. Murena, Enrique Pezzoni, Edgardo Cozarinsky, Manuel Puig, Severo Sarduy, Esmeralda Almonacid. (Entre las tantísimas virtudes que yo celebro de las notas al pie como formas discursiva proteica y luminosa —y no como mero servicio—, he descubierto una nueva: la posibilidad de que puedan encarnar una de las formas más libres de la biografía, la que permite ir descubriendo y componiendo focalizada, fragmentada, y hasta caprichosamente la vida de alguien, sin las imposiciones de una deriva compacta, que puede sumarse a los modos enunciados por Judith).
Vuelvo a Molloy, entonces, como podría hablar también de Viñas: aunque no lo haga de manera declarada, La juventud de la crítica es, en parte y en partes, también un modo de biografiar a Molloy, de biografiar a Viñas. Lo que no debería resultar extraño dado que la acción de biografiar para Judith es una acción que se realiza en parte y en partes, como una acción, no como una sustancia ni como un resultado. ¿Como un proceso? En tal caso, biografiar será un proceso siempre que el infinitivo tenga también un valor gerundial: el de estar biografiando. Y acaso lo sea, en el sentido hasta saeriano, que es ya un modo definidamente santafecino de estar estando, biografiar biografiando, en una acción continua (acaso iterativa: que opera por repetición), sin conclusión, que salta intermitentemente en el propio campo o espacio de un solo sujeto, tanto como en el de los sujetos con los que cada uno comparte un eventual colectivo: porque, por el trabajo crítico de Judith, se ve que se puede biografiar (un poco), volver a biografiar (un poco más); o biografiar a Gramuglio, para también biografiar a Rosa, para también biografiar a Sarlo, y que si se lo está biografiando a Masotta se está haciendo lo propio con Verón; y, todavía en estado más germinal, con Prieto y con Ludmer y quizás también con Noé Jitrik.
Pero, sí, es verdad, como el de Gramuglio, este —el de Judith Podlubne— también parece un libro imposible. Porque ¿cómo biografiar cuando «teoría no hay»? (p. 253). ¿O cómo biografiar cuando una viuda (la de Nicolás Rosa) a la que se quiere —o se necesita— entrevistar no quiere hablar? ¿Y cómo biografiar a una intelectual de la que ya no habría más para decir, porque «de Sarlo, como de la reina Victoria, se sabía todo» (p. 280)? A lo que se agrega que ese objeto —Beatriz Sarlo—, «cuando le comenté mis intenciones de biografiarla», quiso desviarla y frenarla —¿o al revés?, ¿quiso frenarla y desviarla?—, y le dijo: «Esperá que me muera, primero hay que escribir la biografía de David Viñas» (p. 15). Cosa que —y no es casual— también hace el libro de Judith; porque, aunque no le dedique una parte autónoma, también es uno de los (iterativamente) biografiados.
Cuando estaba escribiendo su autobiografía, Beatriz Sarlo comentaba —con esa seguridad taxativa que la caracterizaba— que ese sería su último libro. Lo que implicaba —con esa seguridad taxativa que la caracterizaba— que después no escribiría otro, porque ya no (le) sería deseable ni posible ni admisible escribir otro (más). Pero aun más: con esa decisión, Beatriz Sarlo indicaba —con esa seguridad taxativa que la caracterizaba— que después de escribir ese libro que era su autobiografía debía morirse. Y como Sarlo era una mujer de palabra —en todos los sentidos de la expresión—, terminó No entender en el sanatorio (pidiendo que se buscara entre sus papeles una foto de su padre que debía incluirse en el libro, que había terminado de escribir y editar poco antes de descomponerse), y se murió. Y así fue como el libro salió póstumo.
Sarlo y Gramuglio, para centrarnos fundamentalmente en ellas dos, fueron jóvenes y se iniciaron en la crítica en esos años de juventudes militantes: jóvenes que, como los del 37 que ellas mismas estudiaron, se supieron o declararon morituri, como los soldados que saludaban a César; son —saben que son, se ofrecen como tales— los que van a morir porque están dispuestos a morir. Con la espada o la palabra. La juventud de la crítica, el libro que trata sobre varios jóvenes que eventualmente estuvieron dispuestos a morir, se cierra cuando una de esas que ya no es joven, en efecto muere, de vieja. Judith Podlubne cierra el prólogo con una posdata que abre así: «Concluyo esas líneas a unas semanas de la muerte de Beatriz Sarlo. Para muchos de nosotros, el 2024 será para siempre el año de su muerte» (p. 15).
La juventud de la crítica es un libro que emerge desde un vacío —como 62 / modelo para armar, de Cortázar, surgía de un agujero que le había dejado Rayuela (dos libros que aprendimos con Sarlo y con Gramuglio y con Rosa)—. Digo que La juventud de la crítica es un libro que emerge desde un vacío, que se genera como consecuencia de la difícil decisión de dejar afuera del libro «La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual de María Teresa Gramuglio», ese texto que es ¿el origen?, ¿el nodo? del libro. Judith cuenta que, pese a sus vacilaciones, resolvió final y voluntariamente dejarlo afuera, no tanto por los problemas de composición que le planteaban sus editores, Nora Avaro y Alfonso Mallo, sino por
la atracción que me produjo la imagen del vacío en el corazón de un volumen cuya unidad deja muchos cabos sueltos para retomar en cualquier momento o para que otros continúen. Un libro sin principio ni fin, uno que empieza no se sabe cuándo y que podría extenderse hasta no se sabe dónde con el análisis de nuevos episodios: la instantánea de un proceso en curso (p. 10).
«El vacío en el corazón de un volumen», vuelvo a citar a Judith Podlubne. Y la cito de nuevo (como podría haber dicho Rosa en una nueva didascalia: la cito de nuevo con intención): «El vacío / en el corazón / de un volumen». Pero acaso ese vacío, ese «vacío en el corazón», de un volumen, o de una crítica, sea la falta de la que emerjan esos libros imposibles que, aun si están fuera de programa, empecinadamente, como aprendimos de cuando nuestros maestros eran jóvenes, no dejaremos de escribir.
[Este texto fue leído por su autora en la presentación de La juventud de la crítica, en Rosario, el 7 de noviembre de 2025.]

Notas
[1] Esteban Echeverría, «Primera lectura», en Félix Weinberg (comp.), El salón literario de 1837, Buenos Aires, Hachette, 1958, p. 162.
[2] Juan Bautista Alberdi, Fragmento preliminar al estudio del derecho, Buenos Aires, Biblos, 1984, p. 116.
[3] Judith Podlubne, La juventud de la crítica, Rosario - Santiago de Chile, Nube Negra y Bulk editores, 2025, p. 12.
[4] Sylvia Molloy, «Traducir a Borges», en Rafael Olea Franco (editor), Borges: Desesperaciones aparentes y consuelos secretos, México, El Colegio de México, 1999, p. 273
[5] Nicolás Rosa, El arte del olvido (sobre la autobiografía), Buenos Aires, Puntosur, 1990, pp. 104-105.
[6] Beatriz Sarlo, La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas, Buenos Aires, Ariel, 1998, p. 277.
[7] «Sylvia Molloy: entre traslados y regresos», Nueve Perros, año 1, n. 1, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, noviembre de 2001, p. 4.
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