Sobre:
La madre de Beckett tenía un burro, de Matías Battistón, Buenos Aires, Emecé, 2025
Este es un libro sobre burros, en muchos sentidos. Veamos el primer párrafo, constituido por una sola oración: “La madre de Beckett tenía un burro, y yo no sé qué hacer”. La coma separa, oportunamente, el título de la preocupación inaugural: no saber qué hacer. Este es el Big Bang: el Universo comienza con un burro. En efecto, notemos que una transmutación alquímica casi imperceptible ha tenido lugar exactamente después de esa coma. De un lado, tenemos al burro de la madre de Beckett; del otro, aparece alguien transformado en burro, en el sentido vulgar del término: aquel que no sabe y tiene que aprender. Axolotl: de tanto mirar un burro y no saber qué hacer con él, el traductor se termina transformando en uno.
No sabe, no sabe
tiene que aprender
orejas de burro
le van a crecer.
La relación entre estos dos burros iniciales no es tanto de adición (aunque suman dos) sino de multiplicación (de uno sale el otro). El burro después de la coma proviene del burro antes de la coma. Un burro engendra a otro burro. Victor Hugo, en El hombre que ríe, escribe: “El sapo que hace un sapo hace una obra maestra”. Si le creemos a Hugo –y le creemos– ese segundo burro tiene que ser, por definición, un prodigio, un burro genio, un burro a punto de escribir una obra maestra.
Empecemos por lo básico: ¿quién es ese burro que aparece después de la coma? Se trata del traductor, del personaje principal de este libro, que es también el narrador, y lo identificamos, lisa y llanamente, con el nombre de Matías Battistón. Así se presenta el protagonista, este es el primer dato que tenemos de él: no sabe qué hacer, es un burro. Y aún más: un burro que ha nacido de otro, del burro que tiene la madre de Beckett. Es un burro de segundo grado.
No nos precipitemos todavía. No abandonemos las preguntas más obvias. Por ejemplo: ¿qué es un burro? Digamos que un burro es un animal de carga. Eso es lo que tiene la madre de Beckett. Un burro que ama comer frutillas. Pero “burro” se le dice también a alguien bruto, torpe (“incivil”, se atreve a extremar el diccionario). Si la palabra donkey apareciera en el Finnegans Wake –y aparece unas ocho veces– quedaría de relieve, inmediatamente, el pedacito que habla de la clave –su key–, una llave que abre algo, una tonalidad que da en la tecla. (Entre paréntesis, hace unos meses que vengo pensando que deberíamos leer cada palabra de la literatura y de la poesía como si formara parte del Finnegans Wake). En el burro hay una clave, una llave, un tono y una tecla para leer este libro altísimo de Matías Battistón.
Pero no me quiero bajar del burro, porque aún no sabemos muy bien qué es exactamente un burro. Quizás nunca lo sepamos del todo. En Argentina, por ejemplo, si hablamos con un mecánico, nos dirá que el burro es una parte del auto: el “burro de arranque” que tiene la misión de hacer girar el eje del motor de combustión interna para iniciar su funcionamiento. El auto tiene partes de animal: algunos caballos de fuerza, un burro de arranque. Esa máquina necesitó de metáforas con animales fuertes, resistentes, para que nuestro pobre cerebro humano pudiera comprender de alguna manera –poética– la magia de su potencia. Por último, tenemos el llamado mataburros, el diccionario: herramienta básica de todo traductor. Pero si el diccionario mata al burro, entonces Matías Battistón estaría muerto. En todo caso, si leyéramos el libro como una novela, podríamos decir que se trata de un burro y de su relación, amorosa y mortal, con el mataburros.
Como pueden ver, no es necesario pasar de ese primer párrafo/oración que abre el libro de Battistón para decir que ya hay ahí, anticipada, condensada, toda una teoría hípica –y no épica– de la traducción: el traductor como burro, alguien que no sabe, que parte de ahí, de su perplejidad absoluta, para aprender.
El traductor no sabe encender un horno, se distrae constantemente, se dispersa, procrastina; cuando finalmente aprende a usar el horno en la página 73, el humo activa una alarma de incendios que conmociona la paz de todo un edificio; más tarde, en la página 180, inunda el piso de su propio departamento y, como si todo fuera poco, rompe sin querer, por descuido, un contrato firmado por Borges que se encuentra en el archivo de una biblioteca.
El burro tiene un único atributo: su tenacidad. El traductor tendrá que sobreponerse a sus burradas con astucia y perseverancia física. Procede como lo haría un burro: chequea hasta las palabras más obvias por miedo a cometer un error. Solo los burros son rigurosos, diría Lacan. Y sobre todo es un burro porque no sabe qué hacer con el burro de la madre de Beckett. Ese dato lo vuelve loco: tiene que escribir un libro para poder volcar en él todos los datos que lo vuelven loco. Por último, es un burro en el sentido automotriz, mecánico, del término: es el burro quien pone marcha el motor de la escritura, su combustión interna. Una poética de la burrada. ¡Una burrología!
Dicho esto, les cuento: La madre de Beckett tenía un burro, de Matías Battistón, es la historia de un traductor al que se le asigna una tarea complicada: traducir la Trilogía de Beckett conformada por Molloy, Malon muere y El innombrable. ¿Cómo realizar esta tarea titánica? No queda otra: como un burro. A esta altura está claro: no es la voluntad de saber la nafta de la máquina traductológica de Battistón. Por el contrario, es el deseo del burro, del burro en tanto perseguidor de una zanahoria que jamás alcanzará. Es esa zanahoria la que mueve el hilo narrativo de este libro tan hípico como hipnótico.
Para una burrología de la traducción literaria, se trata de traducir ya no en busca de una verdad, de una versión última, de un sentido incuestionable. Traducir es, para el traductor burro, una militancia del fracaso a ultranza: buscar eso que, por definición, jamás se alcanza. Pero precisamente su burrología consiste, también por definición, en no dejar de buscar, en sostener la búsqueda en sí misma. Hay, por supuesto, algo beckettiano en la tracción del burro –después de todo, es la madre de Beckett la que tiene el burro con el que empieza todo el periplo– pero la cosa no se queda ahí. Del acto de traducir, a Battistón le interesa su aventura: la del cuerpo acalambrado, la de las manos y los dedos entumecidos, la del dolor de espalda –toda una gimnasia de la traducción, para la cual hay que tener una resistencia física, de burro– pero también, y sobre todo, le interesa teorizar cada distracción, los desvíos, las vueltas y revueltas, las excusas detectivescas para rastrear un dato hasta el extremo (el traductor termina en ignotos grupos de Facebook con tal de constatar la hilacha de una información banal; habla con familiares de traductores muertos).
Sucede, además, que Matías Battistón tiene eso que suele llamarse “erudición”. Pero ¿cómo puede un burro ser erudito? Esa es la figura que, para mí, Battistón inventa en este libro extraordinario. No alcanza con ser inteligente, ni siquiera con ser un lector infatigable. No alcanza tampoco con conocer muy bien varias lenguas. Todas esas habilidades no sirven para nada o sirven, de acuerdo, pero no dan en la tecla, no tienen ninguna llave. El Gran Traductor es, al revés, aquel capaz de realizar una hazaña sin precedentes, la hazaña de devenir burro, de trabajar sus saberes desde el no-saber, desde la ignorancia, de hacer crecer sus orejas hasta encontrar el tono –la oreja del burro es tan grande como el oído del buen traductor– y, si es necesario, buscar el dato más irrelevante incluso sabiendo que del otro lado del laberinto lo espera un precipicio. Esa hazaña indica también una posición imposible: la de traducir desde ninguna lengua (¡los burros no hablan!). En sus dubitaciones, como ejercicios microscópicos de curiosidad, Battistón compara versiones de Beckett en francés, inglés, alemán, portugués. En el cotejo no existe la idealización dicotómica, límpida, que tenemos de la traducción, del pasaje bilateral y simétrico de un lenguaje a otro. El traductor burro, en cambio, remueve el suelo de todos los idiomas posibles con sus pisadas, cuanto más sean mejor. Esto quiere decir que su trabajo no se ubica en una lengua o en otra, sino entre lenguas, en los vericuetos, en los pasajes, en los grumos, en las redes de un significante sin patria, desterritorializado.
El traductor burro, además, no cree en la tragedia que se encuentra en la base de su profesión: la idea del monolingüismo del otro, la imposibilidad última de traducir hasta la palabra más sencilla. En su devenir burro, se abre paso a una comedia de carcajadas sin fin, página tras página, oración por oración: goza su síntoma, se ríe de él mismo y de otros traductores, se mata de risa del diccionario, de inevitables errores y aciertos de carambola. Porque la traducción, en definitiva, es el Reino del Malentendido, que es el Reino de la Comedia, que es el Reino del Burro. El único personaje que conozco –debe haber muchos– que se transforma en burro antes que Battistón es nada más y nada menos que Pinocho en la novela de Carlo Collodi. Sucede cuando lo invitan al “País de los Juguetes”, donde no hay escuelas, maestros ni libros. ¿No sería esa, también, la Patria de los Traductores? Traducir tiene algo de juego de ingenio, pero fundamentalmente algo para lo que no alcanza ninguna institución, ningún maestro, ningún libro. Y también, claro, algo de nariz que crece como el estigma fisiológico de la mentira deformando el cuerpo pinochesco del traductor.
Por último, decir algunas pavadas –dicho sea de paso: si el traductor puede ser un burro, no estaría mal pensar al crítico como pavo, al menos yo no me resistiría a la identificación– que no por ser pavadas deberían dejar de decirse: La madre de Beckett tenía un burro es un libro magistral, lúcido, absolutamente genial, entrañable, de esos libros que se disfrutan mientras aprendemos –un clásico: prodesse et delectare– lleno de datos inútiles, tan irrelevantes como necesarios, de trivia, en una palabra, de eso que está hecha la más alta literatura. Y si bien dijimos hasta acá que Matías Battistón es traductor, habría que decir, para terminar, que al final el burro vuelve a tener forma antropomórfica: se ha transformado en escritor.
Septiembre • Noviembre 2025